Experiencia umbanda
por Yamila
Banfi
Cuando
conocí la Umbanda tenía 19 años. Mis amigas y yo estábamos inquietas por saber
acerca de nuestro futuro, y para esa altura habíamos descreído del tarot y las
runas.
-Es
una mãe, pero de la mesa blanca. – Mayra
se refería a su tía, Karina.
La
conocíamos apenas. Pero supimos que todas sus amigas ya habían ido a la casa de
Karina para que les escupa un poco de destino. Nunca habíamos oído hablar de
las “mãe” y los “pãe” más que en la televisión. Que fuera de la “mesa blanca”,
significaba que esta mujer hacía “trabajos” solo para el bien.
La
casa de Karina era muy humilde. Tenía cinco hijos, dos de ellos aún no
caminaban, y vivía además con su mamá. Entramos, por poco tomadas de las manos.
Detrás de nosotras, le pasaron llave a la puerta y la casa quedó en penumbras.
La ventana estaba cerrada. Nos sentamos en una larga mesa de madera que tenía
un montón de sillas de diferente estilo. El humo de unos carbonillos viciaba el
ambiente. Una música de tambores y campanas retumbaba en toda la habitación,
mientras que Karina vestida de blanco se paró frente a nosotras. Y en eso, como
si la música se hubiera metido en su cuerpo, empezó a girar con los ojos
abiertos. La mamá, bah, la abuela de Mayra, se acercó como si fuera a tenerla,
pero solo se quedó a su lado.
Karina
parecía mucho más bella de lo que era; la dulzura había inundado sus rasgos.
Con la mano izquierda levantada como si fuera un espejo, se observaba su palma
y le sonreía. Comenzó a hablar y nosotras a temblar. Estábamos muertas de miedo
porque no era su voz, ni su idioma. No podía estar fingiendo, su portugués era
exquisito. Reparó en cada una de nosotras, que éramos cinco y la rodeábamos
atónitas. Todas terminamos llorando. No estábamos preparadas para escuchar tan
crudas predicciones.
Cuando
se detuvo frente a mí, sin que me dijera nada sollocé. Ninguna de nosotras la
interpelaba, pero ella sabía lo que pensábamos y queríamos saber. Empezó por
decirme que mi novio de ese entonces se iba a ir. Ignacio y su familia se
mudaron a Mar Del Plata al año siguiente.
Lo
que siguió me paralizó. Sin haberle preguntado nada, me soltó un “¿Filhos? Você
terá que consultar um médico terra”.
***
Fue
una tarde de julio que después de algunos mates le conté a los amigos de mi
novio, Fabi y Zulma, que había ido a ver
una bruja con las chicas.
—Tiene
un templo, todo- le dije- un montón de santos-
—¿A
eso lo llamas templo? – Zulma me increpó. – El templo es un lugar sagrado. Yo
tengo templo, TEMPLO!
La
miré confundida y un poco pensé que me mentía. Hacía poco que teníamos trato y
si alguna vez mi novio me mencionó que Zulma era mãe, lo olvidé. Con el paso de
los días, ella respondió a mi curiosidad, y me explicó minuciosamente algunos
detalles de ese culto. Por ejemplo, que la Umbanda es denominada así porque es
la unión de bandas, de distintas creencias que confluyen en una única. Hay tres
líneas: la Umbanda, la Kimbanda y los Orixas.
Quienes
predican la Umbanda son llamados “hijos” de religión. Saludan a la mãe con
rodillas al suelo, entrecruzan sus brazos, y amagan que se besan en ambas
mejillas sin tocarse. Completan el ritual besando la mano de la Mãe en señal de
respeto. Y aunque yo no fuera una hija de religión, cada vez que iba al templo
también saludaba así.
***
—Kiara estaba
muerta. – Laura me cuenta sobre la primera vez que se acercó al templo de la
Mãe Zulma.
—La llevé a la guardia del Malvinas con una apnea y no podían hacer nada. Tenía
seis meses nomás. Me la traje acá. La Mãe incorporó al Pãe Ogún y la levantó.
Cuando escuché el llanto de mi hija supe que me debía a esta casa para toda la
vida.
Con
Laura, estábamos sentadas mientras se iniciaba el ritual de los lunes, cuando
las entidades bajan para trabajar. Los viernes, en cambio, lo hacen a modo de
festejo. Yo siempre estaba expectante de que alguna entidad me dijera algo.
Una
noche, bajó el Tranca Rúa.
—Filha,
você tem um problema-
No
hizo falta saber portugués. No sólo le había entendido, sino que sabía incluso
a qué se estaba refiriendo.
***
A
fines de enero, mataron un chivo. Fabi que ahora era exú Tirirí, lo levantó
sobre sus hombros y la sangre se derramaba por su torso descubierto. La cabeza
del animal yacía en un fuentón dentro del Cuarto de Santo, donde se aposentan
los Orixas. Los animales se inmolan, es decir, se matan para comer. El hijo más
chico de Zulma ya tenía prendido el fuego. Después de que lo cuerearon lo
pusieron en la parrilla. Todo se estaba preparando para la fiesta de Iemanjá,
que se iba a celebrar el 2 de febrero y esa sería la ofrenda principal. Después
de ese viernes, salíamos para San Clemente a llevar la balsa de la Mãe del
agua.
