La sopa que une

por Rocío Méndez



El famoso triangulito de Ramos Mejía es el lugar de encuentro. El mismo que es lugar de paso para millones de personas que van a trabajar, a estudiar o simplemente a pasear. Sin nada que los identifique, más que alguna que otra mochila bien cargada o una bolsa en las manos, los voluntarios de la Fundación Sí o “los chicos de la sopa” como son conocidos por la gente, se dan cita allí una vez por semana. Los reúne un solo objetivo: enfrentar la realidad que está ahí nomás, en cada uno de los rincones de la zona oeste, en donde muchas personas duermen en la calle cada noche a falta de un techo propio.

La Fundación Sí nació en mayo de 2012. Surgió como idea de su director general, Manuel Lozano, quien durante siete años fue voluntario de la Red Solidaria. Dentro de los distintos programas que tiene, se encuentran “las recorridas nocturnas”. Allí, los voluntarios no sólo ofrecen una sopa caliente para amortiguar un poco el frío, sino que también brindan a los que más lo necesitan una palabra de apoyo, un oído que los escuche y algún que otro abrazo que los contenga. En sus inicios las recorridas se hacían sólo una vez por semana, en los meses de más frío y con muy poca cantidad de voluntarios. Para ese entonces, Manu pensaba que era poco. Entonces tuvo que decidir si la ayuda se daba todos los días o no se daba más. Así fue como las salidas comenzaron a hacerse los 365 días del año, con frío o con calor.

Las recorridas se organizan por zonas y por cada día hay un coordinador. Son coordinadores aquellos chicos que desde hace varios años son voluntarios de la Fundación. Su tarea consiste en organizar las visitas, decidir quiénes van para qué zona, mantener al tanto a todos de las distintas novedades y ser el nexo con la sede central que se encuentra en el barrio de Palermo. Se espera que todos los voluntarios conozcan a todas las personas que se encuentran en situación de calle, es por eso que se rotan las zonas cada semana. Ninguna recorrida se parece a la anterior, como tampoco ninguna de las historias se parecen entre ellas. Son tan particulares como lo son sus protagonistas. Aunque todos tienen algo en común: todos ellos esperan el encuentro semanal no sólo para tomar algo caliente, sino que esperan ese momento para sentir que todavía a alguien les importan.

  ***

Son las ocho de la noche de un martes de pleno invierno, pero aún siendo así, el clima no es motivo de queja. No hace tanto frío, comparado con los días anteriores. La primera que llegó a la cita de cada semana fue Natalia. Mientras espera al resto de sus compañeros, charla con un artesano que intenta venderle a toda costa alguno de los aros que tiene en exposición. De a poco fue llegando el resto del grupo: las dos Claudias, una morocha y la otra de pelo más claro, Cristian, Gustavo y Pablo. Todos muy jóvenes.

De un momento a otro también comenzaron a arrimarse, algunos tímidos y otros con la confianza de todas las semanas, mujeres, niños, adolescentes y viejos ansiosos por tomar algo caliente y comer un pedazo de pan, aunque no fuera del día. La parada de Ramos suele ser la más express. Y esto es así, debido a la gran cantidad de gente que se acerca. No hay posibilidad de entablar una charla profunda con cada uno de ellos. Es más que nada, brindarles algo con que calentarse la panza y que sigan viaje.

Los termos con agua caliente brotan de las mochilas de cada uno de los voluntarios. Casi en forma de coro se escucha en forma incesante “sopa, té o mate cocido” en respuesta a los pedidos que les hacen. Una de las Claudias, la de pelo negro brillante, corto y recogido, tiene en su bolsa de tela roja las pilas de vasos térmicos para poder servir la bebida caliente.  Y además trae pan y facturas para poder repartir. En ese momento, Natalia y Cristian le preguntan a Claudia cómo había logrado que la panadera le diera toda la mercadería que le quedaba al finalizar el día.

— Es una vecina mía que tiene una panadería, y se enteró que yo hacía las 'reco'. Una vez cuando me vio pasar, me llamó y me ofreció si quería ir buscar los días que yo venía para acá, lo que le quedaba. Y así hacemos todos los martes. Nunca fui a pedirle nada. Creo que me hubiese dado mucha vergüenza.

