La organización vence al tiempo

Catriel Ratti


Pesadillas. Insomnio. Depresión. Quemaduras. Proyectos frustrados. Culpa por sobrevivir. Cromañón empezó el 30 de diciembre de 2004 pero no terminó. Muchos nunca lograron salir de ahí. Y se suicidan. 

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Pudieron ser dos muertos más, pero por algún motivo ambos sobrevivieron aquella trágica noche que se cobró 194 vidas. A partir de allí fueron protagonistas de una lucha. Una lucha desigual. Un camino lleno de obstáculos. 

La madurez y la distancia de los años fueron claves en el proceso de conformación de la Coordinadora Memoria y Justicia por Cromañón. El objetivo, sencillo: que no se muera un pibe más.

Gustavo Rodríguez tenía 20 años recién cumplidos aquella noche. Hoy tiene 33. Corpulento, mediana estatura, chiva. Es casi imposible verlo sin gorra. Tiene dos pasiones: la música y la política. Formó parte del grupo inicial de la Coordinadora, cuando eran un par de amigos con necesidad de hacer algo. Dio por cumplido un ciclo y hoy es un militante activo de La Cámpora. Lo que más le duele de Cromañón es Martín. 

Celeste Oyola tiene 32. Oriunda de Villa Celina. No pasa desapercibida. Rubia, alta e histriónica. Actitud rockera. Se sumó en 2013 y actualmente es la presidenta de la Coordinadora. Cromañón le dejó muchas cosas. Entre las buenas, su mejor amigo y Nico, su compañero de vida y de lucha, también sobreviviente. Entre las malas un intenso dolor en el pie producto de una osteocondritis por haber soportado muchos cuerpos encima.

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Noviembre de 2014. Es un mediodía rutinario. Suena el teléfono de Celeste. Algo le dice que tiene que atender.

—¡Martín está con un ataque de pánico en la guardia del Alvear y no lo quieren atender. Voy para la Subsecretaría a reclamar! 

Celeste agarra sus cosas y sale corriendo del trabajo. 

Llegan a la Subsecretaría de Derechos Humanos de la Ciudad, que con el correr de años de reuniones y largas esperas conocen de memoria. Se meten sin golpear en la oficina de la Dirección General de Asistencia a la Víctima y encaran a los funcionarios. 

—Por lo que me dicen es algo normal, las guardias tardan en atender, no es para tanto. Ahora nos comunicamos a ver qué podemos hacer. 

Los llamados parecen de compromiso. Las respuestas no llegan y la paciencia se agota.

 —Flaco, el pibe está hace tres horas ahí con un ataque de pánico. Viajó desde Paso del Rey. La ley obliga a que tenga atención inmediata. Si le llega a pasar algo a vos te tengo que tirar por la ventana entendés. 

Celeste aprieta los dientes. Le tiemblan las manos.

 —Eso no sería conveniente -contesta el subsecretario Avruj mientras acomoda tranquilamente unos papeles sin levantar la vista. 

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Febrero de 2015. Es una tarde de calor en el centro porteño. Gustavo está yendo a devolver un sonido luego de una actividad de la Coordinadora. Lo acompaña Juan, otro sobreviviente. 

El auto frena. Pero antes de bajar Gustavo advierte en un golpe de vista que tiene un mensaje sin leer en su celular, silenciado. Es de Martín. 

“Por favor cuiden mucho a mis hijos. Los quiero mucho.” 

Presiente lo peor. Arranca el auto en dirección a Paso del Rey tratando de no pensar. Cuando llega es tarde. Martín se ahorcó. Arrastraba un cóctel peligroso: pérdidas familiares, adicciones y falta de contención profesional. Dejó una esposa y dos hijos, la más chica de 5 y el más grande de 15.

Gustavo recuerda con exactitud. Habla pausado, con aplomo. La distancia le permite digerir el dolor.

Todavía guarda el mensaje de texto. Cambió de teléfono varias veces pero el mensaje está ahí. Siente culpa. Se niega a borrarlo. Cuando habla de Martín se le escapa algún verbo en pasado y enseguida se corrige. Está presente. 

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El suicidio de Martín fue un quiebre. No era el primero. Otros dieciséis sobrevivientes tomaron la misma decisión. Martín le puso rostro a la desgracia. Los sacó del anonimato. Era un tipo muy querido por sus amigos y compañeros de la Coordinadora. 

Al día siguiente diez sobrevivientes irrumpieron indignados en la Jefatura de gobierno Porteña. Querían una respuesta. Prepararon alrededor de cien copias de la ley y entraron en tandas. 

Junto a la recepción hay un largo hall que funciona a modo de sala de espera. Está lleno de gente, mayoritariamente señoras. Una vez todos adentro exigen a gritos que los atienda Horacio Rodríguez Larreta. 

