Pepe: el huracán de La Cárcova

La llegada del cura a la villa de José León Suárez y la forma en que cambió la vida en la localidad, contada por personas que trabajan a su lado, vecinos del barrio y él mismo.

Por María Josefina Severino

Es pleno invierno y adentro hace más frío que afuera. La tarde es lo suficientemente cálida gracias al sol. Adentro, la calidez la dan las personas. Es uno de los últimos días de julio de 2018 y antes de entrar al lugar se escuchan las risas y gritos de varios nenes. Están en recreo. Pero no en el patio de una escuela o un jardín de infantes sino en el de la Capilla Virgen del Milagro. El frente tiene un mural del padre Carlos Mugica, asesinado por su opción por los pobres luego de celebrar misa en la iglesia San Francisco Solano, en Villa Luro.
— Esta es la entrada de la villa -me dice Pablo mientras ingresamos.
Casi no es necesario que lo diga. En pocas cuadras el paisaje cambió por completo. Al bajar de la General Paz, que divide la ciudad y la provincia de Buenos Aires, se ingresa a la Avenida Márquez, llena de autos. De este lado de ese enorme camino de cemento, el mundo parece otro: el conurbano.
Y al salir de la avenida y adentrarse unas ocho cuadras por la Calle Echagüe, hay otro más crudo: calles de tierra -excepto la de la parroquia-, casas más humildes, algunas sin terminar. Basura en la vereda, perros que parecieran ser de nadie y de todos a la vez. Es la entrada de la Villa La Cárcova, en José León Suárez, partido de San Martín. Y es sólo eso: la entrada. “Al fondo”, dicen, es otro universo.
A La Cárcova casi nadie la llama por su nombre completo. Ahí todos le dicen simplemente Cárcova. O mejor dicho “Carcóva”, con acento en la o. Para entrar al barrio hay toda una rutina: los que son “de afuera” se reúnen en una heladería en Echagüe y Márquez. Ahí esperan que pase alguien con el auto o si se juntan por lo menos dos, van a pie. Pero de a uno, dicen, es mejor no entrar.
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Pablo Rozen es teólogo y director del Centro de Formación Profesional N° 408 “San Romero de América”, que funciona en la parroquia.
— El centro surgió con la idea de formar trabajadores. Un país lo transforman los trabajadores, entonces cuando vos a la gente le devolvés la posibilidad de ser trabajador, la empoderás -cuenta Pablo.
En el mismo lugar funciona, tres veces por semana, un Centro de Actividades Infantiles (CAI). Allí los chicos del barrio de entre cuatro y doce años asisten a talleres pedagógicos, recreativos y artísticos que muchas veces complementan lo aprendido en la escuela y otras cumplen la función que aquella no puede sostener. Porque al colegio algunos van muy poco. O no van. Sobre todo los que viven “más adentro” o en Villa Curita, un barrio que está del otro lado de las vías del tren de Suárez.
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Los nenes corren y de a poco dejan libre el patio. El recreo llegó a su fin y es momento de volver a los talleres. Un grupito se dirige a la capilla en compañía de dos profes. Capilla que es también cancha de básquet, con tablero para contabilizar el puntaje de cada equipo y todo. Donde antes estaba el altar, ahora hay un aro para embocar la pelota. En la otra punta hay uno igual y en el piso, con pintura blanca, están marcadas las líneas de la cancha. Y el altar está a un lado tapado por una cortina, como fuera de escena.
Por un costado del templo aparece José María Di Paola, más conocido como “el Padre Pepe”. Con una sonrisa, el pelo largo medio revuelto y una vestimenta sencilla, saluda a Guada y Mati, los profes del taller de deporte, y a los nenes.
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— Señorita, ¿cómo va a venir con esa camiseta? -le dice en broma Tony a una chica que entra al centro educativo con una casaca de River Plate.
