El pibe de la enfermedad rara

“La enfermedad es la injusticia en estado puro”, Ricardo Piglia.


Esta es una historia rara. De un muchacho con enfermedad que afecta a 1 cada 600 mil adultos. Una historia que se pregunta por las heridas. Esas que comienzan en el cuerpo. Pero no se sabe dónde terminan.

por Leandro Alba

Leandro tiene una panza incipiente, pelo hasta los hombros y un aro le cuelga de cada oreja. Cada tanto, algún desprevenido lo confunde con una mujer y suelta un piropo. Ya está curtido. Unos pocos meses lo separan de los 21 años, pero ni siquiera tiene una sombra de barba. Y eso le hincha las pelotas. Eso y los gastes de sus amigos. “Zurdo trucho”, lo habían bautizado.

Está en el segundo año de la carrera de Historia en la UBA. Milita en una de esas agrupaciones trostkistas que se dividieron de otras y que, en unos meses, seguramente volverán a hacerlo. Trabaja en un locutorio y, aunque a veces lamenta no tener la suerte de sus compañeros que pasan largas horas en librerías de Santa Fe o chamullando en la puerta de Filo, lo alegra haber dejado de hacer repartos en bicicleta en la verdulería. Se siente un bicho raro adentro de ese mundo repleto de princesas hippies y chicos bien de Caballito devenidos en activistas de lo que sea.

Era de los del fondo. Porque la universidad es así: están los de atrás y están los tragas; esos que se hacen un lugar delante de todo. Levantan la mano hasta para ir a mear. Participan. Leen. Y no faltan un solo día. Leandro, claramente, era de los del fondo. De los que llegaban a la hora que el laburo los escupía.

− ¿Vamos adelante? − le dijo Natalia, una compañera con la que cursaba desde el CBC.

Con las manos se cubrió los ojos, apretó los párpados y se frotó insistentemente.

− Se me parte la cabeza − rezongó.

− Por eso, ahí vas a ver mejor el pizarrón.

− Ni en pedo.

− Desde que arrancó el cuatrimestre estás así.  Estamos en diciembre ¿Qué vas a hacer?

− Voy a ir al médico. No doy más. Siento una pelota en la cabeza.

***

− Como una pelota, el tamaño es importante. Más de lo que creíamos. ¿Me seguís?

Leandro dibujó un sí con la cabeza. Apretó la lengua contra sus dientes y cerró los labios. Buscó infundir seguridad. Por dentro, estallaba una carcajada cuando recordaba la charla en la facultad. Una pelota.

El tipo de blanco buscó complicidad con la madre. Con un pañuelo húmedo entre las manos, cara de mal dormida y pelo descuidado, Zulma largó las primeras lágrimas. Le siguieron otras gotas más gordas que le recorrieron los lunares y se perdieron en sus prematuras arrugas. En otra situación, Leandro estaría avergonzado. Ahora, los analgésicos, además de sacarle el intenso dolor, le regalaban una sobredosis de paz.

Adolfo parecía estar en otro sitio. Parecía que no estaba en un sanatorio, que no estaba hablando con un neurocirujano, que no hacía dos meses meses que recorrían todos los hospitales de Buenos Aires para encontrar un diagnóstico y que su hijo no tenía un tumor en la cabeza.

A pesar del salvaje febrero, se aferraba a una campera que alguna vez fue azul. A la altura del pecho se podía leer una inscripción que cerraba con “S.A.”. Era lo poco que le quedaba de la empresa que le había regalado su oficio de papelero, la que le permitió mudarse dos o tres veces y que lo dejó subirse a un coche con olor a nuevo. El mismo que debió vender  cuando dejaron de pagarle y tuvo que hacerle frente a la obra social del pibe.

− Una pelota de golf podría servir para ilustrar el estado de…

Blanco. Los dientes, la chaqueta, la luz que encandila, las paredes, el piso, los guantes, las gasas, Blanco. Blanco. Blanco. El lugar olía a blanco. ¿A caso no se sienten así todos los sanatorios? Fueron tantas las semanas que Leandro recorrió lugares como ese en búsqueda de un diagnóstico, que podía cerrar los ojos y describirlo a la perfección.
− ¿Hay que preocuparse, doctor?

Zulma no había dejado de llorar. Sólo hizo una pausa para preguntar. Era muy respetuosa. Llevaba la solemnidad de las telenovelas a cada parte. De su boca nunca se escucharía un ¿qué carajo es? O algo así. Nunca mandaría a la mierda al tipo de blanco por todas esas vueltas. Nunca.

− Por la edad, tenemos que tomar muchas precauciones. A los 21 años el cráneo termina de cerrarse y pueden aparecer algunas patologías que estaban adormecidas.

Del otro lado del mostrador el silencio era ensordecedor.

− No descartamos la posibilidad de un cáncer.

Ahora busca con los ojos a Leandro.

− ¿Comprendes?

Hace tiempo que dejó la habitación. Quedó su cuerpo, sus padres, un tipo de guardapolvo y un tumor como una pelota de golf: blanca.

***

Tenía una culpa enorme. La que aparece cuando uno le pide guita a un amigo que no ve hace años. Eso sintió antes de la operación, cuando la noche lo encontró rezando. Los nervios lo sacudían de la cama. Había dormido unas pocas horas. Lo buscaron en las primeras horas del día. Lo pasaron a otra camilla. El que parecía ser el más entendido se puso atrás de su cabeza. El otro empujaba desde los pies. Lo sacaron del cuarto y lo arrastraron por un estrecho pasillo, tan mal iluminado como frío.  Adolfo le tocó la cabeza con los dedos, imitando una caricia. “Cuidate mitaí”, le susurró su vieja con eco guaraní. Más atrás alcanzó a ver a su hermano con todas esas caras que aparecían siempre en las fotos desde los primeros cumpleaños, los primeros besos. Los del fondo.

