Escuela de Detectives





El detective es asociado al sujeto de gabardina o la ficción pero es una profesión ejercida por personas más comunes de las que imaginamos y su punto de encuentro es un lugar tan oculto como singular de Capital Federal.


Por Lucas Ramírez Giribaldi

El anticuario

La calle Loyola es un imperio de lo cotidiano en el barrio de Palermo. Locales de ropa, algunos
bares de cierta popularidad e incluso una fábrica de pastas componen su paisaje. Observar permite descubrí detalles diminutos. De esos que hablan con más precisión acerca de algo, o alguien. Esta quizás es la clave para comprender qué es lo que sucede dentro de la tienda de antigüedades, ubicada al 465. Un toldo verde evita que el sol llegue hacia la mercadería que desborda el reducido espacio del local. Desde la entrada hacia el escritorio del encargado no hay demasiada distancia, pero para llegar hasta él hay que recorrer un laberinto compuesto por muebles viejos, relojes de antaño y objetos de decoración que se moldearon hace más de 5 décadas. Un hombre se asoma a través de la entrada del lugar y habla a la única persona que se encuentra en el negocio.

— Disculpe, pero hace 15 minutos toco el timbre de acá al lado y nadie me atiende. Vengo por
el curso de detective ¿Sabe si hay alguien? – pregunta el sujeto al dueño del local.

El encargado es un individuo que parece haber llegado casi a sus 60 años. Sus mejillas
prominentes, junto a su nariz afilada, exhiben un tono rojizo. Dos características que contrastan
con la palidez de su piel y el blanco de su cabello canoso.

— ¿Nadie lo atendió todavía? Insista hasta que lo atiendan. Me pareció haber visto a alguien
hace un rato por ahí – afirma el vendedor, mientras cruza los brazos y rasca su barbilla.

Tanto su voz, como su expresión afable transmiten calma, pero en sus ojos parece esconderse
Un agudo inquisidor. Lo mira de pies a cabeza con la sagacidad de un cazador ante su presa.

— Si… puede ser, bueno, voy a seguir intentando. Gracias – indica “Regazzi” asintiendo con la cabeza.

Tras el agradecimiento, el hombre asiente con la cabeza para luego retirarse. Pero antes, vuelve a insistir que toque el timbre, hasta que desde el portero eléctrico se oye que
alguien atiende el llamado.

— ¿Si? Dígame ¿Qué necesita? – pregunta la voz.

— Mi apellido es “Regazzi”, la semana pasada anduve por acá para averiguar por los cursos y
me anoté en uno. Vengo a la primera clase.

Tras unos minutos, la puerta se abre.

Detrás de ese portal colosal, aparece una figura: es el hombre que ya había visto había, tan solo un instante atrás. El dueño de la tienda también es el detective.

— ¿Usted es Miguel? — pregunta “Regazzi” con un tono de voz matizado por la curiosidad y la
sorpresa.

— Así es, un gusto señor. Pase que ya arrancó la clase introductoria, tome asiento — indica
Miguel mientras hace un gesto de bienvenida con la mano.

Historias

“Regazzi” ingresa a una sala de espera, amplia en espacio, con paredes decoradas por
insignias patrias y escudos militares desgastados. A su derecha, una oficina donde hay un
muchacho concentrado frente a una computadora. A su izquierda, la oficina de Miguel. En su
interior, libros, diplomas y reconocimientos pueblan las paredes. Unos pasos más lo
trasladan hasta un sitio en el que los caminos se bifurcan hacia un patio, la cocina, unas
escaleras. En la extrema izquierda, hay una puerta que lo lleva a un aula. Desde el fondo
hacia adelante, el lugar está repleto de personas de todas las profesiones, provienen de todos
los rincones del país y del extranjero. “Regazzi” se sienta cuando Miguel apenas ingresa a la
habitación. Aplaude para llamar la atención. Con todas las miradas posadas sobre él, inicia la
clase.

Les quiero dar la bienvenida al curso de investigación privada. Yo soy Miguel, dirijo la
academia. Como esta es la versión intensiva, vamos a ir un poco más rápido de lo normal. Este curso intensivo consiste en 8 clases a realizarse todos los sábados, de 11 a 17 hs. Antes de seguir, me gustaría que nos presentemos todos.

