Felices los niños

Lejos quedó la investigación de Telenoche que puso a la Fundación del padre Grassi en boca de todos. Sin embargo, allí todavía residen niños que fueron víctimas de la violencia. Historias de huéspedes que recuperan aquello que alguna vez tuvieron y ya no recuerdan: la infancia.

por Carolina Vespasiano

Es inmenso. Miles de metros cuadrados de bosque. Árboles, varios tinglados, senderos. Un Cristo despintado, rodeado de niños, te espera en un mural de la entrada. Ya nada es lo que era.

El edificio aloja un jardín de infantes, escuela, una panadería, capillas, depósitos, comedores, gimnasios y “casitas”. En las casitas duermen los bebés y los “Juanitos o Juanitas” -nenes de 6 a 12 años-, divididos en habitaciones luminosas, pintadas de blanco y de naranja opaco, con camitas de algarrobo, stickers a medio arrancar en las cabeceras, pisos de cerámica gris que reflejan la luz de los ventanales de chapa, mesas y sillitas de pino, manteles de cuerina y algunos vinilos que visten la austeridad de los cuartos con arquetípicos personajes de Disney. Las piezas son amplias, discretas, con una mezcla de olores de elementos de higiene y perfumes de bebé. El color se guarda en el armario. Las prendas, los juguetes y los libros pertenecen a todos por igual. Un singular ensayo comunista donde la identidad es lo primero que se pierde.

Hay bebés de menos de un año rescatados de un basural de zona Oeste, hermanitos golpeados por sus padres, niños abusados y abandonados a su suerte antes de que pudieran tener siquiera noción de su realidad.

Las madres ya no son el sostén de sus vidas. El único vínculo es, ahora, la orden judicial.
Una joven de ojos verdes y sonrisa amplia mece a una criatura con un movimiento suave. La beba se llama Azul y sus expresiones son redentoras. El sueño la vence, se abandona sobre el pecho de su madre nueva. El silencio las rodea.

—Si te encariñás, te cambiamos de sector -dijo la encargada cuando la vio.

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Un breve resumen diría que la Fundación Felices los Niños nació en 1991 en un predio de 65 hectáreas de William Morris por obra del Padre Grassi, un sacerdote mediático con alcance político que construyó, sobre la base de incalculables donaciones millonarias, una serie de complejos para el cuidado, contención y promoción de los desprotegidos; que la obra creció exponencialmente durante los noventa, que el sacerdote recibió fondos de la Nación, de Amalita Fortabat y de Bernardo Neustadt; que el cura abusó de varios menores y eso se supo por el programa Telenoche Investiga; que humilló a las víctimas exponiendo su nombre y apellido en los medios; que la fundación recibía alimentos vencidos, que el predio fue desmantelado con niños adentro; que el cura fue apresado recién en 2012; que seguía recibiendo dinero y lo derivaba al penal 41 de Campaña; que la fundación fue intervenida; que sólo quedan 60 chicos; que ya no se trata de Fundación Felices los Niños, sino de Fundación Felices; que las madres sustitutas siempre vienen y se van. Y que muchas, nunca regresan.

Florencia entró en la fundación en septiembre de 2015 para cubrir los horarios nocturnos del fin de semana. Su rol era el cuidado de bebés: preparar las mamaderas, acostar a los nenes y organizar las mochilas para el jardín. Llegó con un cielo oscuro y una ruta vacía. Hacía frío, el viento rompía las ramas de los árboles. El paisaje inmenso se entrecortaba en los edificios del predio, advertidos por una virgen pétrea e inmóvil al comienzo del camino. Florencia entró corriendo, como lo haría las próximas noches de vigilia, como una metáfora de lo que podía ocurrir en su jornada.

—El primer fin de semana creí que iba a renunciar –recuerda.

Y las noches siguientes, también.

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Florencia es una chica sensible. Tiene 23 años, estudia Psicología y viste siempre colores vivos, estridentes. Es irónica y de emociones visibles. Su padre es veterano de la Guerra de Malvinas y su madre vende ropa en una lencería. Tiene dos hermanos, una sobrina. A los quince colaboró en un hogar de niños en Moreno. Llevaba juguetes, galletitas e inventaba juegos para pasar la tarde. Ese mismo año tomó clases de acrobacia en tela en un club del centro de Ramos, del cual se desprendió más tarde para crear su propio espacio de artes circenses en el club “Claridad” de Ciudadela. Hoy tiene 50 alumnas de entre 5 y 18 años con las que organiza, año tras año, un festival acrobático con coreografías, músicas, trajes de malla y lentejuelas.

El ingreso a la fundación fue una bisagra. Hasta entonces, su trato con niños era algo cotidiano que no despertaba mayores sobresaltos. El contacto con madres y padres de sus alumnas de clase media le daba la pista de cómo eran sus vínculos, las huellas de la crianza. En la fundación, el escenario era distinto y esas pequeñas personitas eran, en muchos casos, tutores prematuros de sus hermanos, responsables de la supervivencia diaria, adultos desconfiados en cuerpos de infantes.

Y fue ahí que Florencia, con sus ojos verdes y su sonrisa amplia, relegó su rol de profe, de estudiante, de amiga, para ser, en turnos de 12 horas, la madre que devuelve la infancia a quienes la perdieron.

