DOS JERINGAS, UNA CURA


Por Ignacio Raposo //


- Hola, soy Catalina de Pfizer, estoy buscando a Marcela Acosta, recibimos un formulario hace unas semanas. Queríamos corroborar unos datos.


- ¡Muy bien señora! Le queríamos informar que su solicitud fue aprobada y que cuenta con los requisitos necesarios. En los próximos días, un representante de la compañía se contactará con usted vía mail para coordinar día y horario para ser vacunada.


Del otro lado del teléfono por unos segundos no hubo respuesta alguna.


- Señora, ¿se cortó? ¿Me escucha?


Recuperando la respiración, Marcela responde con amabilidad. Cuelga el teléfono. Tiene una sonrisa de oreja a oreja. Es una entre los 25 mil voluntarios en el mundo para probar la vacuna contra el coronavirus. En Argentina, sólo son 4.500 los “afortunados”.


El laboratorio Pfizer fue fundado en 1849 en Estados Unidos. Llegó a la Argentina en 1956. Fabricará una vacuna en el país en conjunto con BioNTech, una empresa alemana de biotecnología. Es una de las 140 que compiten por ganar la carrera de la cura y son seguidas de cerca por la Organización Mundial de la Salud.


Una semana atrás, Marcela había tenido el impulso de anotarse. Quería ayudar. Saber que hizo algo para volver a la normalidad. Con el mate en mano, ingresó a la página web. DNI, Nombre y apellido. Otro mate. No padecía de insomnio. No a las pastillas o remedios. No a los problemas cardíacos. Responde todo. Envía. Marcela hace todo como un trámite más. No imagina que la llamarán. 


***

Sábado 29 de agosto. 14:10. Fin de semana. Uno más en pandemia. Día lluvioso en la localidad de Aldo Bonzi (partido de la Matanza). Un auto se detiene en la puerta de la casa de Marcela. Es el vehículo que el laboratorio Pfizer puso a su disposición. Es igual para cada voluntario que prueba la vacuna. Dos bocinazos irrumpen con fuerza en el silencio del barrio. Marcela sale apurada. Se sube. Está con el elemento más codiciado del outfit 2020: el tapabocas. Se había preparado desde temprano. Son muchos los protocolos a cumplir. El día se hace largo.


Las pruebas se hacen en el Hospital Militar de Buenos Aires. Serán dos aplicaciones en un lapso de tres semanas. Un seguimiento y control periódico durante dos años. Los postulantes deben vivir en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires o estar a menos de 60 kilómetros. Tener entre 18 y 85 años. Marcela cumple con todos los requisitos.

Media hora dura el viaje desde su casa hasta el Hospital ubicado en el barrio de Belgrano. Al llegar, pregunta sin pensar cuánto debía por el viaje. El conductor le responde que paga la empresa. Saluda. Se baja. Camina unos largos metros. Esquiva charcos hasta llegar a la puerta. 

Un uniformado busca su nombre y su apellido en una lista. Una enorme máscara plástica le tapa todo, salvo los ojos. 


—Acosta. 


Rápidamente la encuentra. Las facilidades de tener un apellido común.


Al entrar al Hospital, la recibe un choque de codos. Alguien le acerca una bolsa plástica. Tiene un termómetro digital, un barbijo, agua, caramelos y unas barras de cereal. Es el menú previo a la vacuna. 


Antes de la primera dosis hay que pasar por algunos exámenes médicos. En el primer box responde un cuestionario que incluye desde la fecha de nacimiento, el sexo y el origen étnico hasta los antecedentes médicos. Sí, otra vez. Una administrativa le toma los datos. Sella el cartón que detalla los pasos a seguir. Marcela debe cumplir algunas tareas antes de la inyección. 


Con el cartón en mano, sale al pasillo. Camina unos 10 pasos para ingresar a la sala contigua. Allí, otro enfermero la recibe. Sin mediar palabras le apunta en la frente con el termómetro digital. 


—Pip. Pip. ¡Temperatura okeeeeey!.


Marcela se saca las botas. Queda en medias. Se sube a una balanza en una esquina de la habitación. Es de esas antiguas, las que tienen una varilla. Hace un ruido que aturde. Después de un rato, se detiene. El enfermero le pide que se baje. Se calza. Sin más intercambio que una mirada, le devuelve su cartón sellado.


Una vez más sale al frío pasillo. Las luces blancas están prendidas. Camina otros 20 pasos hasta la última sala. Le dicen que quedan solo dos exámenes antes de la inyección.


La recibe una doctora. Le dice que le toca el EvaTest. 


—Llamen a los medios si da positivo. 


Se ríen.


Tiene 57 años. 


***


15:30. Un gran hall la recibe. Hay 8 boxes separados por biombos blancos. En cada uno, un doctor vestido completamente de blanco aguarda a cada voluntario. Marcela toma asiento. El hombre que la acompaña en esta etapa saca un hisopo gigante de un frasco largo. Anota, en una etiqueta, el nombre y apellido de Marcela. Le asigna un número. Luego, de manera prolija, pega la etiqueta en el frasco.


- Mira, te puede llegar a molestar. Esto va a doler. Quedate tranquila es un insta…


- ¿Con todas las cosas que nos hacemos las mujeres me estas explicando esto? ¿La molestia de un hisopo? ¡Metelo! Vamos que hay gente esperando. 