No tienen éxito y empiezan a agitar los volantes. Vuela una maceta. La secuencia termina cuando una secretaria anuncia que María Eugenia Vidal, vicejefa de Gobierno, puede atenderlos el lunes.

Al ingresar el lunes el cambio es evidente. Las señoras que se amontonaban en el hall ahora eran policías de civil comunicados por cucaracha. En ese marco aparece Vidal. Distante. Los recibe en la sala de espera. Toma el compromiso de activar la reglamentación total de la ley en el plazo de 45 días y cumple con facilidad.

La ley de reparación integral para familiares de víctimas y sobrevivientes de Cromañón había sido sancionada a fines de 2013, pero en ese momento sólo se reglamentó el subsidio económico, sin contención psicológica, laboral ni educativa.

El 27 de marzo de 2015 se publicó el decreto con la reglamentación completa. Pasaron diez años, diecisiete suicidios y tres jefes de gobierno. La atención a los sobrevivientes continuó igual. Y un detalle: la ley vence en noviembre de 2018.

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Los integrantes de la Coordinadora destacan dos momentos donde sintieron el apoyo del Estado. Ambos vinculados a la órbita Nacional.

En el 2014 accedieron a la Subsecretaría de Juventud y desarrollaron el ciclo “Cromañón nos pasó a todos”. Hicieron festivales en distintos puntos del país, brindaron charlas informativas, talleres artísticos y cursos de RCP.

En 2015, luego del suicidio de Martín, tuvieron varias reuniones con funcionarios del poder ejecutivo y legisladores nacionales. De allí surgió la firma de un convenio para que los sobrevivientes se atiendan en el Centro Ulloa, institución especializada en atención psicológica a víctimas del terrorismo de Estado. 

En marzo empezaron a atenderse algunos sobrevivientes. En Junio se conformó un equipo especializado para ellos. En agosto se firmó el convenio entre los ministerios de Salud y Derechos Humanos. En los primeros 7 meses de programa hubo 80 consultas entre sobrevivientes y familiares y se iniciaron 61 tratamientos. En el Hospital Alvear, por ejemplo, sólo se registraban 8. Por primera vez el Estado se acercaba a una reparación y los sobrevivientes eran parte. 

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Enero de 2016. Celeste y Nicolás disfrutan de sus vacaciones en Cuba. Son felices. Pasaron diez años del momento en que Miguel, entre sirenas y gritos, se llevara la mochila de Celeste, una piba de 19 años aturdida que esperaba sentada en una vereda sin saber quién ni cómo la había sacado del infierno de Cromañón.

Cuando Celeste tuvo el alta luego de un año de tratamientos fallidos y operaciones en el pie quiso agradecer al pibe que le había devuelto los documentos. Conoció a Miguel y a sus amigos, entre ellos Nicolás. El tiempo los convirtió en mejor amigo y marido, respectivamente. A la vuelta del viaje a Cuba hicieron escala en Bogotá. Una vez sentada en el avión, Celeste se pone los auriculares y trata de dormirse. Pasan varios minutos y el avión permanece inmóvil. Comienzan los murmullos y la gente camina por los pasillos. 

Se apaga la ventilación y la voz del capitán informa que el despegue está demorado por un desperfecto en una turbina. Sale humo. Y el cuerpo tiene memoria. Se le aceleran los latidos. Le falta el aire. Llora. No la dejan bajar. Desde el 2006 Celeste no experimenta un ataque de pánico. 

Luego del episodio y de un intercambio poco amigable con la tripulación, finalmente el vuelo se reprograma. Ya en su casa de La Paternal, más tranquila, Celeste recibe un llamado de Paula, su psicóloga.

—Nos echaron. Vamos a tener que suspender el tratamiento. Nos echaron a mí, a cuatro psicólogas, la coordinadora y el psiquiatra. Julieta va a renunciar. 

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Julieta Calmels es licenciada en psicología. Y se le nota. Escucha con atención, jamás interrumpe. Explica de manera clara y suave. Coordinó el Centro Ulloa entre agosto de 2014 y enero de 2016, cuando presentó la renuncia por el desmantelamiento de su equipo. 

El desafío de atender a los sobrevivientes de Cromañón no era sencillo. No sobraba personal ni recursos. Cuando se comunicó con la Dirección de Salud Mental de CABA se llevó una sorpresa.

—Hola, quería hablar con vos para ponerme al tanto del trabajo del área en estos años respecto de los sobrevivientes y familiares de Cromañón. 

—Ah, era por eso. Perdón, pensé que me iban a contratar 

—¿Cómo contratarte? ¿No sos la coordinadora de salud mental? 

—Sí, pero eso lo hago ad honorem.

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El cambio de gestión fue traumático para el Centro Ulloa. Al enterarse de los despidos en su equipo, Julieta fue a Derechos Humanos a reunirse con Claudio Avruj, ahora ascendido a Subsecretario nacional. 

