DETECTAR REALIDADES: Operativo de testeo en el Barrio 17 de Noviembre


Por Marisol Cala //

Algunos perros flacos deambulan entre la gente que espera su turno en sillas blancas, separadas un metro entre sí. Muy cerca, las cintas de peligro indican que no es un espacio de libre circulación. De pronto, todo parece convertirse en una fiesta de disfraces: ambos y camisolines celestes, rosas y rojos. Van llegando ambulancias. Comienzan a descargarse cajas. Tienen bolsas esterilizadas con guantes, barbijos, hisopos y pequeños tubos de vidrio. 

Voces por todos lados.

Piden más distancia. Piden lavandina. Piden paciencia.

Así comienzan, desde hace un mes, los operativos Detectar en el corazón del 17 de Noviembre. Un equipo de 60 trabajadores, entre médicos, enfermeros, promotores y voluntarios, se instalan de lunes a viernes en una cancha de fútbol que casi no tiene pasto. Es el único lote sin edificar del barrio. Para ingresar, tienen que tomar la “asfaltada” (una de las pocas calles en esa condición). Nace en el fondo del Mercado Central, entre medio de un basural. Un comedor a cielo abierto para animales y, también, para algunas (varias) personas. 

Una doctora hace un nudo en el cuello y otro en la cintura de su bata rosa. Le llega hasta por debajo de la rodilla. Lleva puesto un barbijo de máxima seguridad. Se ajusta el gorro quirúrgico para que le cubra completamente el cabello. Coloca bolsas de friselina sobre sus zapatillas. Acomoda los dedos dentro de los dos pares superpuestos de guantes esterilizados. Escribe su apellido sobre un trozo de cinta de papel y lo corta con los dedos para pegarlo sobre su pecho. Con los disfraces completos se torna imposible reconocerse entre colegas. Los ojos son el único rasgo humano distinguible, apenas, a través de unas antiparras que se asemejan al snorkel de los buzos.

Según el último Registro Público Provincial de Villas y Asentamientos Precarios, en el 17 existen alrededor de tres mil viviendas. Pero esos datos tienen casi seis años de antigüedad. En sus cuarenta manzanas, se destacan construcciones de dos, tres, cuatro y hasta cinco plantas con paredes de ladrillo hueco o a medio revocar. Ya sin espacio, el barrio crece para arriba. Como palomares humanos, en las moles de cemento y ladrillo conviven por piso entre ocho y diez familias que alquilan piezas de unos pocos metros cuadrados. En cada planta, la cocina es compartida por todos los inquilinos. Y el baño, también.

El perfume de platos típicos bolivianos sale de las casas y se mezcla en el aire con el olor a desinfectante y a las aguas residuales. Rejas robustas pintadas de negro o blanco cubren todas las puertas y ventanas. En los balcones, se exhibe la ropa tendida sobre sogas improvisadas. Muy pocos tienen macetas. No hay espacio para árboles en el barrio de hormigón. Al costado de la cancha, sobreviven tres sauces llorones. Entre el collage de colores, antenas de televisión y tendidos eléctricos, se divisa un mural con un rostro. Muestra a un “pibe” que ya no está. Le decían “el chino”. 

El desfile de vecinos con síntomas no da tregua. Así, comienza el “show” de los hisopados. Una joven es la siguiente en pasar a la carpa de control para completar su ficha epidemiológica. Tiene dolor de garganta, pero el termómetro indica 36 grados. A diferencia de otros lugares, en el 17, se testea, aunque las personas tengan un solo síntoma. En el operativo, se han detectado hasta ochenta casos positivos en una semana y un simple dolor de cabeza o estómago puede significar una señal de alarma.

Por la explosión de contagios, Villa Celina se ganó el título de zona roja en el territorio matancero. A pesar del aislamiento, la feria de la comunidad boliviana concentra, cada fin de semana, alrededor de veinte mil personas en la principal avenida de la localidad. El 17 es actualmente su barrio más poblado. A principios de los noventa, fue uno de los destinos predilectos de la ola migratoria en el conurbano bonaerense. Los recién llegados se dedicaron mayormente a la construcción y a la confección de ropa. 

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Juan se ajusta la máscara en la frente. Una vez más. Cada día, a las 7 de la mañana, es el primero en llegar con la llave del trailer en el que guardan los gazebos y parte del material necesario. Es una suerte de director técnico de los operativos Detectar. Con su grupo de voluntarios, se encarga de cada detalle del armado y la logística para que, a las 9, los médicos puedan entrar en escena. Cuando le asignaron esa tarea, tuvo dudas, pero aceptó porque sabía que nadie se ocuparía con la misma dedicación y el mismo cariño que él siente por el 17 de Noviembre y la comunidad boliviana. La comunidad de sus padres. Juan no es médico, pero es, ante todo, un militante social. Su conocimiento sobre infecciones lo adquirió en los últimos meses de intenso trabajo en los barrios y en la lectura de artículos sobre el modelo sanitario cubano, al que admira. 

Las instrucciones de Juan a los voluntarios son claras: tomar la temperatura corporal y realizar el cuestionario para detectar contactos estrechos y cuadros compatibles con COVID. Si hay síntomas sospechosos, se los registra para ser testeados. En caso contrario, se les recuerda las recomendaciones vigentes de aislamiento y protección. 

