Mochilas violentas


La humildad en los barrios de Morón toca las aulas. También la agresión. Una adolescencia entre la marginalidad y el desapego.



Por Alejandra Leikis Stravato

En las inmediaciones del Hospital Alejandro Posadas, las calles están surcadas por varias escaleras de emergencia. Hay prendas de vestir colgadas en tendederos improvisados con sogas atadas entre las construcciones y se pueden ver los escombros, la basura y los chicos en la calle.

Cada tanto hay un allanamiento. Decenas de policías ingresan armados hasta los dientes y buscan narcos. Hay programas de televisión que se entrometen en los asentamientos informales y muestran una minúscula parte del día a día de la vulnerabilidad. En el Barrio Carlos Gardel, popular y erróneamente conocido como Villa Carlos Gardel, cerca de 1.400 familias viven así. Entre tiros. Y conviven los que se dedican a alimentar ese círculo criminal junto con los que quieren salir de esa situación de fragilidad y peligro.

Mirando el vaso medio lleno, es un barrio organizado. Desde noviembre de 2005 comenzó el proceso de urbanización y las calles circundantes “entraron” al Barrio como una forma de integración material de las personas y de sus viviendas. Por aquella época también se amplió el derecho a seguridad e higiene a través de obras de cloacas y de saneamiento de suelos para mejorar la calidad de vida de los vecinos.

Lucas, como lo vamos a apodar, en el año 2004 aún vivía en uno de los monoblocks del Barrio junto a sus padres y su hermana menor. Jugaba al fútbol y era una promesa. Jugaba mucho y muy bien. Desde Argentinos Juniors, y con el Estadio Armando Maradona recién estrenado, lo habían convocado para jugar. “Mens sana in corpore sano” dice el slogan debajo del cuadro del club, y de acuerdo con esto, el tolueno que encontraron en los pulmones de Lucas, proveniente de las bolsas de poxiran que aspiraba, lo dejó afuera en la instancia del examen médico y la oportunidad de alejarse de su entorno se le escapó entre las manos.

Por otra parte, la familia de Lucas estaba marcada por la violencia. Su papá era golpeador. Cinturones y borracheras eran moneda común en la casa. Además, según se supo en la Justicia, abusó de su propia hija, es decir, la hermanita de Lucas.
Así y todo, él a sus 14 años, se las arreglaba para ir todos los días al colegio, muchas veces con hambre.

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En las escuelas de Argentina hay violencia. Violencia de padres a hijos, de esos chicos a docentes, de padres a docentes, e incluso entre los mismos chicos.

Una mañana común y soleada como cualquier otra jornada escolar, el papá de Lucas estaba furioso. La noche anterior habían discutido y todavía quedaban asuntos pendientes. Contra la voluntad de los porteros, ingresó a la escuela con una actitud de ira que le brotaba en cada pisotón, hasta que llegó al aula de su hijo. El profesor de lengua y literatura estaba compartiendo un poema con sus alumnos, algunos prestaban atención, otros no, como en cualquier aula de un colegio secundario. A algunos les interesa, a otros no tanto.

De un momento a otro, el padre destrozó la puerta de metal y de vidrio de una patada e irrumpió aquel clima tranquilo. Los vidrios salieron volando. Sin dar a lugar ni a un suspiro, entró a los gritos y corrió hasta el banco donde estaba sentado Lucas, lo tomó con violencia de los pelos y lo arrastró por toda el aula. El profesor Mario, que no se llama Mario, intervino. Como docente y como adulto, lo primero que le vino a la mente fue querer defender a su alumno.
El resto de los chicos aún permanecían en shock. Mario se armó de coraje e intentó tomar por los brazos a aquel hombre en llamas, se le tiró encima para que retroceda. Piña va, piña viene, y ahora sí, el aula también era un alboroto.

Aquel hombre de cólera desatada no tenía límites. Todo sucedió en el colegio. En el colegio. Se acercaron los directivos, también otros docentes que estaban en otras aulas. Y después, como en cualquier situación de tan escandaloso calibre, actuó la Comisaría, el padre fue detenido, luego la Fiscalía tomó cartas sobre el asunto y Lucas tuvo que dejar la escuela.

El docente intentó mantenerse al tanto del estado de Lucas, fue a declarar algunas veces ante el Juez, pero después de un tiempo no supo mucho más. Todo era tan delicado que solo atinó a saber que el chico pasó por varios hogares de tránsito, porque su casa ya no era su casa y ahí ya no podía estar. Además, toda su familia estaba intervenida por la Justicia. Desde la institución tampoco estuvieron al tanto de la situación debido a que el joven y su hermana fueron desvinculados inmediatamente de la escuela, con la Justicia de por medio. No fue el único caso de violencia ni el último.

Esa mañana, Mario tenía diez alumnos en el aula. Diez nada más. El número era superior a principio de año, pero ya a mitad de año había chicos con situaciones inmiscuidas con un juzgado o tal vez alguna chica quedaba embarazada y tenía que empezar a trabajar o debía quedarse en su casa.

Yo siempre tenía uno, dos alumnos que eran atropellados, detalló Mario.

La avenida Perdriel es la calle que corre detrás del Hospital Posadas. Allí, algunos adolescentes, también de 14 años o tal vez menos, van a parar autos para robarlos. En el intento, más de un vehículo aumenta peligrosamente la velocidad y los atropella.

