CONECTADOS: La enseñanza virtual para adultos mayores en tiempo de pandemia


Por Magali Dionisi//



El taller de Nuevas tecnologías para adultos mayores comienza con una publicidad de Lenovo del año 2009. En la imagen, una anciana usa una notebook como tabla para cortar verduras, luego amasa pizza sobre ella y la mete al horno. Cuando su nieto se percata, enfurece, pero ve que aún funciona. Entonces, sonríe. Su tecnología es “a prueba de abuelas”.

Para la profesora del taller, esta simple parodia es muy criticable.

De contextura pequeña, cabello largo y castaño, ojos marrones y nariz respingona, los alumnos del Programa Universidad para Adultos Mayores Integrados (UPAMI) valoran a Ivanna como una muy buena profesional, aun cuando le duplican la edad.

—Todos sabemos que no es así-dice a sus alumnos cuando el video termina-, hoy en día muchos de ustedes están interesados y saben usar estos aparatos y yo estoy acá sólo como una guía, porque sabemos que son capaces de hacer y aprender muchas cosas.

Su crítica está abalada por la ciencia.Numerosos estudios en el campo de la neurobiología han demostrado que el cerebro de los adultos mayores sanos produce neuronas al mismo ritmo que las personas jóvenes. 

Desde aliviar síntomas de Parkinson hasta enseñar a usar Tinder, el Taller de Ivanna contagia vitalidad a la tercera edad. Hoy, en una pandemia que aísla, sus clases virtuales crean un puente invisible de aprendizaje y contención.       


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Sara tiene 67 años. Dedicó gran parte de su vida a la docencia como profesora de biología. Cuando sonríe, sus cachetes se adornan con hoyuelos y las esquinas de sus ojos se arrugan. De tez clara, cabello largo platinado y ojos azules, irradia carisma y habla muy claro.  

El año pasado se inscribió por primera vez a un curso de UPAMI sobre Nuevas Tecnologías. En todo el país existen más de 40 universidades afiliadas y ella se decidió por la UBA. En ese entonces, no había virus dando vueltas y las clases eran presenciales. El único requisito, ser mayor de 60 años, lo estipulado por la OMS como “adulto mayor”.

—Decidí anotarme porque mi hija me había regalado una compu de escritorio para mi cumpleaños y quería aprender a usarla bien sin tener que molestar a nadie. Quedé encantada, me gustó lo sencillo que explicaba todo la profesora. Nos tenía paciencia y eso es algo que se agradece. Sabemos que algunas veces los viejos somos complicados- cuenta entre risas.

Su celular no era opción.

—Siempre me incomodaron esas pantallas chiquitas. Aparte, con tantas fotos que me mandaban por Whatsapp lo tenía desbordado y yo quería aprender a usar las redes sociales. Me entusiasmaba pensar en organizar reuniones de ex alumnos y profesores, viejas amistades.

Por desgracia, Sara no pudo completar el curso ese año por una luxación de rodilla. Se tropezó en la calle cuando regresaba de hacer las compras y la caída le desplazó la rótula fuera de lugar. El viaje hasta la Universidad era imposible y su departamento está ubicado en un tercer piso sin ascensor. Solo asistió a cinco clases. 

—Parecen pocas, pero todo lo que aprendí es una barbaridad. Además, armamos un buen grupo. Hice muy buenas amigas. Me prometieron que se iban a volver a inscribir cuando yo lo hiciera.

Entonces, emergió la amenaza del Coronavirus. Siendo población de riesgo -tanto por su edad como por su débil sistema inmunológico- la familia le impidió salir, siquiera para hacer las compras. En marzo, su hija Elena le hizo una lista con números de teléfono de compras online que hacían envíos a domicilio. Desde ese momento no volvieron a tener ningún tipo de contacto, más allá de las llamadas.

Cuando el otoño dio paso al invierno un nuevo cuatrimestre del Taller se acercaba. Inscripta en el que ya había cursado el agosto pasado, Sara estaba emocionada por comenzar.

—No veía la hora de tener mi cabeza ocupada y olvidarme por un rato del encierro. Entre mi problema en la rodilla y el aislamiento por el COVID ya llevaba mucho tiempo sola, día a día, con la misma rutina.

