DESDE LO INTERNO: UNA CÁRCEL EN PANDEMIA


Por Justina Bentivenga //

A Marcos Paz lo conocen como “el pueblo del árbol”. 48 kilómetros al oeste de la Capital Federal. Sus calles datan de 1825. Nadan entre coposas veredas con troncos blancos. Todas desembocan en la plaza San Martín. Una iglesia le hace frente. Varios comercios mutan con el tiempo. Familias con antepasados de antaño adoran a su querido pueblo. Cargan con historias infinitas que perduran de generación en generación.

Los contrastes marcospaenses se delimitan en los distintos barrios más alejados de su centro comercial. Hay casas de altos y casas bajas. Hay countrys y barrios marginales. También, hay canchas de tenis. Clubes náuticos y potreros al lado de la vía abandonada del Ferrocarril Belgrano. Unas 50 mil personas lo habitan. Algunos pasean en bicicleta. Otros en 4x4. El resto, a veces, a pie. Los veranos se visten con jacarandá y quintas florecidas. Los inviernos con olor a horno de barro y leña. 

A media hora de viaje, el pueblo parece esfumarse. La maleza comienza a envolver los caminos de ripio. La sequedad de la tierra levanta el nauseabundo olor de algún cadáver silvestre. Es la zona en donde el Arroyo “El Piojo” delimita las localidades matanceras de Virrey del Pino y 20 de junio.  Allí, en la primera salida del Acceso Zabala, con camino asfaltado, se encuentra la entrada al Complejo Penitenciario Federal II: la cárcel de Marcos Paz.

AC trabaja ahí desde hace 5 años. Es docente en el área de talleres. Pero, así y todo, la entrada siempre suele ser estresante. Un policía lo frena con la mano. Le acerca una planilla en donde deja registrada su firma. En cuestión de segundos, un efectivo abre el baúl trasero de su camioneta blanca. Otro revisa con la mirada el interior del vehículo. Mientras anota la patente. Logra ingresar.

Adentro, el paisaje ya no es el mismo. Un amplio estacionamiento es la recepción. El golpe del sol relame las ondas del áspero y abundante cemento que hierbe. Después de estacionar, AC camina por el exterior de la instalación. De fondo, suenan las cigarras libres detrás del alambrado. Por delante, lo esperan cuatro altos módulos con techos verdes. Se trata de una de las tres cárceles de clase A más grandes de la Provincia de Buenos Aires.

El sol enceguece. Por fuera, casi no hay sombra. Por dentro, sobra. Tras los macizos bloques de cemento, cuentan los días unos 2.800 internos. Cada torre cumple una función modularia. En el módulo 1 están los pabellones de alta seguridad, los agresivos. En el 2, aquellos con cargos por delitos menores. Los restantes, en el 3, el pabellón por delitos sexuales. En el 4, el sector conocido como el “VIP” del complejo: “los protegidos”.

Para los tres primeros módulos, las celdas son compartidas y, en algunos casos, individuales. De las camas cuchetas cuelgan viejas frazadas de colores. En las mesas adosadas a la pared, hay restos de algún mate lavado o un juego de cartas inconcluso. En las paredes, vestigios de Maradona, alguna “chica popu”, retratos familiares o el gauchito gil observando desde un altar. Cada módulo es el reflejo de quien lo habita. 

La Comisión de Cárceles de la Defensoría General de la Nación, en junio de 2019, detectó sobrepoblación en la cárcel. Pero, en la unidad residencial IV, esa situación no llegó. Para ellos, sobrevivir al encierro es sólo momentáneo. Este módulo aglutina presos de lesa humanidad, genocidas, ex policías o convictos y estafadores reconocidos.

Comparado con la crudeza de los otros módulos, ellos transitan sus días en un hotel de 5 estrellas. Tienen salas comunes de esparcimiento con pantallas LED y sillones. Más permisos y flexibilidad en las salidas. Muchas “encomiendas”: desde celulares hasta películas, comida casera y perfumes italianos. Para no perder la costumbre. Quienes no pertenecen saben que es una fiesta. 

