La balsa

por Nahuel Ledesma


Luis se levanta temprano, se afeita, se pone uno de sus impecables trajes, y desayuna sus galletas de arroz con queso light. Desde hace algunos meses empezó una dieta que solo tipos como él podrían llevar tan estrictamente. Después sale para Tribunales porque tiene una reunión a primera hora. Luis es abogado, o mejor dicho trabaja de abogado. Luis en realidad es marino.

Nacido a fines de los ‘50 en Punta Alta, al sur de la provincia de Buenos Aires, una ciudad portuaria elegida por la familia Campi. Su padre se desempeñaba como marino mercante, profesión que compartiría su hermano mayor unos años más tarde. Luis entraba en la adolescencia cuando ese trabajo se cobró la vida de su hermano trágicamente.

Al llegar a la mayoría de edad, lo único que Luis quería era convertirse en marino. Se anotó en el único lugar para hacer esa carrera: la Escuela Nacional de Naútica, en donde solo 30 aspirantes de 1500 entran cada año. Luego de tres intentos y muchos pedidos de su madre para que desista, no tuvo más remedio que abandonar sus planes y cambiar la navegación por el Derecho.

— Una vocación de puta madre… terminé siendo abogado porque no pude ser marino mercante...

Pasaron los años y se recibió, se enamoró, tuvo hijos, trabajó mucho y todo era bastante normal, pero la necesidad de concretar su romance con el mar lo llevó a comprar un velero. El primero fue el Haere Mai y un tiempo después el Despacito. Mientras tanto, fue realizando todos los cursos de náutica que existían. La navegación deportiva le permitía cumplir ese deseo pero todavía faltaba algo.

***

"Estoy muy solo y triste acá
en este mundo abandonado.
Tengo una idea, es la de irme
al lugar que yo más quiera.
Me falta algo para ir
pues caminando yo no puedo,
construiré una balsa y me iré a naufragar."

Era 2001 y el país explotaba. Para él no quedaba otra, era “volverse loco con lo que estaba pasando” o “hacer como en La Balsa”, una canción que marcó a su generación y que le daba una respuesta casi literal a su crisis. Los fines de semana realizaba el curso de Piloto de Yate de la Prefectura -su boleto para acceder a la máxima jerarquía de navegantes y el último escalón que le faltaba- y en la semana practicaba nudos y ataba cabos con una soguita en el escritorio de su oficina.

El curso era, además, un lugar propicio para conocer gente que compartiera el amor por el mar, gente con ganas de subirse “a cualquier cosa que flote”, algunos quizá con las mismas ganas de enfrentarse a nuevos desafíos. Por eso, cuando asistía a las clases se sentía como pez en el agua.

Cuando conoció a Osvaldo Mauro, se cayeron bien al instante. Era una de esas amistades asimétricas, Luis con sus casi dos metros le llevaba un par de cabezas de altura. Él, siempre impulsivo, instintivo y arriesgado. Osvaldo, observador, estratega e inmutable. Asimétricos pero complementarios. Distintos pero con una misma idea, enfrentarse a un desafío que sea digno de ellos.

Después de varias salidas al río, las charlas empezaron a hacerse un poco más profundas y la palabra “Antártida” comenzó a mencionarse cada vez más seguido. Era el Everest de los navegantes, un reto lo suficientemente grande para ambos  y un proyecto que los uniría por los próximos lustros de sus vidas y miles de horas de trabajo y planificación: iban a construir y tripular el próximo velero argentino que llegue al continente blanco.

El constructor que habían elegido era un “fantasma”: nadie lo conocía realmente pero todos en la comunidad náutica habían escuchado sobre él. Luego de varias búsquedas infructuosas, este excéntrico y solitario armador artesanal de barcos catalán, el “gallego” Jesús Vinacua, apareció y al poco tiempo ya estaba trabajando en el proyecto.

El gallego cuenta con increíbles conocimientos de mecánica, es un experto en comunicaciones, fue paracaidista del ejército español, lee más de cien libros por año, no tiene documentos y vive en un lugar que es prácticamente un basural, una pequeña casilla que hace las veces de hogar, taller y astillero naval. Eso es todo lo que llegaron a saber de él luego de varios años.

Casi una década más tarde, la embarcación que se había armado pieza por pieza estaba terminada. Once metros de eslora, casco de acero, aislada para evitar el congelamiento y mucho dinero invertido en sistemas de navegación, potabilización de agua y comunicaciones. Solo faltaba botarla y bautizarla.

El nombre elegido fue “Antarktikos”, tomado del libro de Hernán Álvarez Forn, el primer argentino en realizar la travesía a la Antártida en velero a mediados de los ochenta, quién a su vez fue la inspiración para Luis y Osvaldo. Solo otro grupo de valientes logró la travesía en  los ‘90 y existían muchas razones para la falta de aventureros. La misión era más que arriesgada, lo que podía fallar era todo y no debían cometerse errores.

Las aguas constantemente embravecidas del temido pasaje de Drake, con olas gigantes y vientos de más de 140 kilómetros por hora, bloques de hielo, y temperaturas de 10 grados bajo cero en verano, además de miles de otras dificultades o desperfectos a las que un velero puede llegar a enfrentarse en circunstancias “normales”, hacían que el proyecto fuera tomado con la mayor seriedad y profesionalismo desde el principio.

