ESCUELA DISTÓPICA


Por Daniel Lico //


Las clases nunca pararon, pero cambiaron. Docentes, alumnos y preceptores. Un protocolo imposible. La “nueva” educación.


- ¿Quién puede compartir la pantalla con el trabajo? No sé hacer eso. Sé que ustedes, que son re cancheros, me van ayudar.  

- Profe, hay un botón ahí abajo para compartir la pantalla.

- ¿A dónde voy?

- ¡Ahí!... Abajo está el botón.

- Bánquenme un toque. Ya lo tengo. A ver si lo podemos lograr

Son las tres de la tarde de un lunes soleado. En el otoño del conurbano bonaerense, Beatriz está encerrada en cuatro paredes que emulan una caja de bombones rectangular. Mientras hace malabares para poder terminar su tercera clase del día. Todavía la esperan dos más. Su realidad esuna más. Sólo en provincia de Buenos aires son236 mil docentes que trabajan en 15.948 colegios.

Su lugar de trabajo tiene dos placares que reducen todo el espacio. Apenas entran tres personas paradas. Al tomar asiento en una silla negra y de caños endeble, las patas tambalean. Frente a ella hay una madera colgada de la pared que hace las veces de escritorio. También es el soporte de una notebook que tiene problemas con su batería. La computadora no funciona si no está enchufada. Para colmo, el cable de conexión hace falso contacto, salvo por la cajita de Curitas que ayuda a su funcionamiento.

A pocos metros de ahí, una mesa blanca ocupa la mitad de la cocina. Del otro lado, hay una mesada de mármol llena de platos y ollas. La canilla abierta hace un ruido ensordecedor. Alguien deja una cafetera plateada, un poco gastada por el uso, sobre una hornalla. Una mujer se sienta en una silla gris con tapizado rosado rodeada por libros, cuadernos y una botella de agua a la que le da sorbos de a ratos. ¡Luz, cámara y acción! Hay que entrar en papel de docente.

Cecilia es hija de Beatriz y, también, docente. Cada día aprovecha para usar Internet cuando su cercana colega deja de dar sus clases. Son los únicos momentos donde la tortuga hecha WiFi se convierte en algo cercano a una liebre. La computadora está lista y el ojo de la cámara la mira desafiante.

Por momentos, durante sus clases, la mitad o menos de los estudiantes del curso se suman a la videoconferencia, sobre todo si se trata de los dos últimos grados de la secundaria. Pese a las ausencias masivas, explotan los mensajes por WhatsApp. Directivos y alumnos que requieren atención instantánea, convierten al chat en un campo minado de círculos verdes que no se llegan a leer. Intenta continuar hablando a recuadros negros sin atisbo de movimiento o sonido. Ni los chistes ayudan a que alguien de señales de vida.

- ¿Qué onda chicos están mudos?

 Silencio.

***

En la Provincia de Buenos Aires, son más de 4 millones de alumnos los que debieron pasar del salón de clase a sentarse enfrente de una computadora o un celular. En la zona centro del país, 4 de cada 10 hogares no cuentan con computadoras, según la Evaluación Nacional del proceso de Continuidad Pedagógica realizada por el Ministerio de Educación Nacional.

El documento sostiene que en aquellos hogares donde hay una computadora, en más de la mitad de los casos, su uso compartido. Es decir que dos o más personas que viven en la misma casa deben utilizar el único aparato disponible para cumplir con sus obligaciones laborales o educativas. Además, hay que sumar aquellos que directamente no acceden a los recursos necesarios para asistir, al menos, a una clase. Sólo en la Ciudad de Buenos Aires, más de 6 mil alumnos han perdido contacto total con los docentes y las instituciones. 

“Chuza” es preceptor del colegio donde trabajan Beatriz y Cecilia. Es de esa gente que no aparece en las primeras planas durante la pandemia, pero que tiene la tarea titánica de contactar a las familias de los alumnos que, por diferentes razones, no acceden a las clases y quedan afuera del sistema virtual. 

Algunas escuelas, que tienen la suerte de contar una plataforma digital, deben verificar diariamente que sus alumnos estén registrados. A la vez deben comprobar cómo es la intervención en las clases. Si el estudiante no aparece en el sistema, se debe buscar el contacto de forma artesanal: desde ir al colegio para encontrar las fichas personales hasta contactar a otros compañeros son algunas de las alternativas más habituales.

Para mejorar el contacto entre profesores y alumnos, muchos colegios crearon grupos de Whatsapp por grados, donde también se incluyen a los preceptores y el equipo de psicopedagogía. En esos chats, se detallan quienes accedieron a las clases. Cada preceptor se ocupa de su cursoy realiza un trabajo que se trata casi de “geolocalizar” a los estudiantes. Saber, al menos, cuándo se conectaron por última vez y, mediante llamados a las familias, dónde se encuentran.

