Cuatro armenios en argentina

por Camila Luis

Ricardo

—En 1921, mis padres estaban labrando la tierra cuando escucharon que a lo lejos la gente empezaba a gritar. Al darse vuelta, vieron cómo el pueblo donde vivíamos se prendía fuego: los turcos estaban atacando. Mi  mamá dejó todo y me fue a buscar a la casa. Yo era un bebé apenas y estaba durmiendo. Afuera, el ejército ya había apresado a mi padre. Le taparon los ojos a mi mamá y nos subieron a los tres a un carro. Nuestra ciudad fue hecha cenizas y nosotros recorrimos varios kilómetros junto con otros armenios prisioneros. Mis padres creyeron que no sobrevivirían al genocidio -recuerda Ricardo Der Torossian, ya con 95 años, en el comedor de su casa en el barrio de Devoto, Buenos Aires, Argentina.

Dos años después del ataque, seguían prisioneros en un refugio en Ereván, la capital Armenia.  Los refugios eran galpones enormes, oscuros y húmedos donde los cautivos pasaban días enteros, tratando de no morirse de hambre, sed o enfermedades infecciosas. Eran hacinamientos.

—Una tarde mi madre estaba cantando, mientras mi padre arreglaba la suela de uno de sus zapatos. Yo era un pequeño muy inquieto y me gustaba ir a visitar a otras familias del refugio. En la puerta, siempre había por lo menos un guardia, custodiando que nadie saliera. Recuerdo que llevaban uniformes oscuros y nunca los vi hacer una mueca. Cuando el guardia tenía que hacer cambio de turno, salía, ponía un candado de hierro a la puerta y a los cinco minutos aparecía su relevo para tomar el lugar. Era curioso que los oficiales nunca se cruzaran. Había posibilidades de que algo saliera mal, como sucedió aquel día.

Ricardo se queda en silencio algunos segundos, revolea los ojos, toma aire y continúa, ante la mirada atenta de sus nietos.

—El guardia de turno fue llamado desde afuera a abandonar su puesto. El grito interrumpió el canto de mi madre, que giró su cabeza hacia la puerta para observar el movimiento que ya sabía de memoria. Justamente, por eso notó que algo diferente pasaba: no habían puesto candado. La puerta se había cerrado pero no escuchó el ruido del hierro atravesando la cerradura. Tiró del abrigo de mi padre y le hizo una seña con la cabeza. Me agarraron en brazos y junto con tres familias más empujaron la puerta. Sorpresivamente, esta se abrió y empezaron a correr por el campo. Un general los vio e intentó detenerlos, pero no los alcanzó y lo perdieron de vista.

Ankine y Ararat  estuvieron algo más de un año recorriendo Armenia en busca de ayuda y escondiéndose del ejército turco. Llegaron a la frontera con Azerbaiyan y allí se reunieron con un grupo de muchos sobrevivientes que querían escapar. Consiguieron subirse a un barco sin saber dónde llegarían.

El destino fue Argentina.

—Vos te vas a casar con una armenia, no tenés que deshonrar a la familia.

Esas fueron las palabras que su mamá le dijo a Ricardo Der Torossian cuando apenas tenía ocho años. Y las guardó como mandato.

—Nunca se me ocurrió que me podía enamorar de alguien que no fuese de mi misma cultura.

Ricardo tiene unos ojos profundos como la noche, pelo blanco –poco- y múltiples arrugas. Su espalda es curva y no mide más de un metro sesenta. Viste siempre colores tierra y una camisa cuadrillé. Tiene algunas pequeñas verrugas en el cuello. Una nariz prominente, como de cóndor. Lleva su alianza puesta, aunque es viudo hace varios años. Su esposa, Ruth, era armenia, tal como su madre le había mandado.

Le tiemblan un poco las manos, pero su voz es firme y clara. Tiene tono de capitán de ejército. Infla su pecho cada vez que habla y sus palabras son prudentes, cuidadas.