Todos los internos conocen lo que pasa a metros de sus celdas. Muchos se las “tienen jurada”. Pero es ley general: entre los distintos módulos no se cruzan. Bajo ninguna circunstancia. Si así lo hicieran, todo podría terminar en una batalla campal entre presos.

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A unas 3 cuadras a pie de la entrada, los senderos grises desembocan en el Módulo 1. Por lo general, no hay nadie. AC firma una planilla e ingresa al sector externo del pabellón.  Un cartel advierte: “Sala de Auxilios”. Al lado, lo acompaña la “Sección Educación”. Es uno de los Centros de Formación Profesional instalados dentro del Complejo. Un pequeño despacho de docentes, previo al sector de las aulas, lo aborda con conversaciones distantes. La situación respecto a la circulación de drogas entre internos preocupa al equipo. La marihuana y la cocaína son moneda corriente. El proveedor, desconocido. Aguarda unos minutos y parte hacia la clase.

En la Argentina, la Ley 26.695 regula la pena privativa de la libertad. El artículo 133 menciona el derecho a la educación. En el Complejo Penitenciario Federal de Marcos Paz, la oferta es grande. Algunos eligen terminar el secundario bajo el régimen del CENES. Otros, deben la promesa de terminar la escuela primaria (EPA N° 704). A los más osados, se les abre el desafío del mundo universitario, con la posibilidad de realizar el curso de ingreso a la Universidad de Buenos Aires. También, pueden aprender talleres en pos de una posible reinserción laboral. 

Las aulas son amplias. Las ventanas están blindadas, casi a la altura del techo. Al ingresar, dos efectivos policiales aguardan expectantes en la entrada al salón. Intimidan. Hace un calor agobiante. Es una tarde pesada. Muchos le preguntan a AC si sabe qué pasa afuera. Él conoce que los rumores vuelan de celda en celda. Llegan, a veces, mientras pasa el tipo de la cantina a vender Coca-Cola, galletitas o cigarrillos. Otras veces, en el SUM, durante un partido o por alguna encomienda. Pero sí, las noticias del mundo llegan. 

AC sólo sabe que el desconcierto es general. Afuera y adentro. Mientras tanto, la clase transcurre tranquila. Prevalece la confianza. Atrás quedó la mirada entre ceja y ceja. Cuando se enteraron que no era “cobani”, el vínculo cambió.

En el Centro de Formación Profesional, algunos internos del Módulo 1 realizan cursos para mejorar su conducta en pos de posibles beneficios. Los catalogan como “los más agresivos”. La clase fluye. Algunos insultos se intercambian de mesón en mesón por broncas pasadas. Por lo general, por favores adeudados o pleitos inconclusos que quedaron de algún partido de fútbol en el gimnasio.

Pero el COVID también está presente. Llegó con especulaciones. Es un rumor constante de oído en oído. Por momentos, resuena la palabra “oportunidad”. Muchos lo ven como un buen momento para salir o para obtener algún permiso voluntario. Reclaman. Pero las situaciones futuras se ven lejanas. Los desafíos dentro de la cárcel son cuestiones más importantes. A algunos les queda poco tiempo para salir. Otros recién están conociendo cómo sobrevivir. El tiempo parece volverse eterno. 

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Cuando el virus empezó a tomar terreno, puertas adentro y fuera de la cárcel, todo cambió. Pantalla de por medio, AC escucha atentamente la reunión del gabinete educativo. La fuerza y el trabajo más grande lo tienen los psicólogos y las psicólogas. Saben que, ahora, el acompañamiento es emocional y afectivo. Ellos son quienes tienen y transmiten las impresiones del interior más desde cerca.

En el Complejo reina el silencio.Los guardias tienen turnos de trabajo a medio día y rotativos . Nada es alentador. Desde hace días que las carpetas con trabajos prácticos de la EPA o la CENES llegan vacías. Es una señal de la desidia. Adentro, para ellos,la nueva normalidad no existe. Quieren irse con sus familias. 