Mi nombre es “Jorge”, tengo 40 años, trabajo en la parte de recursos humanos de una empresa de seguros y estoy acá porque la empresa me mandó a aprender esto para investigar un poco la vida de la gente que contratamos en puestos importantes — narra el muchacho, vestido con una camisa prolijamente planchada y unos jeans. con las manos apoyada sobre el banco mientras juega con una lapicera entre los dedos.

— Bueno, mi nombre es “Moreno”, soy de Colombia, tengo 32 años y busco a mi hermana con la que no tengo comunicación desde hace 3 años. Estoy aquí para aprender a investigar y encontrarla — detalla el hombre, de piel morena, cabello enrulado y voz animada, con la tonada típica de su país.


— Yo soy “Centi”, tengo 37 años, soy gendarme y hago esto para perfeccionarme en mi trabajo porque formo parte del sector de logística e inteligencia. Un gusto en formar parte de esto — indica un hombre sentado en la fila del medio, con una voz firme. De musculatura marcada y cabello rasurado al ras y mentón sólido que sobresale del rostro.

La presentación se extiende por unos minutos más hasta que todos logran presentarse y entonces fue el turno del profesor para presentarse. A partir de este momento, todas las preguntas se dirigen hacia el profesor.
 
— ¿Cómo empezó con todo esto? ¿Siempre le fue bien? — cuestiona "López", un sujeto de 40
años, regordete y peinado prolijamente, con el mentón entre una de sus manos. Desde el fondo
del salón.

— Arranqué en el 79 en la Fuerza Aérea Argentina, en el área de inteligencia y me fui por
voluntad propia en el 86. Con todo lo que aprendí decidí meterme en esto — narra Miguel,
apoyado en el escritorio.

— ¿Hace tanto tiempo está en esto? Ni me puedo imaginar los casos que habrá visto — reflexiona
"Moreno", un colombiano alto, de complexión atlética y tez oscura.

Miguel toma un cuadro en el que hay recortes de diarios. Son artículos de algunos de los casos
importantes en los que la agencia tuvo participación. Sopla, pasa la mano sobre el vidrio. Sin
despegar la vista de esos fragmentos de periódicos.

— Hay uno que siempre cuento, es el de Guillermo Carbone. Se hacía pasar por inversor y
estafó como a 20 personas. Lo seguí, pero se escapó al exterior. Me enteré que murió en
Brasil, preso por narcotráfico. Este es uno de mil casos que pasan por acá.

— Pero ¿Cómo se calcula lo que se le cobra a un cliente?  — consulta “López”.

— Depende de lo que quiera el cliente y la dificultad. Te pueden pedir paraderos, seguimiento,
investigaciones de infidelidad y espionaje empresarial. Los últimos dos son el pan diario para
los investigadores. Un laburo básico de vigilancia, con guardia, sale 10 lucas.

Miguel les muestra un recuadro que tenía colgado en la pared. Lo baja y lo empieza a pasar
entre todos, como si quisiera que todos tengan la oportunidad de ver hasta donde llega el
ingenio criminal de algunas personas.

— Este caso de FOX SRL. era la fachada de una banda que convencían a la gente de invertir en
fondos de comercio y estafarlos. A estos los tuvimos que seguir, rastrearlos, revisarles todo. —
Miguel vuelve a colocar el recuadro en su lugar, ve uno que está desacomodado y lo endereza.
Trata de que todo quede parejo, todo parece tener un orden meticuloso. Los cuadros vuelven a
su posición, él regresa a su lugar.

— Ahora, imagino que todo esto se hace bajo la supervisión de la policía. — reflexiona en voz
alta un sujeto alto, vestido por completo de negro, en la fila del medio.

— En teoría, estamos amparados bajo la ley 12297 pero no hay más legislación que esa. En
España, para ser detective hay que hacer una carrera. Acá andamos a el límite de lo regular e
irregular — aclara Miguel.

