Revolución agroecológica

El crecimiento de la población, el avance de las ciudades, el abuso de agroquímicos y la falta de empleo, llevan a la casi inevitable necesidad de generar alternativas de subsistencia y opciones saludables. Como el pasto que crece entre las grietas de los muros y baldosas, cada vez más, las huertas ganan espacio en la ciudad.


por Leandro Sierra




En este lugar, antes había un basural. Bien al sur de Morón, en un último pedazo de territorio, la huerta agroecológica se toca con la Avenida Callao. La rodean el Ecopunto - usina asfáltica del municipio, devenido en “Gobierno de Morón”-, el vivero municipal y la estación Merlo Gómez del ferrocarril General Belgrano. Cruzando la vía ya es partido de Merlo y haciendo unas cuadras más para el oeste, La Matanza. El terreno es un préstamo: lleva consigo el alambrado invisible de la ex VII Brigada Aérea de Morón -centro clandestino de detención durante la última dictadura militar que funciona bajo el nombre de Base Aérea Militar, donde vive la Gobernadora de la Provincia de Buenos Aires, María Eugenia Vidal-.

La huerta agroecológica de Morón es un proyecto de agricultura demostrativa y educativa. Allí, cientos de personas se capacitan. Decenas de niños con guardapolvo aprenden cómo armar una huerta, cómo conservar semillas y hasta recetas con plantas medicinales. En esta zona recuperada, levantada desde las cenizas del abandono, funciona desde 2012 el colectivo cooperativo e independiente Morón Surco.

Una calle de tierra se desprende del asfalto y se convierte en el sendero principal de la huerta. Sobre la izquierda brillan como estrellas en una noche fuera de la ciudad, los frutos de un pequeño campo de árboles. A la derecha, se dejan ver los primeros bancales. Las plantas aromáticas en sus cabeceras coquetean, seducen y repelen a las plagas. Una casita blanca es el lugar de los talleres y al final del camino está la fábrica de árboles del vivero municipal. Dos hojas de portón de alambrado marcan la entrada a la huerta. Son las 8:30, muy temprano para ser lunes. Es el sol quien abre las puertas. Abraza fuerte los primeros canteros y luego el invernáculo, al que no soltará hasta que advierta la presencia de la luna.

La madrugada congeló el tiempo y olvidó sus sábanas blancas sobre las plantas. El calor llega para reverdecer las hojas y darle vida a las semillas. Los pájaros se anuncian y Ana, como fruto listo para su cosecha, resplandece en los campos con la mirada profunda y cristalina. Ella acompaña el proyecto Morón Surco y coordina las distintas actividades del espacio. La verborragia la delata: cada palabra es un pedazo de pasión que arranca desde adentro. Aunque no lo admite, es una verdadera activista de las causas nobles. No tiene herencia campesina, no vive en las montañas ni en largas extensiones de llanura. Es una huertera en la ciudad.

Un otoño lento camina sobre la temporada de plantas de hoja. Ana ata cabos. Conecta la historia del lugar, su llegada y sus días de Agronomía de la Universidad de Luján. Pero sobre todo, resalta el modus operandi de Morón Surco: sembrar, plantar y recolectar en armonía con el cosmos. Sin herbicidas ni pesticidas químicos, respetando la biología de las plantas, las estaciones y las fases lunares. Así lo dejó escrito en su libro la gurú María Thun. Eso es la agroecología: biodiversidad y calidad de los frutos. El sabor y los beneficios en la salud parecerían también cobijarse en sus mantos sagrados. Pero esta tarea artesanal demanda el triple de dedicación que la agricultura industrial.

En Morón Surco no hay líderes ni jefes. Las decisiones son horizontales, con asamblea todos los meses. Una verdadera democracia. El mundo, o al menos su mundo, parece perfecto hasta acá. El día y el sol están alineados, pero de pronto todo se nubla. Ana admite que los chicos del colectivo tienen otros trabajos y que esta actividad no responde exclusivamente a una necesidad económica. El total de horas trabajadas al mes por todos los asociados juntos apenas llega a lo que trabajaría sólo una persona.