El personal a cargo introduce un hisopo por los orificios de la nariz (los médicos le dicen narina) a una profundidad aproximada de 5 centímetros. Así, se puede llegar hasta la faringe. Una vez adentro, se gira durante unos 10 segundos. El fin: recoger una muestra de mucosa que pueda contener una partícula viral.

Marcela no siente nada. Pero no todos la pasan tan bien. Cerca se escuchan gritos como si torturaran a alguien. Un hombre grita en el box de al lado. Pide, por favor, que paren casi al borde de las lágrimas. 


Se levanta. Sonríe. Toma sus pertenencias. Recibe de manos del doctor su cartón cuadrado con casi todos los sellos. Falta un solo paso. El motivo por el cual unas semanas atrás había enviado el formulario. 


***

16:00.Marcela ingresa al último box. Hay 2 frascos. Son muy chicos. Están apoyados sobre una bandeja plateada. Misma cantidad de líquido. Mismo color medio blanco, casi transparente. A su lado, 2 jeringas. No hay forma de saber si, en alguna de ellas, está la posible cura. O un simple placebo. 


Marcela se sienta. Hay una sola silla. El cubículo no tiene más de cuatro por cuatro. En el hall donde está su box predomina el silencio. Desde su cubículo, Marcela observa el ir y venir del personal encargado de la limpieza y la desinfección. Los grupos ingresan de manera en que ningún voluntario esté en contacto con otro. 


Mira a alguien disfrazado. Intuye que puede ser un doctor. Se saca la campera para la lluvia. A esta altura ya está seca. También, el buzo que la acompaña esa tarde. Queda cara a cara con ese señor. Barbijo de por medio. La silla gira con un solo movimiento casi imperceptible.


Ahora se encuentra de espaldas. Se escuchan ruidos metálicos. El “doctor” le pide que se dé la vuelta. Gira. Quedan otra vez cara a cara. Ahora, las jeringas, vacías hace 5 minutos, están llenas. El doctor se las muestra. Ahora, otra vez de espalda. Parece un truco de magia.


Ahora sí. Marcela recibe la inyección. El contenido de una de las dos jeringas ingresa por su brazo derecho. 

***

16:30. Sigue sentada en el mismo lugar. Quien la había inyectado, llena papeles y formularios. Marcela mira la hora en su celular. No ve notificaciones ni llamadas perdidas. Guarda el celular en su bolsillo. Y vuelve la mirada al amplio hall en el que aún se encuentra. 


Desde su silla mueve la cabeza de una punta a la otra. Con el movimiento recorre los boxes que están en el sector opuesto. Observa que hay gente mayor que ella. Muchos de ellos son catalogados como “grupo de riesgo”.


Muchos jóvenes evitan al voluntariado. Marcela le pregunta sobre el tema al doctor, que aún se encuentra en su box llenando papeles. Le explica que uno de los requisitos para ser voluntario es que, en los próximos dos años, quienes se presentan no pueden ser padres. 


Marcela es madre de tres hijos. Semanas atrás había decidido ser parte del proceso de testeo de la vacuna pensando en ellos. Deseaba que recuperen sus vidas. 


***

Suena el reloj despertador. Marcela lo apaga. Agarra un termómetro digital. Hoy es un objeto esencial en su mesa de luz. Más importante que el velador o el estuche de los anteojos. Lo enciende. Se apunta a la muñeca derecha durante unos segundos. La pantalla del aparato marca 36.4. Todo normal. Toma un cuaderno Gloria de tapa naranja. Anota el número al lado de la columna “Lunes”.


En todas las páginas, se ve el mismo diagrama. De arriba hacia abajo se encuentran los días de la semana. De izquierda a derecha completa una serie de preguntas. ¿Fiebre? No. ¿Aparición o aumento de la tos? No. ¿Escalofríos? Tampoco. ¿Vómitos, dolor de garganta y diarrea? Nada de nada. 


De lunes a viernes, la escena se repite en loop.


Los sábados cambia. Tiene que abrir la aplicación “Diario de Salud”. Allí cargar su DNI. Luego, introducir una contraseña numérica de 6 dígitos. Y, por último, transcribir los datos que relevó durante toda semana. Sus ojos van del cuaderno a la pantalla del celular. 


El protocolo de la farmacéutica estipula que, ante la presencia de síntomas, hay que aislar a la persona. Tener fiebre, dolores corporales, tos o cualquier alteración son buenos síntomas. El voluntario debe darle aviso a su obra social y, de inmediato, ponerse en contacto con el personal asignado por Pfizer. Así queda el registro del caso testigo.


Todos los días, Marcela habla con Catalina. La empleada de Pfizer que la acompaña en el proceso. Al principio, solo intercambian formalidades y datos duros. Con el paso de los días, ya hablan de cosas de la vida. Hasta se mandan stickers para alentarse.


Hasta ahora, no hay síntomas. Esta es la “nueva normalidad” de Marcela.


Hace meses tomó la decisión de ser voluntaria. Pasó por formularios. Chequeos médicos. Pruebas físicas. Un doctor le inyectó el contenido de un frasco. Pero no sabe qué fue. Hoy, pasa sus días esperando que todo esto sirva para recuperar la vida. La de ella y la de sus hijos.