Esas palabras son el objeto de un debate que dura el de la clase. El entusiasmo es visible en los rostros de todos, el ánimo es general. Es un interés que tendrán que mantener encendido para poder alcanzar sus metas como aspirantes a investigadores.

La prueba final

A lo largo de dos meses, el grupo asistió a clases con rigurosidad. Grafología, criminalística,
conocimiento teórico sobre armas, confección de informes. Este conocimiento les va a permitir sobrevivir a los riesgos y rigurosidad de esta profesión. Pero el programa ya señala
que la clase de ese sábado, 25 de agosto, era una de las últimas que quedaba pendiente. Es
una de las más importantes porque marca el inicio de la prueba final, la que define la sagacidad
de cualquier persona que se asuma como un futuro investigador privado. La jornada comienza
con una ronda, en torno a unas 2 docenas de facturas, y café. El aperitivo se termina con
inmediatez cuando el docente entra al aula, esta pauta se cumple con la
rigurosidad propia de una tropa. Toma asiento, se acomoda la bufanda y con una voz grave,
que pareciera salir de una cueva más que de una garganta humana, arranca su introducción
ante las miradas atentas de los aspirantes.

— Soy “Maturana” y estoy a cargo de esta clase que tiene que ver con las pruebas finales del
curso así que, si tienen preguntas, pueden hacerlas que les voy a responder todo.

El titular de esta ocasión es “Maturana”, un hombre de más de 60 años, persona de confianza y
colaborador de Miguel. Corpulento, de bigote correctamente afeitado. En apariencia, cumple
con el aspecto estereotipado del comisario viejo del conurbano bonaerense que se suele
mostrar en las series nacionales.

— Leí los exámenes que mandaron por email y vi que hay dos pruebas finales: una es sacar una
bolsa de basura del tacho de una casa, revisarla y hacer un informe detallado. La otra si tiene
pinta de brava — afirma un alumno que se encontraba en el fondo de la habitación.

— Van a tener que hacer una práctica de seguimiento — indica “Maturana

— ¿Cómo es eso? — “López” pregunta, rascándose la sien.

“Maturana” se levanta con lentitud y cierta torpeza. Toma una tiza y escribe una dirección en la
pizarra que está detrás suyo.

— Hay una galería sobre Avenida Corrientes, al 2570, ahí adentro hay dos negocios. Uno es una
casa de música, atendido por 2 muchachos. El otro negocio es un local de telas. Ahí laburan
una mujer que ahora debe tener unos 40 y pico de años y otras dos personas más – señala “Maturana”.

— ¿Y tenemos que seguirlos? — indaga “Moreno”, en un tono que combina la curiosidad con
cierta preocupación.

— Así es, hagan informes para ambas tareas, con el mayor detalle posible. Se entrega en 2 fines
de semana y luego hacemos una devolución grupal ¡Suerte a todos! – anuncia “Maturana” mientras les hace, a todos, un gesto en forma de “V” con las manos para indicar el par de semanas que tienen de tiempo. El grupo sale con cierta prisa. El lugar queda vacío, pero quienes se retiraron, lo hicieron llenos de dudas. Miguel atraviesa la entrada del salón, con un té en la mano.

— ¿Y? ¿Cómo estuvo la clase? — pregunta Miguel, revolviendo su taza con cuidado.

— Bien, muy bien. Cuando les dije que tenían que seguir gente y escarbar en la basura ¡Hicieron
una cara! Pero si quieren tener la licencia, lo van a hacer — responde “Maturana” mientras pasa
los dedos por sus ojos, como estuviesen agotados.

Ambos hombres terminan su jornada entre infusiones, una charla amena y un sol que se oculta
en el horizonte más temprano de lo habitual. El eco de sus voces se pierde en los pasillos de la
agencia de detectives.

Miguel se encuentra sentado en su oficina, sentado frente a unas carpetas y concentrado. Su
calendario marca que es el 8 de septiembre, su reloj antiguo colgado en la pared, entre dos
títulos de reconocimiento, indica que son las 11 de la mañana. En las paredes hay docenas de
condecoraciones que recibió a lo largo de toda su carrera. Pero por encima de su escritorio,
hay una foto de él, unos años más joven, junto a dos nenas en un hogar. Sus hijas.

