Más allá de la muerte

por Natalia Coronel

“Lo que se pretendía era el exterminio de las ideas, pero para terminar con las ideas, debían terminar con las personas, pero algo no midieron, y es que las ideas no se matan”. Esta es una frase que Ingrid Von Schmeling, hija de Hermann y hermana de Sonia, llevó siempre presente en su memoria.


Era octubre de 1976, el calor se asomaba y las esperanzas de ayudar a la gente del barrio mediante el establecimiento de una sala de salud estaban intactas. Un barrio alejado del centro de Ituzaingó, había comenzado a poblarse de manera gradual en esos últimos años. El respeto, el amor y la humildad son desde entonces, las tres características que mejor definen a “Villa Udaondo”.

En sus inicios, el barrio Udaondo carecía de recursos. Las calles no tenían luz, no había veredas ni cloacas, y a partir de estas necesidades, los nombres de Hermann Von Schmeling, Sonia Von Schmeling y Marcelo Mogli, comenzaron a resonar a cada momento, a toda hora, por toda la comunidad ya que comenzaron a trabajar en este proyecto. Pero los días pasaron y lo que se pensó que iba a abrir un camino de mejora y alegría para los vecinos, terminó por oscurecer todo para sus familiares.

En 1974, Hermann consiguió un terreno que fue donado por su dueño para comenzar la obra, y como todo laburante barrial, levantó con sus propias manos los cimientos de la sala. Tanto su hija Sonia como su amigo Marcelo, que eran estudiantes secundarios del Instituto Lourdes de Ituzaingó, acompañaron a Hermann  los fines de semana para ayudarlo y apoyarlo en todo lo necesario. 

Sonia y Marcelo “Chelo” Mogli, compartían juntos las tardes con canciones y paseos, pero hubo algo que los unió cada vez más: el amor por el barrio, la lucha por las injusticias sociales y los ideales que ambos llevaban como bandera a todas partes.  Así fue cómo se convirtieron en referentes de la UES, Unión de Estudiantes Secundarios, y  de la Juventud Peronista (JP). Ambos, llenos de ilusiones y fuerzas, tenían el pensamiento más auténtico y menos egoísta, porque pensaban en el bienestar de todos, sobre todo de los más pobres, y en un país a futuro.

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La puesta en marcha de la sala fue todo un éxito. Los fines de semana tanto los vecinos como Hermann, realizaron la limpieza del terreno y levantaron los cimientos. Los días de sol y calor acompañaron esas tardes inolvidables para Ingrid. Este lugar se convirtió en un sitio de encuentro donde todos trabajaban por un bien común, y por este motivo se hicieron rifas, peñas y distintas comidas, para recaudar fondos y continuar con el proyecto.

Así pasó el tiempo, hasta que dos años más tarde, en octubre, el panorama se oscureció por completo. Hermann vivía con su mujer Elena y sus cuatro hijos: Sonia, Marcelo, Ingrid y Hermann, cuando una noche golpearon a la puerta. Los golpes se escucharon cada vez más fuertes, tanto que despertaron a los chicos.

Personas robustas uniformadas, se presentaron con boinas, insignias y portando armas de fuego. La frialdad y crueldad que los caracterizaba se veía en sus caras. Hermann fue tomado bruscamente por los militares a quienes no les importó que su hijo Marcelo de 13 años estuviera presente en ese momento. En la cocina de su casa, agarraron una bolsa, y con ella le obstaculizaron la visión colocándola en su cabeza. Padre e hijo fueron golpeados en todas partes del cuerpo sin ningún tipo de compasión.

El episodio duró alrededor de una hora, que fue interminable. A Hermann no le quedó otra opción que acatar las órdenes y fue llevado por los militares. Éste fue el comienzo de una etapa dolorosa para el barrio y para la familia Von Schmeling.