Una señora mayor se acerca con vergüenza a las carpas sanitarias. No tiene síntomas. Tampoco para comer. Juan la escucha. Le dice que no se preocupe. Que hoy le consiguen algo. Más tarde, le acercará un bolsón de alimentos a su casa. En su celular guarda un registro de los vecinos que necesitan asistencia. En el 17, ya todos lo conocen. Lo saludan e insisten en dar una mano con algo. Así consiguió que un merendero y una casa de comidas del barrio contribuyeran con las mesas y sillas necesarias para el operativo. Otro comerciante aportó dos bidones con cinco litros de alcohol en gel. Y, poco después, un vecino donó cinco mil tapabocas que había confeccionado en su taller.    

Cuando estaba armando los equipos de voluntarios, Juan descartó convocar a las mujeres que llevan adelante los comedores. Sabía que ellas están en continuo contacto con la gente, y que, si se contagian, se cae el plato de comida para muchas familias. 

Juana lleva más de cinco años como encargada del comedor “Nueva Celina” en el 17 de Noviembre, trabajando codo a codo con Juan. Cuando supo del operativo, dejó a una de sus compañeras a cargo del espacio y fue a la cancha del barrio con otros siete vecinos para ponerse a disposición. 

— Queremos estar, no lo vamos a discutir – dijo Juana mientras se envolvía con una bata celeste.

Por el Detectar circulan de a centenares. Muchos se acercan para testearse, con síntomas de menor o mayor gravedad. Otros lo hacen para pedir medicamentos, pañales o ayuda con un trámite. Pero, también, comida. En el comedor de Juana, se estira la olla para preparar más raciones. Apenas alcanza para doscientas cincuenta personas. No quedan muchas más puertas que golpear. La Delegación permanece cerrada y la salita solo atiende emergencias. 

En los cybers (así les siguen diciendo) se cobra desde 350 pesos por el servicio de sacar un turno en ANSES o en el registro civil. Abrir una cuenta de Gmail sale 500 pesos y algo más de 700 cuesta un trámite online en la página web de migraciones.

En el barrio no cotiza el dólar. Cotiza el teléfono de quien dé respuestas.

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— ¡Cuídense! 

Piden médicos y voluntarios a los vecinos.

Se los cruzan en las callecitas del 17 cuando salen “a peinar” el barrio. Así le dicen al rastrillaje diario que realizan casa por casa. Van vestidos con mamelucos blancos hasta la cabeza, guantes y barbijos n95. Apuran el paso porque, en invierno, la tarde es muy corta. Recortes de tela, pedazos de chapas, piezas de metal y bolsones de arena decoran las escasas veredas de piedra y concreto. Unos metros más adelante, tres nenes observan divertidos al excéntrico grupo desde la reja de una ventana en un segundo piso. El equipo carga con bolsones de alimentos y productos de limpieza para entregarle a las familias aisladas. 

—¡No, por favor, no vengan hasta mi casa! ¡Si los vecinos se enteran que estoy enferma, me van a echar! - ruega una voz femenina en un audio de WhatsApp.

Muchos voluntarios se encuentran a familias llorando. Se quedaron sin nada o tienen miedo de que los dejen en la calle. Una especie de pogrom al estilo conurbano sólo por tener COVID-19. Incluso, trabajadores de la construcción y otros oficios no quieren dejar de ir a la obra. Tienen ganarse el jornal, aunque tengan síntomas.

En las primeras semanas del operativo, las personas testeadas eran llevadas a un centro de aislamiento. Unos días después recibían los resultados que confirmaban si podían (o no) regresar a sus casas. Pero, los centros explotaron rápidamente y hubo que cambiar de estrategia. A los pacientes con síntomas de gravedad se los traslada en ambulancia para su internación y mejor seguimiento. Cada regreso al barrio de un recuperado es celebrado en las carpas como un gol de último minuto.

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Es viernes. Son las 15. Nadie tiene tiempo para mirar el reloj. Se supone que los operativos ya deberían terminar. Pero no es así. Hay días en los que los positivos alcanzan el cincuenta por ciento sobre el total de los testeos. Después de dos meses, los números comienzan a descender y el partido parece acercarse a un empate. 

Un enfermero se detiene a tomar un poco de agua del pico en una botella. En la carpa, una médica revisa una caja con muestras gratis de medicamentos. Busca uno para la presión arterial. Un vecino no lo puede comprar. Amoxicilina y analgésicos son también pedidos con frecuencia. Ya no quedan promotores de salud en el 17. Uno de ellos se contagió días atrás y debieron aislarse también sus cinco compañeros. Los voluntarios se encargaron de reemplazarlos, después de una breve capacitación. 

El tiempo de alargue se termina. De a poco, la fiesta de disfraces comienza a desmontarse. Los gorros, guantes y camisolines de colores se tiran en bolsas de residuos patológicos. Los médicos se aplican una solución antiséptica en manos y antebrazos, hasta los codos. Como una herida de batalla, en la frente de todo el equipo queda el vestigio de soportar nueve horas la presión de las máscaras de protección. Otra vez, el olor de la lavandina inunda el ambiente. Se enrollan carpas. Se apilan cajas y sillas por todos lados. Se cargan los tubos con las muestras en envases para material viral. Los motores se encienden al tiempo que una melodía folclórica boliviana se va haciendo cada vez más inaudible. 

El equipo se retira. 

Hasta el lunes, el rival se queda en la cancha.