— ¿Querés que te traiga algo para tomar? — pregunta una chica que se asoma por la entrada del
cuarto, de facciones similares a las de él pero notoriamente estilizadas.

— Deja nomás, yo me encargo. Vos anda. Cuando termine con esto almorzamos — afirma
Miguel en tanto ordena el revuelto de carpetas y papeles que tiene sobre su escritorio.

— ¿No era que hoy no trabajabas?— inquiere la joven con un tono exasperado.

— Dentro de un rato hablamos ¿Querés? Ya está por llegar la gente, espérame – Miguel contesta cuando termina de poner en un folio una serie de legajos y documentos.

La joven se retira haciendo un gesto de enojo con la expresión del rostro. Miguel lleva una vida
personal anónima. Se encuentra en la mira de varios delincuentes que ayudó a capturar. Su
familia es un asunto reservado del que pocos saben. La joven que se retiró, una de sus hijas,
sabe bien esto y padece las consecuencias de estas circunstancias. Para Miguel, este quizás
es su secreto mejor guardado, aún más que todos los datos de sus clientes más adinerados.
Mira su reloj, tira hacia atrás la cabeza y se despereza. Entonces se levanta y empieza a recibir a sus estudiantes, los hace ingresar al aula, ordenadamente. Una vez acomodados, comienza la última reunión.

— Recibí todos los trabajos y los quiero felicitar a todos, salvo algunas excepciones, la mayoría
de los trabajos estaban bien resueltos. Los informes tenían muchos detalles. Veo que muchos
tuvieron problemas para hacer el seguimiento, cuenten qué pasó — anuncia Miguel.

— Estuvimos hablando antes de entrar y parece que a todos nos pasó que la señora y los
muchachos de la casa de música se dieron cuenta que los seguíamos ¿Vamos a tener
problemas por eso? — plantea uno de los estudiantes con una expresión marcada de
preocupación.

El grupo asiente con la cabeza, todos demuestran tener la misma preocupación. Miguel se para
frente al escritorio y tras hacer un paneo con la vista, tose. Se apoya con las palmas de la
mano sobre el mueble.

— La señora comentó que dudaron. Era como que no sabían si ir detrás de ella, a la para o lejos.
Se animaron y eso es lo importante. Al muchacho de la casa de música le paso lo mismo – remarca Miguel.

El silencio posesiona el lugar. Los estudiantes se miran atónitos entre sí. Sin la sospecha de
nadie, Miguel tenía una red tejida en torno a ellos que le permitió distinguir a los que se
esforzaron de los que no lo hicieron.

— ¿Entonces nos tenía vigilados? — cuestiona “Regazzi”, con una ceja tan arqueada que
sobresalía de su rostro.

— No vigilados exactamente, solo quería ver cómo resolvían esto por su cuenta ¡Felicitaciones!
Ya tienen la licencia.

Miguel aplaude y, a modo de coro, todos aplauden a la par suya. De a poco, se acercan algunos
de los presentes para darle la mano. Otra ocasión más en la que Miguel vuelve a pasarle la
antorcha a una nueva camada de investigadores.

—Profesor ¿No viene con nosotros? Vamos 8 a la parrilla ¿Se prende?— invita “Moreno”.

—Les agradezco pero me parece que me llaman en la oficina, ahora mi secretario los despide.
Estén atentos para venir a buscar los diplomas. En estos días les vamos a mandar un email —
expresa Miguel mientras frota sus manos

Cuando todos los detectives amateur se retiraron, Miguel recibe un llamado de un cliente. En
menos de 5 minutos corta la comunicación y marca el teléfono de una pizzería. Tiene un almuerzo
pendiente con su familia. Es un detective sagaz, un mentor pero también es un padre de familia.
Tres aspectos de su vida que no pueden quedar librados al azar. Cuando ya no queda nadie en su estudio y el aula, deja de ser detective. Sirve la comida a sus hijas y sonríe tras haber terminado otra jornada como mentor. Es un padre atento, una satisfacción que ningún otro desafío como investigador podría traerle.


La crónica fue realizada en base a testimonios de personas que realizaron el curso.