Para Ingrid, los días se hicieron de gran incertidumbre al no tener noticias de su papá. Tanto sus hermanos como su mamá, denunciaron la desaparición de Hermann con la esperanza de que lo encontraran y pudiera volver a su hogar. Luego de doce días, alrededor de las diez de la noche, un llamado a la puerta sorprendió a la familia. Un golpe típico en la puerta imposible de olvidar.

— ¿Quién es? , preguntó Elena.

La casa quedó en silencio por unos instantes. El miedo a que aparecieran nuevamente los uniformados los dejó paralizados.

— Soy papá.

En ese momento Elena abrió la puerta. Ella y sus hijos se lanzaron a abrazarlo y besarlo con tanta alegría que se quedaron sin aliento. Elena entre gritos y sollozos reflejó la felicidad que sentía de ver a su marido de nuevo en casa.

Hermann estaba irreconocible. Pesaba 15 kilos menos y estaba lastimado. Hablaba en voz baja, casi murmurando. Aquel hombre pulcro, de saco y corbata que trabajaba en una oficina, tenía puesta unas bermudas sucias y una camisa toda rota que no era de él. La cara la tenía quemada por la marca de una venda llamada “tabique” que le habían puesto para que no mirara a su alrededor. Tenía marcas en el cuerpo y las manos, quemadura de picana eléctrica, y la barba larga.

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La familia Von Schmeling se asustó por lo ocurrido y con dolor, tomó la decisión de irse del barrio Villa Udaondo, y dejar a los vecinos a quienes consideraban una gran parte de su familia.

Así empezó el año 1977. La familia ya estaba instalada en Olivos, pero Sonia no logró adaptarse a esta nueva vida, a su nuevo colegio, nuevos compañeros. La tristeza la invadió por dentro y con lágrimas en los ojos le confesó a Hermann lo que le pasaba.

— Papá, no quiero estar acá. No quiero ir a este colegio, quiero volver con mis compañeros, al barrio, irme de viaje de egresados con ellos que me conocen desde primer grado.

Su espíritu luchador y su compromiso político por el barrio Udaondo hicieron que no perdiera las ganas de volver a ver a su gente. Con sólo 16 años, logró volver al colegio Lourdes y ver a sus amigos de nuevo.

Los planes de construcción de la sala de primeros auxilios habían quedado frenados por un tiempo, pero para lograr ese objetivo se seguían dando diversas reuniones.

Llegada la primavera, Ingrid estaba internada por un problema estomacal en la clínica Modelo de Morón y luego que recibió el alta, toda su familia la esperó en la entrada del sanatorio. Llegó Sonia con una noticia que dejó a todos sorprendidos y que hizo que un escalofrío ya conocido recorriera el cuerpo de cada uno de ellos.

—Se lo llevaron a Chelo. Lo hicieron igual que con papá.

Marcelo Mogli desapareció el 19 de septiembre. Bastó esa frase de Sonia para que una vez más el terror y el miedo aparecieran en los días de esta familia.

Nueve días más tarde alrededor de las 23:30, en la casa de Olivos se presentaron nuevamente los uniformados, vestidos de civil, con armas largas. La escena se repitió otra vez. Con golpes en la puerta ingresaron a la fuerza.

— ¿Dónde está Sonia?, preguntó uno de los militares.

—En su cama, está durmiendo. – Contestó Hermann

—Andá y despertala. Que se levante que tenemos que hacerle unas preguntas, la tenemos que llevar. En media hora la devolvemos.

En ese instante su papá la despertó. Con nervios, le contó lo que ocurría y quién la estaba buscando. La tranquilidad de Sonia sorprendió a sus padres. No lloró, no se desesperó. La madurez y adultez que tuvo asombró a Ingrid, su hermana menor. Antes de ir al encuentro con los militares, dejó en la mesa de luz sus anillos, cadenitas y reloj, porque pensó que iban a robárselos.