Lo cierto es que lo que a la panadera le sobraba, era lo que en ese momento todos querían. En plena repartija apareció Ismael, un nene de unos diez años, que andaba dando vueltas por ahí, entregando tarjetitas a cambio de algunas monedas para llevar a su casa. Pidió un mate cocido con mucha azúcar, y aceptó cuando uno de los chicos le preguntó si quería alguna factura o pan. Eligió una que no tuviera crema pastelera porque insistió en que no le gustaba y además agarró varios pancitos que dijo que se los iba a llevar a sus hermanitos.

Mientras Ismael guardaba lo que quizás iba a ser la cena de su familia, en otro grupo que se había formado se escuchaba que Natalia, una de las voluntarias, respondía a los reclamos que le hacía Leo, un chico con algunos problemas de retraso mental. Le reprochaba por qué no le había traído el libro que le había pedido la semana pasada. Natalia intentaba convencerlo y le decía que el martes siguiente lo iba a tener, pero Leo no entraba en razón. Quería el libro ya y no dejaba de recriminárselo. En ese momento Nati vio que el grupo se iba concentrando para iniciar la recorrida. Le explicó a Leo que tenía que irse y se fue. Aunque Leo se ofendió.

— ¡Chicos por acá!, gritaba Claudia desde la esquina.

Una vez todos reunidos, explicó que muchas veces como esa, era necesario alejarse para que la gente los dejara ir, sobre todo porque se hacía tarde para arrancar con los otros lugares. Aunque parecía que ahí todo había terminado, allí todo comenzaba. Esa había sido la primera parada de un largo recorrido.

 ***

 La noche era fría y silenciosa. Ese martes, a diferencia del anterior, la calle estaba demasiado tranquila por tratarse de un día laboral. Quizás tanta tranquilidad se debía a que esa noche, la selección de fútbol jugaba su pase a la final de la copa América. A medida que el auto de Gustavo avanzaba por Rivadavia, se sumergía cada vez más en la oscuridad. Liniers lucía desolador. No había gente en las paradas de los colectivos, ni en la estación de tren. No había rastros del hormigueo de gente que suele haber siempre. Al parecer la gran mayoría ya estaba en su casa, frente al televisor, esperando el partido.

Al seguir viaje por las calles, el panorama era el mismo. A unos metros, la General Paz se imponía desde lejos. Nadia, coordinadora del grupo, iba de acompañante de Gustavo, que manejaba sin ningún apuro, mientras Claudia viajaba en el asiento trasero. Mientras Gustavo estacionaba, seguían charlando. Cuando bajaron del auto, el viento zumbaba con mucha fuerza y el ruido de los autos resultaba ensordecedor bajo la autopista. La luz anaranjada que brotaba de los postes, oscurecía más que alumbrar. Los perros merodeaban en busca de alguna sobra. Allí, como parte del paisaje, en la vereda de la colectora se encontraba Don Carlos. Miraba hacia al horizonte, y esperaba algo que quizás nunca llegaría.

Un ensamble de colchones que formaban uno solo, lo albergaban a él y a todos sus cacharros. Recostado, tenía por encima botellas, latas, tuppers, aerosoles y cuanta cosa más uno se pueda imaginar. Algunas pocas frazadas lo resguardaban del frío que hacía esa noche. Detrás suyo una montaña de bolsas azules de la empresa recolectora de residuos Martín & Martín, vaya a saber llenas de qué, le servían de respaldo. Las pintadas en las paredes de los hinchas de Vélez eran lo único que revivía un poco el lugar.

Un gorro al estilo Capitán Piluso cubría su pelo blanco y ondulado. El cuello lo tenía adornado con una bufanda cuadrillé, como si fuera una corbata bien anudada. Una campera  rompevientos azul le daba pelea a la gran masa de aire que andaba dando vueltas por ahí. Sus piernas estaban sumergidas dentro las frazadas y su torso estaba a la intemperie. Frotaba sus manos entre sí, una y otra vez, en un intento de combatir el frío.

