APRENDER CON TEA EN PANDEMIA


Por Daiana Vargas//



Es martes a las tres de la tarde en punto y hay un silencio de siesta. La batería del celular de Pamela se cargó al cien por ciento. La cámara se enciende y en la pantalla aparecen pequeños cuadritos con imágenes de cinco chicos que tienen algunas cosas en común: todos tienen autismo y todos son de la Escuela de Educación Especial Platerito, de Hurlingham. 

En la parte inferior izquierda de la pantalla está Yesi, la maestra que los reúne cada martes y miércoles por videollamada de WhatsApp. A veces, arma reuniones con tandas de a tres nenes o están todos juntos. Otras, debe reprogramar a último momento una clase, si un chico cancela. 

Yesi tiene doce alumnos entre mañana y tarde, de primer y segundo ciclo. Planea actividades grupales y arma tareas especiales para cada chico, según sus características y necesidades escolares. También ayuda a las familias enviando grillas semanales por mail y se filma explicando lo que harán para organizar a los padres y así los nenes pueden ver su rostro. Luego, revisa en su teléfono las fotos y videos que las madres le envían cuando sus hijos hicieron los deberes. El cálculo da un trabajo full time para 36 personas. 

Entre miradas distraídas y madres sentadas al lado de sus hijos, Yesi introduce la temática de la tarde: figuras geométricas. 

Por los próximos treinta minutos repasarán las actividades de la semana, leerán un cuento breve y cada chico deberá buscar, con ayuda de mamá, un objeto con forma de círculo. 

Cuando la atención de los alumnos desaparece y comienzan algunos gritos, Yesi saluda a uno por uno.

Y la pantalla del celular se apaga.  

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Mateo tiene nueve años, espalda ancha, brazos fuertes y la única mala palabra que conoce es “tonto”. Cuando le diagnosticaron autismo y retraso madurativo tenía tres años. Desde entonces, sus papás hicieron trámites para tener el certificado único de discapacidad, contrataron nueva obra social y acomodaron sus calendarios. 

El Trastorno del Espectro Autista (TEA) es una condición heterogénea, es decir, no se presenta igual en todas las personas. Afecta al desarrollo neurológico y se caracteriza por déficit en la comunicación verbal y no verbal, y en la interacción social. Muchos comportamientos, actividades e intereses son repetitivos y hay diferentes niveles de gravedad: leve, moderado y severo, según explica el Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales (DSM), en su última edición de 2013.  

Un estudio de la Red de Monitoreo de Autismo y Discapacidades del Desarrollo (ADDM), publicado en los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades de Estados Unidos, sostiene que 1 de cada 54 chicos tiene TEA. En Argentina, sin embargo, no hay cifras específicas.  

Todos los días Mateo almorzaba a las 11.30, se ponía el uniforme 11.45, el chofer de la combi de la escuela pasaba a las 12.20 y a las 12.30 lo esperaba su seño en la puerta del colegio para entrar con sus compañeritos. En Platerito ingresan todas las divisiones por tramos. Sin tumultos y sin desorden. 

Pero una pandemia mareó al mundo entero y un día Mateo ya no se puso el uniforme, ya no lo pasaron a buscar y ya no lo esperó su seño en la puerta del colegio. Ahora los deberes son documentos de PDF enviados al mail de su mamá Pamela y clases de gimnasia y música por Google Meet. Mateo se confunde y se niega a usar pantallas todo el día. 

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—Mateo necesita de una rutina para estabilizarse emocionalmente y no tener ansiedad -dice su mamá-. Al principio era muy abrumador para él no entender qué pasaba. Todo esto fue muy agobiante. 

Pamela es miembro de “TGD Padres TEA Amor Azul de Hurlingham”. En su cuello asoma un collar de acero quirúrgico con la forma de una pieza de rompecabezas, símbolo del autismo. Todos los días se sienta con Mateo a las dos y media de la tarde para hacer las tareas. Luego lo filma y registra el avance semanal.

—Fue difícil llevar la escuela a la casa -cuenta-. A Mateo le llevó un mes mantenerse sentado mirando a la cámara en las clases. Hay que explicarle lo que va a pasar ese día, mostrarle imágenes de lo que tiene que hacer y las fotos de los nenes con los que tiene que hacer videollamada. 

Además de sus clases, Mateo tiene zooms semanales de fonoaudiología, psicopedagogía, terapia ocupacional y psicología. Después de cada videollamada aplaude fuerte, pide alguna golosina y pone play, una y otra vez, a los mismos videos que le gustan de YouTube en su celular.  

—No siempre completa los cuarenta minutos en la plataforma. Necesita parar después de hacer una actividad. Descansa y vuelve. Así aguanta un poquito más de tiempo.

Mateo usa su cuaderno rayado A4 porque debe practicar la motricidad fina. Está repleto de fotocopias pegadas con la tarea que Pamela manda a imprimir todos los lunes. Aprendió a sostener un fibrón con la mano derecha y garabatear su nombre durante la cuarentena. Lee menos de una oración de corrido y la “erre” todavía no está en su vocabulario.  

Es jueves por la tarde y Mateo se sienta en el pequeño comedor. Enfrente suyo tiene una fotocopia con dibujos de animales y consignas que la maestra Yesi le envió. En su mano sostiene un fibrón verde de punta gruesa y escucha con atención lo que Pamela le lee: 

—¿El caballo vuela? 

—No —responde Mateo mientras se balancea y da golpecitos con sus pies al piso.

—Entonces ¿cómo es? ¿Es verdadero o es falso?

—Verdadero.