Esto de ninguna manera parece ser un obstáculo. Ana está convencida que esta forma de producir es posible, es real. Guarda gran compromiso con el espacio y los compañeros. Deja surcos cuando clava los ojos en esas tierras fértiles de trabajo colectivo. Cree plenamente en otra manera de alimentarse, consumir, moverse, trabajar y relacionarse con la naturaleza. Los guantes moteados resquebrajados de trabajo de labranza, jeans gastados y botas embarradas visten su andar por los bancales del campo y el invernadero. Cada lunes a las 8 de la mañana ella recorre y planifica las actividades de la semana: ralear, transplantar, desmalezar, fertilizar o remover aboneras.

—El raleo es la selección de la mejor planta entre otras que ocupan y compiten por el mismo espacio. De esta manera, el desarrollo de las raíces será el más apropiado. 

El cielo es un lugar que el hombre todavía no ha podido manipular. Por eso está atenta a lo que el cosmos decida: si habrá heladas, granizo, lluvias o fuertes vientos. Ana ingresa a un invernadero sin techo, destruido por las fuerzas de la naturaleza, para ver el estado de las hortalizas. El sol se cuela sin permiso entre los canteros e ilumina las botellitas de plástico reutilizadas sobre las tiernas lechugas que tienen la función de protegerlas de las hormigas y del frío, actuando como un mini invernadero.

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Llegó el día de armar bolsones. Tal vez la jornada con más trabajo en la huerta. Cada uno de los miembros de Morón Surco tiene una actividad para hacer. Nadie se queda quieto. Desde bien temprano dividen la cosecha y organizan los canastos. Luego las comercializarán en la misma huerta y en distintas ferias y mercados de productores como la Reserva Natural Urbana y el Transformador.

Entre la cosecha, el armado y entrega de los bolsones, el sol se detiene justo sobre sus cabezas.  El equipo se despliega bajo la sombra de una casa de construcción natural, hecha con barro y quincha. Ellos mismos la levantaron. Un chamamé sale de una vieja radio que hace juego con la mesa. Uno pesa con admirable concentración cada vegetal y se lo pasa al otro para que le haga un atado. Este lo coloca con total delicadeza y ternura sobre un canasto, como si se tratara de un animalito frágil y abandonado. En medio de la operación, un cliente, a lo lejos, saluda a la troupe huertera:

—¡Hola!

—¡Hola! ¡Pegá la vuelta! —indica con la cabeza uno de ellos efusivamente sin soltar las manos de las hojas verdes.

Una mujer rubia y delgada de unos 50 años entra a la huerta. Minutos más tarde, saldrá con una sonrisa y un cajón de madera repleto. A raíz de un problema de salud, con antecedentes de familia de diabéticos y sobrepeso, decidió ocuparse de su alimentación. Asegura haber viajado a Italia, donde vio desde el tren en cada hogar una quintita. A modo de reclamo piensa que cada casa debería tener una, pero que claro, es más fácil ir al supermercado. Levanta las cejas y esconde sus labios. Extiende su mano libre, saluda a los huerteros y se aleja por el sendero principal.

Sin patrones, sin gritos, sin cámaras ni relojes tayloristas que midan cada movimiento. Morón Surco hace honor a su nombre, dejando huellas del trabajo colectivo como modo de ser y hacer. El trabajo comunitario funciona: producen entre 80 y 100 kilos por semana. Ana recuerda con orgullo que en la anterior llegaron a vender 19 bolsones de 5 kilos cada uno. Casi una veintena de familias viven de lo que ellos cosechan, pero ese no es su techo, anhelan poder abastecer a comedores comunitarios y escolares. Es la falta de mano de obra la que marca el límite. 