—Los armenios más que una raza somos un pueblo. Un pueblo marcado a sangre y tragedia. Ser armenio es un orgullo, porque sabés que tus antepasados murieron, defendiendo sus tierras y su fe -dice sentado en la cabecera de su larga mesa de madera.
Sus hijos y sus cinco nietos asienten con la cabeza. Todos los viernes la familia completa se reúne para cenar en la vieja casa del barrio porteño de Villa Devoto.

Al lado de la mesa, hay un cartel escrito en armenio que dice: “El pueblo llora, el pueblo camina”.

***

Agop

Agop Bedrossian estaba tirado entre los cuerpos inmóviles que parecían bolsas de basura apiladas. Mantenía los ojos cerrados y trataba de respirar lo más calmo posible. La escena de lo sucedido se repetía en su mente una y otra vez: el  ejército turco los había secuestrado y llevado a la frontera con la promesa de liberarlos, pero lejos estaban de ser libres. Era Junio de 1917.

Un general había degollado a su mamá justo ante sus ojos y a él le habían golpeado la cabeza con un palo. Lo creyeron muerto y lo tiraron a un pozo. Luego de un tiempo, se animó a abrir los ojos: a su lado, estaba su hermano Rahib. Aunque lo llamó varias veces, no contestó. Agop se mantuvo inmóvil, quién sabe por cuánto tiempo. Aún escuchaba las voces de los turcos. Lo único que pudo hacer fue orar. Oró a Dios, el Dios de sus padres, su Señor.

Después de un tiempo, sintió sus piernas entumecidas y el olor a sangre comenzó a darle náuseas. Empezó a tener calor, mucho. El humo que llegaba a su nariz le dio tos. Aunque intentó evitarla, el ahogo era incontrolable. Los estaban prendiendo fuego. El pozo, tapado por hojas y ramas, ardía.

Y Agop oraba, mientras las lágrimas corrían por su cara.

Ya estaba dispuesto a morir. “Al menos estaré con mi madre y mis hermanos en el cielo”, pensaba. Sin embargo, el fuego se consumió antes de tocarlo.

Agop vivía y su camino hacia Argentina recién empezaba. Muchas batallas, muchos incendios y muchas oraciones iban a suceder antes de que un barco lleno de sobrevivientes amarrara en Buenos Aires.

Su casa, construida en 1920, se encuentra en pleno barrio porteño de Flores. El portón que da a la calle es altísimo, hecho de madera, que ya está resquebrajada por el paso del tiempo. Eduardo tiene ojos celestes, casi transparentes. Su mirada es calma, igual que la cadencia de su caminar, encorvado. Mide no más de un metro sesenta. Tiene poco pelo y le tiemblan las manos. Su padre ya fallecido, Agop, tiene una historia digna de un libro de ciencia ficción.

Eduardo lleva con orgullo su apellido.

—Mis padres eran muy sabios, se conocieron en Armenia y ambos venían escapando de la matanza. Su historia de amor siempre me encantó. La pasaron realmente mal. Sin embargo, nunca nos inculcaron el odio por los turcos. Cuando mi hermana o yo le preguntábamos a mi papá sobre nuestros “enemigos”,  él nos miraba, nos acariciaba la cara y como para sus adentros, casi como susurrando repetía: ellos eran malos, hijos, eran malos. Pero el mundo está lleno de gente mala.



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Ara

La iglesia Evángelica Armenia “Jesús esperanza para vos” se encuentra en la Avenida Carabobo 743, Ciudad de Buenos Aires.  Es un edificio macizo de color gris oscuro y en la fachada tiene una cruz de metal en lo alto. Un cartel turquesa contrasta con lo sobrio de la construcción y una escalera introduce al lugar.

Por dentro, es toda blanca. No es muy grande. Los bancos de madera se ubican uno atrás del otro, formando dos filas que dan lugar a un pasillo central. Al final, está el púlpito, donde todos los domingos a las 10 el pastor Ara Mkhitaryan preside la reunión  ante una congregación de 700 miembros, aproximadamente.