Si bien el Antarktikos era seguro ante los fenómenos de la naturaleza, los capitanes decidieron utilizar un amuleto para concederle un blindaje “extra” ante sucesos que están fuera del alcance de los hombres. El ojo de Horus pintado en su proa como protección proviene de una costumbre que tenían los egipcios hace 5000 años para que sus barcos lleguen a buen puerto.

El resto de lo necesario había sido resuelto durante esos años. Luis se había convertido en un experto en cartas de navegación y un estudioso de todos los secretos de las aguas australes. La tripulación ya había sido reclutada, los equipos calibrados, las familias avisadas, tranquilizadas y mentalizadas, y la fecha para comenzar la proeza, definida.

***

Son las 10 de la noche y los chicos ya se acostaron. Luis baja del departamento, como casi todos los viernes, se sienta en la misma mesita de la vereda del mismo bar de la misma esquina de siempre, pide su whisky y enciende un habano para relajar la mente. Algunos hábitos no cambian nunca.

En esa misma esquina, se lo pudo ver esa noche calurosa de diciembre de 2011. Había llegado a Buenos Aires por la mañana, en un vuelo junto con el resto de la tripulación. Luego de navegar alrededor de 3200 kilómetros hasta Ushuaia y completar la primera etapa de la misión, dejaron el barco y volvieron a Buenos Aires para pasar las fiestas con su familia.

Esa noche fue clave. Se había reencontrado después de un mes fuera de casa con sus mellizos de 6 meses, y su gran plan empezó a hacer agua. Separarse de sus chiquitos por tanto tiempo suponía un sacrificio que ahora no estaba dispuesto a hacer. Estaba mentalizado para soportar el clima helado, o que escaseen las provisiones pero no para eso. En esa esquina tomó la decisión, agarró el teléfono y se la comunicó inmediatamente a Osvaldo, el único capitán del barco a partir de ahora.

Fueron días decisivos, las temperaturas “cálidas” del verano antártico que permiten realizar la navegación por esas aguas sólo duran unos meses. Con la ausencia de la persona que más conocía sobre el itinerario y las cartas de navegación, la expedición quedó en jaque. Sin embargo, todos colaboraron para rearmar la tripulación y conseguir los recursos humanos necesarios: un navegador y un mecánico.

Fabián Linkowski y Oscar Lema, fueron los nuevos encargados de ocupar esas funciones, y viajaron rápidamente a Ushuaia para ponerse a disposición del Antarktikos, mientras Osvaldo y Luis se ocupaban de hablar con algunos medios de prensa que se enteraron de la expedición que estaba a punto de comenzar.

El Antarktikos partió el 9 de enero del puerto de Ushuaia, con el resto de la tripulación prevista, Ricardo Rüst y Claudio Jurigacek. Tomó rumbo hacia la Antártida, adonde llegaría el 23 de enero de 2012, haciendo contacto con las bases argentinas Decepción, Almirante Brown y Primavera.

La meta imposible había sido alcanzada por el resto del equipo. Luis siguió todos los movimientos del Antarktikos desde Buenos Aires, junto a sus mellis. El sentimiento era de felicidad y también de ansiedad. Sabía que habría una nueva oportunidad de terminar su viaje en algún momento, pronto.

Por cuestiones de agenda, la vuelta de la expedición no apareció en casi ningún medio. El derrumbe de un edificio en Congreso en enero y el accidente conocido como la “Tragedia de Once”, ocurrido justo el día de su regreso, hicieron que no quede suficiente espacio en los noticieros para contar la proeza de los navegantes.

Un año después, ya con Luis de co-capitán,  la nave de acero volvió a llegar al continente antártico y luego continuaron hacia nuevos destinos. Su familia sabe que a medida que se acerca cada verano se intensificarán los preparativos, y que en enero Luis nuevamente estará navegando las aguas del sur hacia la Isla de los Estados, el Cabo de Hornos, o cualquier destino que represente un buen desafío.

En los peores momentos, cuando las olas parecen cerros y la tormenta sopla fuerte, superan el miedo con un poco de humor. Cuando el barco navega casi de costado y parece que el mar se los va a tragar, un capitán bromea con el otro:

— Me das la manito?

***

Su preocupación principal son las reparaciones. El último verano fue un poco accidentado y el barco lo sufrió. Hoy lo tiene bastante cerca, en San Fernando, a sólo unos cuantos kilómetros, bastante lejos del puerto sureño en el que suele descansar en esta época del año. Los “services” y las inspecciones son exhaustivos y minuciosos.

El Antarktikos lleva grabado en sus costados cada trayecto realizado. Impone respeto. La hazaña de estos marinos y su barco es conocida en el ambiente. Son respetados y admirados. Algunos marineros de otros barcos lo ayudan con algunas tareas y de paso aprovechan para conocer la nave. Luis es feliz en su barco. Sabe que seguirá navegando, no importa si el rumbo. Hacia el sur o hacia el norte, sabe que su romance con el mar es para siempre.