—No, verdadero era cuando sí, y decíamos que, si era verdadero la manito arriba, y que no, la manito para abajo.

—La manito para abajo.

—Entonces si el caballo no vuela ¿cuál es? Falso. ¿Cuál sería? ¿Qué manito? 

—Abajo.

Mateo mira su hoja y encierra el dibujo de una mano con el pulgar hacia abajo. Imita el gesto y se balancea contento. 

Pamela lo felicita. Entre los párpados cansados, a ella le brillan las pupilas.  

—Yo sé que a pesar del contexto él se está superando. 

Después de media hora, Mateo tiene la mirada cansada y deja su cuaderno a un lado. Juega con sus autos rojos, amarillos y verdes de todos los tamaños. Los coloca sobre una mesada en la cocina y los ordena en filita, mientras recita diálogos de escenas de Toy Story, como si fuese un ejercicio de memoria. 

Sonríe y se le achinan los ojos. Después, aplaude una, dos, tres veces. 

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Leonel tiene nueve años y su diagnóstico es TEA con retraso severo del lenguaje. Desde que se levanta a las ocho y media, camina en su patio de una punta a la otra mientras revolea objetos hacia el aire para divertirse.  

Desde finales de marzo Leonel llora cuando su mamá Eli sale al supermercado y no la puede acompañar. Eli le manda fotos de las góndolascon comida que le compra para que él se transporte, con su imaginación, a ese lugar. Leonel sabe el abecedario, contar hasta cien y conoce la historia de algunos próceres argentinos. Sin embargo, le tomará un par de meses entender que debe permanecer en su casa, haciendo la tarea con sus hermanos.

Es miércoles y Eli le explica a su hijo que está por llamar la seño Yesi en diez minutos para una videollamada pautada. Leonel no quiere mirar la pantalla y busca el botón rojo para cortar. Se mueve rápido en su asiento. Después, repite palabras sueltas en voz alta.  

Eli pide disculpas y corta el teléfono.

—Cuando yo noto que algo no le interesa, trato de buscar la manera como para que pueda entenderlo. Tenemos que estar con la predisposición que él tenga en el momento de querer aprenderlo. Cuando él no quiere, lo dejamos para otro día.   

Eli busca en la cocina harina, tres huevos y le propone a Leonel hacer un bizcochuelo. Leonel mete sus manos recién lavadas dentro de un bol rojo. Primero agarra un huevo, luego otro y los rompe dentro del plástico enharinado.   

—Tengo que inventar todo el tiempo qué cosas puedo hacer para que se enganche y pueda olvidarse un poco las frustraciones. Todo este tiempo fue remarla.  

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Facundo tiene 14 años, mide más de un metro ochenta y mira dibujitos para nenes de tres años. Su diagnóstico es autismo severo y no habla. Todos los días viajaba en una combi poco más de una hora para ir a AUPA, un centro de día en Ingeniero Maschwitz, para avanzar en sus terapias: natación, equinoterapia, taller de artesanías y tejido. Hasta que el 20 de marzo un virus interrumpió la vida de todos.  

—El primer mes fue un caos. Rompió tres televisores, una canilla monocomando y llegaba cierta hora en la que se ponía agresivo. Al no poder expresarse con el habla, nadie le entendía y se ponía violento -dice Gabriela, su mamá.   

Es lunes y Facundo sale a pasear como todos los días con Gabriela, puntualmente a las 18hs.

—Cuando no se podía salir, él salía igual a caminar. Al no tener a nadie quien lo contenga en casa, con mi marido teníamos que idear algo para que desgaste energía -dice Gabriela-. Al cerrar su escuela, perdió todo tipo de terapias. 

Solo a partir de la Resolución 77/2020 que se publicó en el Boletín Oficial el 12 de abril, el Gobierno dispuso el permiso de circulación para personas con discapacidad, a no más de quinientos metros de su hogar y acompañados de un adulto.  

Mientras camina, Facundo arrastra los pies, se balancea y sacude sus manos, sin fuerza y con ritmo. Se mueve separado de su mamá. Al cruzar la calle, Gabriela se apura para tomarlo de la mano. Facundo se queda parado en medio de la calle. Los autos tocan bocina, algunos frenan. Facundo no se asusta y sigue caminando. 

—La escuela tardó un montón en darnos una respuesta hasta que empezaron a hacer los zooms. Con mi marido estamos desbordados, es mucho sacrificio estar con él 24 horas, hay que mirarlo todo el día -Gabriela exhala, como si liberara estrés por la boca-. Él es un bebé gigante.  

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Cada martes y jueves a las cuatro de la tarde Facundo tiene musicoterapia, taller de cocina y de huerta y terapia ocupacional. La primera vez que Facundo ve a sus maestros de la escuela por una pantalla se ríe, camina de un lado a otro y revolea objetos. Solo después de varias reuniones virtuales, Facundo logra sentarse y esperar a que Gabriela encienda la cámara delante suyo. 

Facundo se sienta rápido y con entusiasmo para sus cuarenta minutos de terapia. Uno de los tres profesores de la clase comparte pantalla con dibujos para colorear. Gabriela sostiene el dedo índice de Facundo y comienza a pintar, desde el celular, un perro y luego una flor. 

Cuando los profesores ven el resultado, felicitan a Facundo. Él aplaude dos, tres veces y sonríe. Gabriela le da a Facundo unas galletitas, las que más le gustan. 

—Si me preguntan ¿cómo Facu tiene Zoom si no habla? es porque soy una madre que vela por los derechos de mi hijo. Yo quiero que él tenga todo lo que tienen los demás.