Esta labor que hace “Chuza”, al igual que muchos otros preceptores en la provincia de Buenos Aires, implica llegar de alguna manera a las familias y sus diferentes problemas. El más común es la falta de conectividad. Ya no sólo se trata de acercar los contenidos. Directivos, preceptores y docentes muchas veces ofrecen algún préstamo de computadoras o teléfonos de servicios técnicos. Sin embargo, a veces, se convierten en un oído para escuchar los pesares que se transmiten desde el otro lado del celular. Pueden encontrarse con un mosaico propio del contexto pandémico. Situaciones delicadas de salud, inconvenientes económicos y problemas familiares parecen ser las más leves. 

Más allá de estequehacer diario, muchos alumnos continúan sin un contacto asiduo con la escuela. Para “Chuza”, su última carta, es la entrega de una especie de boletín virtual. Sin embargo, la Provincia de Buenos Aires determinó que no habrá notas numéricas en consonancia con las resoluciones N° 367/20 y Nº368/20del Consejo Federal de Educación. Como un último recurso de presión, muchas escuelas públicas y privadas desplegaron un sistema de calificación. Y, a partir de ese documento, buscan generar algún tipo de “temor” en los estudiantes por la posible pérdida del año, aunque no existan decisiones oficiales con respecto al ciclo lectivo 2020, luego de más de siete meses de cuarentena. 

***

A las 08:00 AM suena el timbre perfectamente sincronizado. Como si se tratara de un reloj suizo. Un grupo de 15 alumnos con tapabocas, ingresan a un salón de clase. Allí, se ubican en pupitres colocados a dos metros de distancia. Todos tienen lavadas sus manos con jabón y ungidas con alcohol. Los estudiantes están quietos en sus asientos. Existe una perfecta armonía. Se mantiene el silencio. Sin mirarse y, por supuesto, sin tocarse. Esperan al docente que arriba al aula respetando la distancia establecida.

No se prestan útiles. Cada uno tiene lo suyo. Lo justo y necesario. No  llevan nada de más. Las mochilas no están habilitadas a ingresar en las aulas. Se quedan en los pasillos esperando. Un alumno olvida algo. Se levanta cuidadosamente sin tocar nada como si se tratara de un espía que evita rayos laser, cual Tom Cruise en Misión Imposible. Sale por la puerta, que se mantiene abierta para ventilar el ambiente. Recoge su útil de la mochila. Antes de volver a entrar al salón, con la serenidad de un monje, resuelve ir a lavarse las manos.

Llegó la hora del ir al recreo. Una fila de chicos y chicas salen manteniendo un orden parecido al entrenamiento militar. La distancia de dos metros no se modifica. En el piso del patio hay señalizaciones claras. Se ubican cada uno en el lugar que corresponde. Firmes. Rectos. Sin hacer bromas entre ellos. Mientras, el personal de limpieza, que no para ir de un lado a otro higienizando todo a su paso, llega al salón munido de alcohol al 70°, guantes y paños impolutos.  Se mueven todo el tiempo.

Se cumplen los 15 minutos pautados para el descanso. Comienza la retirada. Marchan de nuevo al aula. Antes de entrar empieza la peregrinación a los baños. Cada persona que participó del recreo está higienizándose. Uno por uno. Nadie apura el paso del otro. Alumnos desde 6 a 17 años esperan pacientemente en las afueras de los sanitarios. 

Unos metros alejados de los baños hay un espacio separado del resto. Es un lugar amplio, acondicionado con las medidas de higiene, preparado para recibir a cualquier sospechoso deCovid–19. Esta sala de aislamiento es una de las que tienen todas las escuelas del país. Está totalmente limpia y desinfectada emulando algún consultorio del Hospital Alemán. Esperan adentro, atrincheradas, autoridades para actuar contra un posible caso positivo.

Ya es el final del día escolar para este turno. En breve, otro grupo llegará a ocupar su lugar. Y, así, en un loop constante hasta llenar el límite de los diferentes cursos. El abandono del lugar se realiza sin las corridas habituales. En un movimiento articulado entre docentes y alumnos, la zona se despeja con la quietud de un domingo invernal a las seis de la tarde.

El equipo de limpieza vuelve a hacer de las suyas para que ningún virus burle a la ley. Los padres esperan a sus hijos fuera de la institución, sin poder acercarse. Y a aquellos que deben tomar el transporte público, los espera una sincronización acorde a Zurich. Todos viajan manteniendo las distancias dispuestas por las reglas.

Desde el Consejo Federal de Educación y para todo el país: 

¡Bienvenidos a la escuela de la nueva “normalidad”!

Las clases presenciales se encuentran suspendidas en la República Argentina desde el 16 de marzo. Días después, un Decreto de Necesidad y Urgencia (el 297/2020) dispuso el aislamiento social, preventivo y obligatorio.  Sin embargo, el 7 de octubre de 2020, casi siete meses después, el Ministerio de Educación Nacional ratificó el documento “Protocolo marco y lineamientos federales para el retorno a clases presenciales en la educación obligatoria y en los institutos superiores”. Tan complicado de cumplir como de leer. Allíse detalla cómo debería ser, en los papeles, esta distópica vuelta a clases.