La extensión del aislamiento afecta mucho la salud mental de los ancianos. Investigadores de la Universidad Nacional de La Matanza y del Instituto Universitario del Hospital Italiano de Buenos Aires lo comprobaron en una investigación cualicuantitativa que arrojó desde temor al contagio de sí mismos y de sus seres queridos, angustia, ansiedad, enojo, hasta mucha incertidumbre y hartazgo. Emociones explosivas que se hacen más llevaderas gracias a la tecnología.  


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Elena sube los escalones, de dos en dos, mientras evita tocar la barandilla del edificio que hace tanto no visita. El barbijo de tela negra le tapa las fosas nasales cada vez que inspira a tal punto que le quita el aire. Está acostumbrada. Tras cuatro meses de cuarentena, la mascarilla es una parte más de su cuerpo. 

No había violado las restricciones ni siquiera una vez. Sus salidas regulares eran para hacer compras dentro de su barrio. Pero, esa mañana, tenía una misión: instalarle a su madre una webcam para que pueda asistir a clases virtuales.

Cuando ingresa al departamento la recibe el silencio y el orden. Sara no está a la vista. Se encuentra en el dormitorio para permitirle instalar todo en el living/comedor sin molestar.  

—¡Hola má, soy yo! -anuncia a través del barbijo mientras se saca las zapatillas y las deja a un lado sobre un trapo empapado en lavandina.

—¿Todo bien? -contesta la jubilada desde su cuarto mientras baja el sonido de la tele para escucharla mejor. 

—Si, si, te instalo rápido esto y me voy, ¿cuándo empezás las clases? 

Elena saca de su mochila la webcam, engancha el USB y se sienta frente a la computadora esperando que inicie.

—Fines de agosto. Pero la quiero probar bien así me aseguro de que funcione todo. 

—Está bien, es fácil. Yo la dejo instalada y apenas llegue te llamo desde casa así la probamos. 

La hija cumple con su misión. Se coloca otra vez las zapatillas y se retira con un “chau, má” sin verla directamente, ni una vez. Esos casi veinte minutos de instalación fueron como si no hubiese estado acompañada y Elena se va pensando en lo solitario que es para su madre tener por única compañía la televisión. 

Sara utilizó los meses previos al comienzo de las clases para familiarizarse con la webcam y las plataformas. Tuvo dos cumpleaños online de sus nietos y algunas charlas con amigas. Aprendió lo básico para ingresar a las salas y hasta tejió al crochet una mantita decorativa para su webcam.  

Hoy es miércoles y el entusiasmo despierta a Sara más temprano de lo habitual. Desayuna y almuerza sin dejar de observar el reloj. Por fin recuperará un poco de la cotidianeidad que le fue arrebatada. Cuando llega la hora, se acomoda frente a su computadora e ingresa al link de Meet esperando que Ivanna la acepte. La clase aún no comienza, pero ya se siente acompañada.


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El Programa UPAMI tiene como objetivo el crecimiento personal de los ancianos, mejorar su calidad de vida y lograr una igualdad de oportunidades culturales y vocacionales. 

Desde que comenzó la cuarentenaalgunas universidades triplicaron sus inscriptos lo que derivó en mayor carga horaria para los docentes. Se dictan cientos de cursos muy variados. Dibujo, Idiomas, Computación, Literatura, Memoria, entre otros.

La adaptación para dar clase es algo más que una mera charla administrativa. Las titulares de socioculturales y extracurriculares de la Universidad Nacional de la Matanza, Magali y Nora, llevan doce años trabajando con el programa y se nota el por qué. Pura vocación. 

Es sábado temprano en la mañana y Magalí preside la charla virtual mientras se ceba unos mates. El clima es distendido, cada docente desde su casa habilitan y deshabilitan sus micrófonos para hablar. La palabra contención es mencionada tantas veces que se pierde la cuenta.


—Sepan que van a tener que repasar los temas todas las clases, y también repetir mucho. Para los alumnos, las clases no son solo aprendizaje, son una contención.

A Magalí se le llenan los ojos de lágrimas cuando cuenta lo importante que es el Programa para esos adultos mayores que se inscriben. No llega a quebrarse, pero la emoción se palpa incluso a través de la pantalla. La comprensión les gana a algunos que asienten con la cabeza frente a sus webcams. Empatizan.  