Nací el 1º de febrero de 1976 en Ereván, la capital de Armenia, -se presenta Ara ante el público-. Mis abuelos paternos y maternos eran de las ciudades de Mush y Sasún que están actualmente en Turquía y me trasmitieron, no solamente el sueño de poder un día caminar libremente por esas tierras, sino también atesorar los valores culturales y espirituales.

Ara es un hombre robusto y calvo. Lleva un traje prolijamente planchado y una corbata color verde manzana, parecida al verde de sus ojos. Se sienta de lado, como dándole mayor peso a una de sus caderas, y apoya su brazo derecho en su pierna. Ara habla en español, aunque con un acento muy duro. Las “r” las pronuncia de manera excesiva y le cambia los acentos a algunas palabras.

Llegó de Armenia hace apenas cuatro años, vino para ordenarse como pastor.

—Hoy los armenios que vivimos libres y lejos de nuestra tierra ¿luchamos para poder seguir guardando la cultura y el idioma que heredamos de nuestros antepasados? -se pregunta el pastor, y continúa-. Padres y madres armenios tenemos una enorme responsabilidad de crear un ambiente representativo de nuestra identidad para que nuestros hijos puedan valorar y aprender el idioma, la historia, la música y el arte armenio, los cuales ocupan un lugar muy importante para combatir la desaparición de la identidad y cultura armenia.



Romina

Romina Magorian tiene 23 años. Es morocha aunque está teñida de pelirroja. Mide un poco más de un metro setenta y es flaquísima. Tiene boca pequeña y se la pasa sonriendo.
Vive en Córdoba capital y pertenece a la comunidad armenia de Córdoba. Se congrega en una iglesia armenia y todos los domingos se junta con su familia a degustar los platos típicos de su pueblo que incluyen carne cruda, arroz, pan sin levadura, niños envueltos (llamados sarmá), entre otros.


—Los armenios nos movemos como cualquier otra persona de Argentina: estudiamos, trabajamos, salimos, paseamos, hacemos deportes. No considero que haya ningún tipo de discriminación hacia nosotros, pero sí mucha ignorancia. Hay gente que ni sabe la historia de Armenia o que dice que el genocidio fue junto con el de los judíos. Si bien Argentina le dio hogar a mucha gente de nuestra comunidad, nunca hubo una educación acerca de lo que pasó.

Romina es perito criminalística, egresada de la Universidad Nacional de Córdoba. Sus padres ya son argentinos de nacimiento. Ella es nieta de armenios y tiene muy presente los valores que sus abuelos le inculcaron.

—Supongo que me casaré con un armenio, porque me muevo en ese círculo. No tengo muchos amigos que no sean de descendencia armenia en realidad- reflexiona entre risas mientras agarra su Biblia y la pone en el bolso con cuidado para no correrse el esmalte de las uñas.

Es sábado y hoy toca reunión de jóvenes.


El 24 de abril de 1915 comenzó el exilio y exterminio del pueblo armenio por parte del gobierno turco en el Imperio Otomano. Los muertos fueron más de un millón. Se calcula que existieron unos 26 campos de concentración para confinar a la población armenia, situados cerca de las fronteras con Siria e Irak. Hasta el día de la fecha, Turquía rechaza que las muertes acaecidas en 1915 fueran el resultado de un plan organizado por el Estado para eliminar a la población armenia, requisito para considerarlo un delito de genocidio. Afirma que el Imperio otomano luchó en su territorio soberano, contra la sublevación de la milicia armenia, respaldada por el gobierno ruso.

El pueblo armenio se encuentra diseminado alrededor del mundo. Su insignia, la flor “No me olvides”, representa los valores y deseos con los que ellos conforman su identidad: recordar el pasado, mantenerse unidos como armenios, agradecer a las naciones que les abrieron las puertas y vivir con una esperanza puesta en la eternidad.

La tercer población de armenios en el mundo está en Argentina y representa la mayor en toda Latinoamérica, según los datos del Centro Armenio de Argentina. Entre ellos, están Ricardo, Agop, Ara y Romina. Son apenas algunas historias entre las miles que quedan por contar.