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Hace 20 años, allá por el 98’, Mario todavía era estudiante en el profesorado ISFD Nº 45 de Haedo. También trabajaba, pero de un momento a otro, decidió abandonar su empleo por las condiciones de precariedad que padecía y se tiró en picada a un acto público de adjudicación de cargos docentes, y logró tomar unas horas en colegios de La Matanza, en lo que por aquella época se conocía como EGB3, que corresponde a la secundaria básica de ahora.

La realidad de los chicos de trece, catorce años de esos colegios, ubicados entre los kilómetros 35 y 38 de la Ruta Nº3, le cayó como un balde de agua caliente. Había situaciones de abuso, de violencia intrafamiliar, y el tener que limitarse a su labor docente y de un acompañamiento muy parcial o de mera escucha, le daba impotencia. Impotencia por no poder transformar la realidad del día a día de los alumnos de la localidad matancera de Virrey del Pino. Allí, Mario atravesó muchas situaciones de problemas de conducta, de indisciplina, de carencia más que indisciplina. Había pobreza estructural.

Los chicos iban sin zapatillas y se desmayaban de hambre.

Para Mario, ir a ese colegio todos los días era encontrarse con una realidad que él generalizó para con toda la Provincia de Buenos Aires. A pesar de perder esas horas cátedra en esos colegios, se encontró una imagen similar en la escuela de Lucas. El vínculo entre los chicos y el profesor era de afecto y compañía. Nunca hubo faltas de respeto hacia su figura de educador.

Profe, ¿jugamos al fútbol?, decía, muy compinche, un alumno durante el recreo.
Dale, ¡pero en clase leemos!, proponía, el profe con una amplia sonrisa en el rostro.
Si me hace gol lo arreglamos, retrucó el pibe al final.

Y comenzaron un partido improvisado en el patio, que era bastante grande, parecida una cancha de fútbol 5. Los resultados quedaron entre ellos, pero ese ida y vuelta se repitió varias veces. Mario así fue construyendo un lazo simpático y de empatía con sus estudiantes. Una tarea difícil que no todos sus colegas pudieron lograr en ese colegio.

En más de 30 años de antigüedad docente, ese colegio fue el peor en el que estuve- subrayó, serio, un colega actual de Mario. Trabajé ahí entre 1997 y el 2000. Me costaba mucho dialogar con los chicos, eran muy problemáticos la verdad. Algunos llevaban cuchillos en la mochila.

El profesor Gustavo, que también tiene otro nombre, guarda en su memoria algunos hechos traumáticos de ese establecimiento. Una vez hizo un acta sobre un alumno que, tras un reto o algo similar que no recuerda, le dijo con sonrisa maliciosa y en seco:

Cuente los últimos minutos que le quedan

En otra ocasión, luego de un acto patrio, el docente se encontró su auto, un Volkswagen Dodge 1500 de 1978, con el parabrisas lleno de escupitajos. Otro día, notó que alguien le había abierto ese mismo auto y le había vaciado el matafuego que estaba en la parte de atrás y unos lentes de sol aparecieron colgados del espejo retrovisor a propósito. Tuvo miedo de que el auto estuviera en corto, y que explote todo, pero no. Suspiró. Y supo que fueron sus estudiantes porque dejó el auto cerca de la escuela y ellos conocían bien su patente.

¿Y cuándo va a volver?, le preguntó un alumno que lo vio cuando fue a presentar la renuncia. Sin duda había chicos que lo apreciaban. Otros, al irse de esa escuela, incluso se lo cruzaron en otra institución estatal.

Entre tanto, Mario razona desde su experiencia que, aunque nunca lo amenazaron ni nada parecido, sí había varios encontronazos entre los chicos.
Parece muy lejano hoy en día porque vivimos inmersos en Internet, pero por esos años fue el comienzo de las “redes sociales”. El famoso MSN era una zona de conflicto. Las peleas que afloraban afuera del colegio explotaban dentro. Fulano dijo algo de fulana en al chat, que en el ciber pasó esto, lo otro. Y desde la Escuela no se sabía bien cómo actuar porque nunca habían tratado cuestiones así.

Mario hoy es directivo de una escuela privada de Haedo y también de otro privado en Morón. En la gestión estatal trabaja en otros dos colegios de la misma localidad. Continúa dando clases de literatura.

La psicóloga que es la orientadora educacional del Equipo de orientación en uno de los colegios donde Mario trabaja actualmente, opina que las redes sociales transformaron el rol de la escuela y señala que en secundaria, los de primer año, es decir, chicos de 12 ó 13 años, son a los que más les cuesta definir qué cosas se pueden decir o hacer en las redes y qué cosas no, y que el cyberbullying todavía es muy difícil de ver en la escuela porque no hay un contacto entre toda la comunidad educativa en las redes.

Este equipo de orientación, conformado además por una trabajadora Social, una licenciada en Ciencias de la Educación y una psicopedagoga, sirve para intervenir en conflictos que los alumnos puedan traer desde la misma escuela o desde afuera. A veces los docentes cuando ven a un chico aislado llevan el tema a este equipo pero hay otras problemáticas que para la escuela es un desafío descubrir y tratar. Es decir, si un estudiante tiene problemas en su casa, a menos que se abra con alguna autoridad del colegio, no se lo puede ayudar.


Por eso sigue habiendo chicos y situaciones como la de Lucas. Hay familias rotas, relaciones tóxicas, chicos hundidos en adicciones, abandono escolar y violencias aprendidas que se descargan en la Escuela. ¿Cuántos Lucas más tiene que haber hasta que haya un cambio real?