Elena, embarazada de ocho meses, imploró y se arrodilló para pedir que por favor no la llevaran. Pero fue en vano. Hermann pidió ir con Sonia, para acompañarla. Pero nada funcionó. Una vez más los militares impusieron sus órdenes.

La familia Von Schmeling comenzó con la búsqueda de Sonia. Elena denunció,  pidió ayuda, pero nadie tuvo una respuesta para darle.

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Luego del nacimiento de Heidi, la más chica de la familia, Elena sintió alegría y dolor al mismo tiempo. Estaba feliz de ver a su hija menor fuerte y sana, pero a la vez tenía la tristeza de saber que le faltaba su hija mayor, ya que no sabía dónde estaba y no salía de su corazón.

Después de veinte días, el 15 de noviembre era el cumpleaños número diez de Ingrid. Su papá la saludó la noche anterior. Al llegar la mañana, Hermann tomó unos mates con su mujer como hacia todos los días. Pero esta vez se fue a trabajar más temprano que de costumbre y Marcelo, su hijo, salió unos minutos antes que él para ir a estudiar en Flores. Al salir Marcelo vió en la esquina de la casa un auto parado con cuatro o cinco hombres adentro lo que le resultó extraño, pero no atinó a volver.

A media mañana sonó el teléfono. Elena atendió y eran del trabajo de Hermann, preguntando por él que no había llegado. En ese momento se dió cuenta que algo había pasado y con desesperación empezó la búsqueda no de uno, ahora ya de dos. Con fuerzas y fé, se hizo cargo de sus hijos, de buscar a los que le faltaban, y comenzó a luchar por encontrarlos.

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Si bien la familia Von Schmeling y Mogli quedaron devastadas por las pérdidas, la esperanza por construir la sala de primeros auxilios para el barrio por lo que lucharon estos tres activistas, fue cada vez mayor.

El sueño quedó trunco por la dictadura militar, una dictadura por la que habían luchado, que no solo robó ilusiones como las de Sonia, Hermann y Marcelo, y sus personas físicas, sino también a muchos ciudadanos que por tener ideales diferentes a lo de estos militares, les costó su vida.

Para 1979, la familia Von Schmeling, aún sin dos de sus integrantes, regresó a Villa Udaondo. Con la llegada de la democracia en 1983, cambió el paradigma.
En 1984, Elena retomó la idea, y el proyecto volvió a resurgir. Los vecinos contentos se sumaron para trabajar y ayudar en la obra, hasta hubo gente que sin haberlos conocido también formó parte. 

Nuevamente los fines de semana se cortaron las calles, se hicieron peñas, bailes, concursos, todo lo necesario para recaudar fondos, y la gente lo aprovechó para festejar.

A finales de 1986 la obra dió sus frutos y para 1987 se inauguró el lugar bajo el nombre “Sala de Primeros Auxilios 17 de Octubre”, en homenaje a los tres activistas peronistas barriales que dieron su vida por defender este proyecto, para cambiar el barrio “Villa Udaondo” y brindarle mejoras y cuidados a la gente que realmente lo necesitaba.  El sueño tardó, costó, pero se cumplió para estas familias.

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El 24 de octubre de 2013, el municipio de Ituzaingó homenajeó a las familias de los desaparecidos a través de un mural, donde estaban los rostros de Hermann, Sonia y “Chelo”, y además se bautizó a un salón de usos múltiples con el nombre de “Elena Greus de Von Schmeling”, una incansable militante del campo popular, fallecida meses atrás.

Elena pudo mantenerse entera cada año que pasaba sin su marido y su hija gracias a la sala. Con este proyecto pudo canalizar toda su angustia, dolor y lo defendió con uñas y dientes porque sintió que era la herencia de sus familiares, y así, se lo transmitió a sus hijos. Cada uno desde su lugar, tanto de docente, encargada de la unidad sanitaria o dirigente político, militan para cambiar las injusticias sociales, y llevan su bandera de Verdad, Memoria y Justicia a todas partes de la ciudad.