Son más de 10 las celdas con enfermos en un pabellón excluido del módulo 3. Hay duchas bloqueadas. El gimnasio está cerrado. El olor a la comida del comedor se huele un poco. No se puede ir a la biblioteca. Los talleres y los cursos están inhabilitados. Las salidas son restringidas, salvo casos excepcionales. Quienes tienen más flexibilidad son los de mejor conducta. 

Al mediodía, o por las tardes, algunos pueden respirar algo de aire exterior por unos 15 minutos. Ni más, ni menos. Como en la selva, ahora la ley es de supervivencia. A muchos, les cuesta asociar lo que ocurre. AC sabe que el acompañamiento es pedagógico. Ahora les toca ayudar. Hay que resistir.  

Hace pocos días, se instauró el rumor de que llegarían nuevos presos desde Complejo Penitenciario de Villa Devoto. Dentro, empezaron los reclamos.  Pero, días después, todo se calmó. La Procuración del Servicio Penitenciario Federal prohibió nuevos ingresos en las unidades sobrepobladas.

Los nuevos internos son poco frecuentes. Cuando llegan, se los ubica automáticamente en aislamiento. Luego, se los envía a una celda individual. Sin contacto con otros presos. Por 14 días. Los hisopados, así como los buenos ánimos, tampoco abundan. Sólo se hacen a casos sospechosos o con síntomas. El testeo aleatorio ocurre en un porcentaje mínimo. 

Muchos vieron de cerca la fatalidad del virus con sus compañeros. El Comité Nacional de la Prevención de la Tortura (CNPT) registró en agosto 1.755 casos de coronavirus en personas alojadas dentro de lugares de encierro. En total, son 451 en cárceles y 209 en comisarías del país. El resto se distribuye en geriátricos, instituciones de salud mental y reformatorios de menores. Desde el Complejo Penitenciario Federal II, no se arrojan datos de la cantidad exacta de muertos e infectados. 

El invierno llegó. Los recuperados se mantienen aislados. El frío se filtra en las celdas. Ahí, la soledad desespera. Los más afortunados distraen la mente con juegos de mesa o entrenan. También, se consume. El tabaco y marihuana están presentes. Caso contrario, los trastornos de abstinencia se dan de manera frecuente. También, el aislamiento afecta considerablemente la salud mental. Más aún en contextos de encierro. 

Una vez a la semana, quienes lo necesitan, reciben una charla virtual por videollamada con uno/a de los psicólogos o trabajadores sociales que hay en el Complejo. La entrevista se desarrolla en la sala de computación. Al interno, lo acompaña un efectivo. La charla intenta ser de la manera más descomprimida posible. Humanizada. A veces, los prejuicios perduran. Pero, la mayoría se niega a acceder y son pocos quienes asisten.  

En junio de 2020, se inició un programa que afectó a las penitenciarías más grandes del país. Está impulsado por el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Provincia, y coordinado por el área de Salud Mental y Adicciones de la Dirección Provincial de Salud Penitenciaria.

Durante las situaciones de encierro es cuando reflota la ansiedad, los ataques de pánico, el nerviosismo o hasta la depresión. Estas situaciones son comunes en cualquier unidad residencial de Marcos Paz. No importa el módulo en el que se vive, la plata o “la banca” que se tiene dentro. 

La pandemia en la cárcel potenció todo. Se exponen los sentimientos. El resentimiento, el miedo y la angustia. En muchos, hay desinterés. No se ve un horizonte. Desgarran las ganas de ver a hijos, hijas, esposas, madres o padres. La necesidad de una segunda oportunidad para hacer las cosas bien. 

La computadora se apaga. Las reuniones del equipo de profesionales se terminan. AC sabe que nada es igual. Resuena más que nunca la idea del adentro y del afuera de la cárcel. Muy lejos de lo que muestran series, películas, medios o novelas amarillistas. Ya todo cambió. Desde marzo, los gritos del gimnasio no se escuchan. Los días no se cuentan para las visitas. Las pitadas de cigarros en el patio no se comparten. Los mates, menos. Los fuertes ya no tienen poder. Los débiles rezan para que todo vuelva a ser como antes. Lo interior de un interno pasa a primer plano.