El breve atardecer otoñal alcanza a los bancales. Las manos y piernas cansadas se tropiezan con las miradas y sonrisas cómplices de satisfacción. La huerta sin sol cambia de colores, pero no de convicciones. Los canastos, la radio y las herramientas vuelven a su lugar. Para Ana, es una alternativa en los tiempos que corren. Conseguir tierra para cultivar, tener ganas y ser consciente de lo que se come y se hace, son los desafíos. Expandir la huerta, seguir sembrando, cosechando y alimentando el alma y el cuerpo al ritmo de la naturaleza es el mayor anhelo del colectivo agricultor. Los ojos le brillan cuando mira hacia el norte. Allá en el horizonte, Morón Surco persigue la utopía. Día tras día, se acerca un poco más. 

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Para muchos, Moreno es el Far West. Es uno de los partidos más extensos del conurbano bonaerense. A 42 kilómetros de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, casi 500 mil personas duermen bajo su luna. La estación de tren del Ferrocarril Sarmiento es un hormiguero humano de día y un sótano cumbiero de noche. La plaza central es lo más verde que se puede apreciar en diez cuadras a la redonda. Los puesteros se multiplican en las veredas al grito de “lleve baratooo, lleve barato señoraaa”. Moreno también es un lugar de paso. Desde allí se puede combinar con infinidad de barrios y ciudades: Marcos Paz, Ferrari, Arco Iris, Luján, San Miguel. La lista es interminable.

A unos 30 minutos del centro comercial, la huerta demostrativa del barrio Cuartel V pinta otro paisaje. La línea de colectivo 503 hace saltar las piedras rodantes de la Ruta 25. El asfalto se convierte en tierra y barro con agua estancada de las lluvias. En las grandes ciudades, los edificios tapan la salida y puesta del sol. Los árboles son como actores extras. Si ahí todo es gris y negro, aquí todo es al revés. No es campo, pero casi todo es verde y marrón y el sol toma las riendas de punta a punta.

Varios hombres y mujeres se mueven entre las hortalizas, pero hay uno que se destaca. Es robusto, lleva el pelo por los hombros y mueve las manos constantemente como dando indicaciones. Es Maximiliano, técnico agrónomo del INTA. Junto al programa Pro Huerta, de alcance nacional, recorre las huertas de los partidos de Merlo, Moreno y General Rodríguez, capacitando, distribuyendo y expandiendo el conocimiento que aprendió en el camino. Casi todos los huerteros presentes lo rodean. Parece una estrella de rock. Su voz es grave y profunda. El eco rebota entre los alambrados del llano. Maxi lleva consigo su mejor arma.

— ¡Llegaron las semillas!— grita una cuarentona con voz de “Vino Papá Noel”.

En sus comienzos, allá por los años 90, el lema del INTA era “El hambre es más urgente”. Casi 20 años después, el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria sigue metiéndose en los barrios más vulnerables. La consigna sigue siendo la misma. La huerta familiar agroecológica es el blanco de sus dardos.  La demanda real es alta. Son tiempos difíciles. Pero en Cuartel V nunca dejaron de serlo. La marginación y el fantasma del analfabetismo siguen dando sustos en el barrio. Aún hay personas que no saben leer ni escribir o que no recuerdan su teléfono o el DNI. Mientras busca su libreta de anotaciones, Maxi da fe de eso. 

La huerta ideal. Ese norte que encandila las ilusiones del pequeño agricultor. Ese objetivo que está plasmado en los manuales del INTA, puede convertirse en una posibilidad concreta.

—Una familia tipo necesita como mínimo un espacio de tierra de 10 metros cuadrados, respetando la rotación de los cultivos y escalonamiento de las siembras para tener verduras todo el año. A eso sumale árboles frutales y gallinas ponedoras.

En la libreta, Maxi también lleva los registros. Las huertas logradas en Moreno son 4500 aproximadamente. En Merlo unas 3 mil. Las estadísticas públicas del programa, muestran que en la primavera de 2011 se registraron más de 78 mil huertas familiares en todo Buenos Aires. También están las escolares, las comunitarias y las demostrativas. Son las pequeñas selvas que reverdecen en la jungla urbana. El tiempo es circular, como en las cosmovisiones ancestrales. La vuelta a las bases, a prácticas milenarias de agricultura, son las actuales alternativas de subsistencia y alimentación en las ciudades grises de caos y polución.