Tras recibir excusas y evasivas, lo increpó: —¿Pero vos tenés idea lo que significa interrumpir el tratamiento para estos chicos? Son pacientes vulnerables que por primera vez en años están pudiendo hacer un tratamiento. Llegaron acá por el abandono del Estado. Esto los pone en riesgo de vida. 

—No pasa nada, les va a hacer bien cambiar de psicólogo. A mí me haría bien. Unos días después Julieta presentó su renuncia y envió una carta al ministro alertando la gravedad de las medidas. La situación del Centro Ulloa puso en estado de alerta a la Coordinadora. La primera acción fue pedir una reunión con la nueva directora. 

Llegaron juntos al edificio de la calle Esmeralda como siempre. Ingresan y quedan a la espera de la flamante directora. Necesitan explicaciones. Necesitan saber qué va a pasar con sus tratamientos. 

—Hola chicos. Ay, ¿vieron lo que es este lugar? Si esto se llega a prender fuego de acá no sale vivo nadie…

La situación es grave. Otra vez a golpear todas las puertas. Después de muchos reclamos y reuniones, el gobierno reincorpora a cuatro de las cinco psicólogas despedidas. Sí, a todas menos a Paula. Luego de un período de incertidumbre, las autoridades se comprometen a pagarle con un parche administrativo. En medio de esta situación, Celeste publica una carta abierta:

“(…) los pibes que se mataron estos 11 años no son números. Son pérdidas evitables, son pibes que no soportaron más tanto dolor y tanta indiferencia por parte del Estado, quienes tenían que acompañarlos, quienes debían y deben hacerlo con nosotros que todavía estamos vivos. Involucrate, de verdad, NOS PASÓ A TODOS! Todo está guardado en la memoria”

Luego de un año atendiéndose en estas condiciones, vuelve a suceder. Paula le manda un mensaje explicando que no le renovarían el contrato. Celeste se arrodilla en suelo del living y llora desconsoladamente, como una nena. 

El Estado le arrancó el derecho conquistado y la vuelve a abandonar. Es un golpe para todos. Sus compañeros se organizan y juntan plata para que pueda continuar el tratamiento. Pasó el tiempo y no le quedó más opción que continuar de modo particular.

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29 de diciembre de 2017. Hace mucho calor. Atrás quedaron los golpes por la frustrada ley nacional, la muerte de Martín y el retroceso en los tratamientos en el Ulloa.

El gobierno de la Ciudad les niega el permiso para hacer el 13° aniversario, pero el acto no se baja. Vuelven a los orígenes, a Tapiales. Ahí donde en 2005 se hicieron las primeras marchas con las consignas “Justicia”, “Juicio y Cárcel a Aníbal Ibarra” y “Basta de culpar a Callejeros”.

Gestionan los permisos ante el municipio de La Matanza. Salen a pintar las paredes con la convocatoria. Llaman a todas las bandas posibles. Arman las vallas y el escenario. Sobre este se despliega una bandera que reza “Tapiales. Mi ciega razón de vivir”.

De fondo el telón con la consigna madre: “Cromañón nos pasó a todos”. Empiezan a acercarse tímidamente algunos vecinos. Se va haciendo de noche y van circulando las bandas. La gente sigue llegando con sus juguetes para donar a un comedor. 

Así, como por arte de magia, 3000 personas pasan por la plaza y disfrutan de una jornada inolvidable de música, solidaridad y memoria. Hay llantos de emoción al escuchar la frase: Los pibes y sobrevivientes de Cromañón presentes. Ahora y siempre.

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Mayo 2018. Se suicida Dani. 32 años. Era muy chico cuando ignoró a los bomberos y arriesgó su vida una y otra vez para sacar gente. Hay bronca, impotencia, dolor. Ahora son dieciocho los que faltan. Le ley vence en noviembre y los pibes siguen muriendo. 

Pero el dolor no los puede paralizar. Se dan ánimo entre ellos y siguen. Recorren el despacho de cada legislador, contactan a personalidades, organizan campañas de concientización.

En septiembre lograron que su voz se escuche en la Legislatura Bonaerense. Un proyecto declara de interés legislativo el festival “Cromañón nos pasó a todos”, que llegó a Tapiales para quedarse.

Es un pequeño reconocimiento al esfuerzo y el empuje de un grupo de pibes y pibas a los que con menos de veinte años les tocó sufrir la tragedia no natural más grande de la Argentina. Recibieron muchos golpes, perdieron compañeros, miles de veces pensaron en tirar la toalla.

Pero siempre recuerdan las palabras que un día les dijo Estela de Carlotto: “Cuando parece que todas las puertas se cierran, siempre hay una que se abre”.

Entonces se dieron cuenta que la lucha recién empieza.