***

− Ahí llegó el cumpleañero − bromeó el tipo que estaba al lado del tubo de oxígeno en la sala de operaciones.

Estaba en bolas. Apenas lo cubría un camisón. Le pasaron una tabla por la espalda que le sostenía el brazo izquierdo. Perdió la cuenta de las veces que lo pincharon.

− Relajate − le recomendó el del tubo − y contá desde cien para atrás.

− 100, 99,98.

¿De dónde mierda sale la música, pensó?

− 97,96, 95.

Era clásica. Era un piano. Bach.

− 94, 93, 92.

Casi desnudo, solo, sin saber si iba a abrir los ojos en dos horas, en ocho, o simplemente si los iba a volver a abrir, se dijo que alguna vez iba a tocar el piano. Después de todo esto, iba a tener tiempo de hundir sus dedos en cada nota. De vivir. Sin grises. Blanca. Negra.

− 92, 91, 90.

Blanco, negro, blanco, negro.

− 89…

Blanco. Blanco. Blanco...

***

Se pasó los dedos por la herida como un ciego que busca conocer. Recorrió cada uno de los puntos de su cabeza. Eran muchos. Eran todos. La cicatriz comenzaba en una oreja y terminaba en la otra. Lo divirtió pensar en una alcancía. Sonrió solo frente al espejo. Sintió la cara tensa. El dolor se había ido. Ahora había otros, más chiquitos. Pensó que las heridas empiezan en un punto. Pero ¿dónde terminan?

***

− His-tio-ci-to-sis de cé-lu-las Langheram− repitió el doctor insistiendo como un alumno de primaria antes del examen. Es el diagnóstico final. Un tumor formado por histiocitos.

− ¿Y qué tan malo es eso?— devolvió Leandro.

− Es una Enfermedad Poco Frecuente. Pensá que una enfermedad rara ataca a una cada dos mil personas. Y, la Histiocitosis, afecta a uno de cada 200 mil niños. Y a un adulto cada 600 mil.

− ¿Qué carajo es doctor?- escupió Zulma.

− La Histiocitosis estuvo catalogada como cáncer durante mucho tiempo. Pero es una patología en particular. Lo que sucede es que el sistema inmune comienza a atacarse a sí mismo, porque se desconoce. Entonces, la acumulación de estas células, que son los histiocitos, produce tumores, eccemas, lesiones en las articulaciones, trastornos respiratorios. Y en adultos es todavía más raro. Hay pocos especialistas y trabajan con niños. Vas a tener que atenderte con ellos de aquí en adelante. Es una enfermedad con la que vas a tener que convivir y de la que tenemos mucho por aprender.

Leandro recordó cuando en el jardín llevaba pantalones largos, porque las heridas no le cicatrizaban más. Las alergias desmedidas. El silbido en el pecho al hablar que aparecía en invierno.

− Esto es como un viaje − continuó el médico −. Si vos me preguntas cómo ir a la Costa, yo sé por dónde agarrar. Porque voy seguido. Conozco el estado de la ruta. Los atajos. Los baches. Pero si me invitas a otro destino, al Sur por ejemplo, no sé cómo llegar. Porque no voy nunca. Porque no sé cuáles son los atajos o los baches.
− ¿O sea que soy una ruta hecha mierda?

− Yo diría más bien que tenes que hacer tu camino. Al menos sabemos cuál es el punto de partida. Esa es tu historia.

***

Le costó encontrar el consultorio. “Anda con tiempo, el Hospital Ramos Mejía es un mundo”, le había aconsejado Ana María Rodríguez. Era la presidenta de la Asociación Argentina de Histiocitosis. La había conocido mediante otra paciente que un día llegó al negocio de su madre y le dejó un volante “Estamos haciendo un bingo para conseguir fondos, es para una organización que busca conocer más sobre las enfermedades poco frecuentes”, le dijo. ¿Cuántas son las posibilidades de que suceda algo así? ¿1 en 600 mil? Pero pasó. Como cuando los jugadores de golf meten una pelota de un tiro en quinientos metros. Sucede.

− Hola, vengo por un chequeo.

− Debe haber un error − Y de mala manera, la practicante, con atractivo tono colombiano, le señaló un cartel que decía “Dermatología infantil”.

Ahora vendría la rutina de siempre. Explicar su diagnóstico. Deletrearlo una, dos o más veces. Ver la cara de preocupación de su interlocutor.  Pero esta vez fue más escueto.

− Vengo de parte de María Teresa. Habló con la doctora.

− ¿Vos  venís de parte de la Asociación?  Disculpame. Pasa por alguna de las camillas.

Eligió la del fondo, por supuesto. Las camillas eran perfectas para un niño de seis años. Se sentó en una. Le sobraban manos y piernas a cada lado.

Mientras esperaba a la doctora, que llegaría en unos minutos para decirle que iba a tener que convivir con la piel hecha mierda porque es la primera barrera de su castigado sistema inmunológico, Leandro se dejó llevar por una conversación que se filtraba por la puerta entreabierta de uno de los consultorios.

− ¿Y esa?

− Espera a la doctora.

-¿La de pelo largo? ¿No es una piba? Además, tiene veintipico, no puede estar acá.

− Viene de la asociación

− …

− Es el pibe de la enfermedad rara.