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Azul es su favorita y es diferente a las demás. De ojos grandes y movimientos torpes, corretea por las habitaciones y disfruta de la compañía. Tiene casi dos años pero de alguna forma extraña tomó el rol de madre en su salita. Más de una vez sorprendió arrullando a sus compañeros. Una tutora en miniatura.

Ella y su hermana fueron separadas de la madre por su adicción a las drogas. La nena llegó a la fundación y al poco tiempo comenzó a recibir sus visitas. Pero, a contramano del desahuciado pedido de calor materno de sus compañeros, Azul la ignoraba. Semana tras semana, la madre se iba sin respuesta. Azul seguía involucrada en sus fantasías, sus juegos, su rol de mamá inconscientemente asumido en el hogar después de llegar con algunos meses de vida.

— ¡Oriana!-gritó esa mujer, en una de las últimas visitas.

— ¿Mamá?

Azul se dio vuelta, corriendo al regazo de esa señora, hasta ese momento, desconocida. Se quedó prendida a su pecho el resto de esa mañana.

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Es sábado y el impacto de un vidrio roto retumba en las habitaciones. Florencia sale. Uno de los Juanitos de 11 años yace en el piso con sus dos manos aferradas a la cabeza, perturbado:

—La sombra me dijo que rompa el vidrio –grita.

—La sombra ya se fue, Ariel. La sombra ya se fue –contesta Flor, y lo acompaña en el suelo del pasillo frío.

Ariel está medicado, junto a otros dos chicos con padecimientos mentales, insólitamente alojados en la Fundación. Uno de ellos vio la película del muñeco maldito y, desde entonces, se cree Chucky, mientras otro tranquiliza sus ataques de ira cuando se viste de mujer. De tanto en tanto, vidrios rotos, llantos vivos y lágrimas parecen alarmas. Marcas indelebles del pasado que los trajo a este lugar de todos y de nadie a la vez.

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La Fundación Felices los Niños fue intervenida por la Provincia de Buenos Aires a comienzos de 2014. Hasta entonces, el espacio era el desamparo después del desamparo. Containers repletos de basura, tinglados que brotaban de óxido y chatarra, un vivero muerto, paredes quebradas, mugre en el suelo y en el aire, carne y lácteos en avanzada descomposición.

Hace dos años que Juan Manuel Casolati ocupa el cargo de Director de Hogares de la Fundación Felices. Hubo algunos cambios. Cambió la comida podrida por fideos, milanesas, arroz y pollo fresco, quitó la maleza que se tragaba los edificios y sacó la basura que lo invadía todo.

Ahora, la fundación alberga 60 chicos y recibe a 3000 que concurren a las escuelas y al polideportivo. El vivero escupe brotes nuevos y hay una granja, talleres, comedores habitables. Hay un play room de superficies blandas, sillones infantiles, una tele y un pato de peluche. Los chicos se turnan para lavar los platos una vez por semana, asisten al jardín y a la primaria, tienen clases circenses, fútbol, acrobacia en tela, hockey y una cocinera que, cada tanto, los deja meterse en la cocina para hacer pastelería. El personal es nuevo y rotativo, pero escaso para la cantidad de chicos a los que hay que atender. Hay “Sibarita” todos los sábados y tarta de zapallito, una vez cada dos meses, porque les gusta demasiado y se agota rápido.

La actualidad no llega a ser la prédica de la felicidad, pero se aleja bastante de los años post Grassi.

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Otro sábado y un llanto ahogado llama en la habitación de los nenes. Es Brandon, un bebé de dos años que llegó hace poco tiempo con su hermano, de cinco. Sus lágrimas brotan con un gemido entrecortado, fuerte. Florencia lo mece y lo apoya delicadamente sobre su cuna de madera. Brandon estira sus brazos y aferra cada mano a los barrotes de la cabecera, colgado. Inmóvil. Florencia se paraliza.

—Atiné a sacarle los deditos del barrote pero a los pocos minutos se agarró de los de costado. Sentí mucha angustia por él y me enteré, después, que su madre, prostituta, lo dejaba atado en la cama cuando salía a trabajar.

Después de un año, Florencia reconoce las marcas, pero su esperanza tímida de sanarlas se extingue cada lunes por la mañana, cuando vuelve a su casa de Ramos Mejía, y en cada amenaza de reubicación en otro sector.

—En las caritas de los chicos veo todo. Siempre surge el enojo, pero en su mirada se percibo el dolor, la angustia, la falta de amor y el pedido a gritos de estar con su mamá. Me pasó con un nene que una noche estaba muy enojado y no quería dormir, gritaba y despertaba a los que ya estaban durmiendo. Lo saqué de la habitación y seguía con gritos y golpes. Hasta que me corrió un escalofrío por el cuerpo al ver sus ojos. Me arrodillé ante él -corriendo el riesgo que me golpee- y lo abracé.

Es sábado y llueve. Faltan unas horas para que su padre la lleve a la fundación. La joven de ojos verdes y sonrisa amplia se prepara una vez mas para salir a ese predio inmenso de Willian Morris, a las casitas repletas de niños de todas las edades y de historias distintas, a un escenario probablemente repetido y, también, a una oportunidad.

— ¿Alguna vez decidiste renunciar?

—Lo pienso, pero no quiero dejarlos sin otra madre una vez más.