—¿Quién no tiene un abuelo, un tío, un vecino, un viejito conocido que alguna vez le haya contado sobre el curso que está haciendo? -añade Nora.

—Exacto. También muchas veces nos piden que les demos certificados de los talleres que cursaron para colgarlos en su casa y mostrarles a sus familias. 

La charla continúa. Algunos profesores hacen demasiado hincapié en lo rentable. Cuánto, cuándo y cómo se factura. Otros, sobre la funcionalidad de las plataformas que provee la Universidad. La profesora de computación va directo al grano. Pregunta si será capaz de dictar clases, si sus alumnos no saben aún ni prender la computadora. 

Es como tener un primer trabajo donde piden experiencia previa. No se concibe. 

—Apelamos a que sus familias los ayuden e instruyan para que puedan anotarse y tomar las clases.

Claro. La familia. Como Elena, que decidió romper la cuarentena para instalarle a su madre una webcam. Gracias a ella, Sara ahora espera la clase de aquella profesora que tanto le había gustado.


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El departamento de Ivanna es pequeño, pero acogedor. A un lado de la puerta de entrada tiene colgado su título de psicóloga, licenciada en la UBA. El cuadro es de madera clara y el vidrio impoluto contrasta con un departamento desordenado. 

—No importa si no tengo tiempo para ordenar, a ese cuadro siempre lo limpio -admite con orgullo.

Es primera generación universitaria en toda su familia.

Esa tarde se ubica frente a la pantalla de su notebook mientras da sorbos a un té de manzanilla. Está acostumbrada a quedarse afónica después de dar clases y la infusión la ayuda. El reloj marca puntualmente las dos y media. Da algunos clikcs habilitando la reunión virtual en Google Meet y espera a que se sumen los participantes. Las solicitudes comienzan a llover. No se sorprende. Sus alumnos de UPAMI suelen ser muy puntuales, costumbristas. Una vez, quiso adelantar media hora una clase y todo fue un caos.  

Se coloca los auriculares con micrófono incorporado y acepta nombre por nombre, mientras corrobora la lista. En tres años de cursos instruyó a más de mil alumnos. 

Las primeras tres en ingresar a la sala virtual son alumnas de la Facultad de Psicología, de prácticas. No pasan los 25 años y todas eligieron participar de ese Taller luego de haber cursado la materia Vejez. Cuando se presentan se nota una alegría de buena fe. No están ahí por una obligación institucional sino porque realmente les interesa presenciar esa clase. 

De a poco el curso se llena. La pantalla refleja en total quince alumnos. Muchos de ellos tienen habilitado cámara y micrófono, lo que arma inevitable barullo. Ivanna mutea a los recién ingresados y hace un pequeño anuncio antes de presentarse frente al nuevo grupo de adultos mayores. 

Reconoce hablar mucho y muy rápido. También, pide a sus alumnos que la interrumpan cuando pierdan el hilo.

—Bienvenidos a todos -saluda con una sonrisa-. Veo muchas caras conocidas, Patricia, María, Sara…

Sara habilita el micrófono para hablar.

—Hola Ivanna, otra oportunidad en medio de la cuarentena. 

—Me parece genial. Acá uno nunca deja de aprender, yo también aprendo con ustedes. Esto de la tecnología es algo que va por delante nuestro; no terminamos de ver algo que enseguida sale otra cosa, es tremendo. 

Tras la proyección de la publicidad, la clase continúa como estaba pautada. Los alumnos no lo notan, pero luego de la primera hora Ivanna está agotada. Su trabajo fijo en una financiera le demanda toda la mañana y dicta varios cursos por las tardes -los cuales muchos ni siquiera son remunerados-, pero su sonrisa no se borra en esas dos horas. Ni siquiera cuando una alumna se pone a repetirle una y otra vez con desesperación que no entendió cómo instalar las aplicaciones en su teléfono. 

Al momento de terminar la clase tiene una pequeña charla informativa con las alumnas en prácticas. Le hacen varias preguntas, pero entre todas una resalta:

—¿Por qué decidiste hacerte cargo de este Taller si apenas tenés tiempo?

Ivanna ríe mientras se acomoda el cabello enredado en los auriculares. 

—Es algo que me llena el alma -contesta para luego despedirse.