En
la Kimbanda lo que sobra es comida. Le dicen “axé”, que es como 'gracia y
prosperidad para todos los que coman'. Se prepara una mesa larguísima con los
animales que se inmolaron, con tortas (de frutillas en su mayoría), y bebidas
alcohólicas por doquier. No faltan
tampoco los cigarrillos y los habanos, ya que se fuma toda la noche.
Casi
todas las entidades son muy festivas menos los caboclos, aquellos indios que no
están “adiestrados”, y si encuentran la puerta abierta pueden irse corriendo.
Los pretos velhos, por su parte, son entidades viejísimas y sabias que llegan a
tierra encorvados. Usan bastón. Además, están los bahianos, que murieron
borrachos para no sentir el dolor que les causaba el sometimiento, razón por la
cual llegan a los tumbos y siguen tomando durante todo el ritual.
Por
otro lado, pueden llegar Orixas, divinidades originarias de África. Cada
persona es hijo de un Orixa de cabeza que lo caracteriza y protege, y a quien
le debe rendir culto y hacer ofrendas. Supe a través de la tirada de buzios que
era hija de Oxalá, que representa el equilibrio positivo del Universo. Se
sincretiza con el Sagrado Corazón de Jesús.
Ahora
bien, en la línea de Kimbanda todo era diferente. Las entidades (exú y
pombagira) suelen ser muy oscuras, los puntos agresivos. Cuando bajaban
–gritando- daba miedo. Uno de ellos, el
Tranca Rúa Das Almas, se acercó hasta donde estábamos sentados y se apagó un
cigarrillo en la lengua, sin siquiera lamentarse. Las pombagiras se escondían
debajo de grandes capelinas que le cubrían los ojos, porque odiaban la luz.
Bailaban y cantaban hasta desincorporar.
Durante
la fiesta de Iemanjá, el Orixa de Zulma me advirtió que tendría que hacer un
trabajo para poder tener hijos.
A su vez Jorgelina, la hija más grande de Zulma, con la mãe Oxún en su cuerpo,
me dijo que los dolores menstruales que sufría cada mes eran por el mismo
motivo que no podía concebir. No era que quisiera procrear en ese entonces, ni
mucho menos, solo que así se fueron dando las cosas.
***
Llegamos
a San Clemente un día nublado. Preparamos una madera con una especie de mástil
en el medio. Allí estaba amarrada una imagen de Iemanjá, la virgen del agua. A
su alrededor, flores de todo tipo inundaban la balsa que se posaba a la orilla
del mar.
Estaba tan nerviosa que el viento de la costa me hacía
temblar.
Zulma dijo unas palabras que no entendí y largó la embarcación. Allá en el
horizonte otras barquitas se avistaban hacia el atardecer.
Habiendo
incorporado a la Mãe, la mujer de pelo largo y colorado me empujó a mí hacia la
espuma y derramó sobre mi cuerpo una botella antigua llena de miel, al mismo
tiempo que cantaba. No entendía lo que decía, para ese entonces mi portugués
había progresado mucho pero cuando bajaba un Orixa la lengua yorube
predominante se hacía incomprensible. La canción era tan emocionante que mis
lágrimas habían cubierto entero mi rostro. El dolor abdominal fue insoportable.
Empezó en la boca del estómago y cuando llegó a los ovarios sentía que se me
incendiaba el cuerpo. No podía detenerlo. La Mãe no dejaba de cantar, yo no
dejaba de llorar, y esa transformación que estaba sufriendo mi cuerpo me
desgarraba.
Cuando
me desperté estaba tendida en la cama de un hotel. No sé cuánto tiempo estuve
desmayada. No sé si fue efectivo el trabajo. Solo sentía la necesidad
insoportable de llorar. Como si fuera una sirena mis piernas estaban envueltas
en una frazada. Solo de la cintura para abajo, inamovibles. La parte superior,
en cambio, estaba pegajosa producto de la miel esparcida en mi cuerpo. Solo una
remera arremangada me tapaba los pechos. Sobre mi abdomen había algo
sanguinoliento. Y lo recordé: me desmayé cuando la Mãe mató a una gallina y
sobre mi panza colocó los ovarios del animal y parte de su sangre.
***
Frío
y demasiado chico, en el consultorio había dos sillas. Entre la doctora Gómez y
yo se interponía un escritorio que apenas tenía una computadora y un recetario.
Era la segunda vez que la veía. Tenía la bata blanca desprendida, el pelo
atado, y la nariz tan roja como quien sufre de una alergia fulminante a inicios
de septiembre. Me acerqué a saludarla y se alejó “para no contagiarme”. Tomó
mis estudios con distancia. Interpretó el resultado de los análisis y tomó nota
en la PC. Con una mano sostenía el mouse y una carilina usada.
No
me hablaba.
Hasta
que por fin observó la ecografía.
—Tenes
el útero bi-corne, ¿sabías?-. Le fijé la vista, pero no respondí. —Es una
malformación congénita, si querés tener hijos vas a necesitar tratamiento.
Así, sin más, me disparó la versión científica que comprobaba todo lo
que hasta entonces había sido creer o reventar.