Una taza de té con edulcorante fue el puente necesario para conocerlo y escucharlo. Aunque no fue difícil romper el hielo con Don Carlos. Al saludarlo y ofrecerle algo caliente, respondió con una enorme sonrisa que se extendió a sus ojos y los humedeció. Sus arrugas, que formaban senderos interminables a lo largo de su cara, se iluminaron con la intención de no pasar desapercibidas, impacientes por contar cada una de sus historias.

Recordaba cada uno de los viajes que había hecho cuando era joven, como si fuese ayer. Al dar los primeros sorbos de té comenzó a relatar una de las primeras aventuras que había realizado junto a sus amigos de mochilero. Su memoria estaba intacta, fresca y lúcida. Entre sus recuerdos no olvidaba la belleza de una mujer que lo había enamorado. Lo había cautivado de tal manera que no había partido sin decírselo. Le dejó una carta de la que aún hoy espera respuesta.

Aunque por un momento la nostalgia invadió su mirada, todo terminó con un suspiro y una sonrisa de su parte. Y así fue como comenzó a relatar otro viaje. Terminaba con uno y empezaba con otro. Sin parar. No se cansaba, mientras el jarro con té que tenía entre las manos se enfriaba. Era evidente que con los relatos de sus aventuras Don Carlos detenía el tiempo. Era joven por siempre y no existía el presente.

— Bueno. ¿Mucha lata por hoy, no?

Fue en ese instante que se dio cuenta que había hablado tanto que casi no hubo interrupciones por parte de Claudia, ni de Gustavo. Antes del relato de sus viajes, Claudia sólo había podido preguntarle cómo estaba y si los vecinos de la zona lo ayudaban con alguna cosa. Don Carlos le había respondido que de vez en cuando aparecía algún alma solidaria que le acercaba un poco de agua caliente.

Ya de regreso en el auto de Gustavo, al preguntar a los chicos sobre la vida de Don Carlos, todos coincidieron en que se sabía poco, debido a que nunca quiso contar mucho sobre su historia. Nadia era la que sabía un poco más de él. Allí contó que Don Carlos residía en la calle por decisión propia. Se aisló de su familia completamente, luego de separarse de su mujer. No quiso seguir viendo a su hijo. Tampoco a ninguno de sus amigos. No quiso ver más a nadie. Eso era lo que él había elegido, luego de abandonar cinco carreras universitarias, por no considerarse dentro del sistema. En sus propias palabras él es un "inadaptado social" y esa es su forma de vivir, sin documentos y sin figurar en ningún papel.
Pero un rumor que anda dando vueltas por ahí dice que en algún momento su hijo, hoy en día un hombre de casi 40 años, se hizo pasar por voluntario para poder acercarse. Como su padre no tuvo ningún gesto hacia él, no insistió más. Al parecer, la sonrisa de Don Carlos y la calidez de sus palabras esconden una historia que nadie conoce bien. Una historia de libertades, de viajes, de aventuras, pero también de dolor y sufrimiento.

***

En el mismo lugar donde cada martes se encuentran, allí es donde también se despiden. El triangulito es escenario de alegrías y de tristezas no sólo de aquellos que necesitan ser atendidos, sino también de todos los voluntarios que semana a semana alimentan la esperanza de vivir en mundo más justo.

Al bajar del auto Nadia, Gustavo y Claudia se despiden. No sólo se dan un beso amistoso, sino que se abrazan fuerte. La sangre no los une pero los hermana un proyecto en común, una misma visión de la vida. Ellos eligen cada semana dar algo que hoy en día en una sociedad gobernada por lo volátil, por lo instantáneo y por lo efímero, tiene un valor incalculable: dar su tiempo. Eligen dejar de lado una noche con su familia o con sus amigos para destinarlo a aquellos que son parte de la indiferencia, no sólo de los que gobiernan sino también de los que caminan por la calle y se cruzan de vereda. Son ellos los que entienden que siempre hay tiempo para ayudar, como también entienden que la única forma de cambiar las cosas es involucrarse y ser parte.