Tony está de lunes a viernes de dos de la tarde a nueve de la noche en la puerta de la capilla. Cuida la entrada y controla quién ingresa al lugar así que todos lo conocen. Y todos lo saludan. Y en cada saludo se nota que todos lo quieren. Tony es bien morocho, gordo y canoso. Le faltan varios dientes de adelante pero eso no lo hace escatimar las sonrisas. Del cuello le cuelga un rosario de madera con una medallita del Papa Francisco. En la mano tiene un celular con tapita y unas llaves que se escapan de una cinta que usa para golpearlas contra el piso.
— Ya hace cinco, seis años que está el padre acá. Cuando empezó a trabajar empezó a moverse todo acá. Gracias a Dios. Y después me vio ahí y me hizo así -Tony hace una seña con la mano como si llamara a alguien- si quería labura’. Me dijo lo que tenía que hacer y me gustó.
Tony vive justo enfrente de la capilla así que vio la llegada de Pepe como casi nadie lo hizo.
— Aunque vos no lo crea’, él primero antes de llegar acá -a la iglesia- llegó a mi casa. Fue a pedir agua. Nosotros ni sabíamos que era el cura, no sabíamos nada de él. Vino, nos dejó la campera porque él se iba pal’ fondo, a ver una casita ahí en el fondo -porque Pepe ahora vive en la entrada de la villa, pero apenas llegó a Cárcova quiso vivir en el centro del barrio-. Vivía en una casita al lado del zanjón que yo nunca viviría -confiesa Tony.
Tony tiene 45 años. Nació en Cárcova y dice, ahí va a morir.
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La oficina de Pepe es chiquita. Hay espacio suficiente para un mueble, un escritorio y dos sillas. Las paredes están repletas de cuadros. Entre ellos, algunos del Papa Francisco, uno del padre Mugica y otro de Evita. Hace frío y Pepe se abriga: del lado izquierdo de la campera negra, justo sobre el corazón, tiene el escudo de Huracán. En la mesa, el mate espera junto al termo que alguien lo cebe. El termo es rojo. Y también tiene el escudo de Huracán.
— Yo andaba buscando en el Gran Buenos Aires un lugar para seguir la pastoral de villas que venía haciendo antes, pero en un lugar en donde hiciera falta, que no tuviese sacerdote.
Huracán. Pepe es hincha de Huracán. Y su trabajo es como un viento muy fuerte que busca derribar las injusticias que se viven en Cárcova. A simple vista es alguien muy tranquilo, más como si fuera una brisa. Pero con conocerlo sólo un poco se nota la fuerza con la que encara cada proyecto. Como en Cárcova, donde hace cinco años se sentía aún más el olvido del Estado.
— Cambió mucho acá. Toda la gente lo dice, no yo solo -asegura Tony-. Cambió todo. No sé si un año más -sin Pepe- acá iba a desaparecer la iglesia, estaba abandonada.
El olvido era también por parte de la comunidad religiosa, porque la capilla tenía vida sólo los domingos.
— Venía el cura, daba la misa y fiu, volaba. Venía a la hora que tenía que venir, daba la misa y se iba. Un poquito más salía corriendo -dice Tony.
Pepe, en cambio, decidió ser parte.
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Pepe es el mayor representante de los curas villeros en Argentina. El trabajo que hace comenzó a fines de los años sesenta en relación con el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, al que pertenecía Mugica. Pero esa parte de la Iglesia Católica que se dedica a los pobres no se agota en los curas: con ellos colaboran personas “comunes” tal vez menos visibles pero igual de comprometidas.
Los curas villeros y quienes trabajan con ellos están allí donde falta el Estado. Más allá de lo “imaginable” cuando se trata de un barrio pobre, en Cárcova la ausencia o inoperancia del Estado se ve más que en otros lugares: la escolarización no siempre se puede sostener, los planes no llegan, la SUBE menos, y algunas personas ni siquiera tienen DNI.
— Cuando vos tenés un vacío tan grande lo ocupan otros. Otras religiones, otros cultos, clientelismo, narcotráfico. Un montón de cosas que hacen que un lugar esté mucho más condicionado que otro -asegura Pepe.
Si bien todos comentan que desde que Pepe llegó a Cárcova en febrero de 2013 el trabajo en el barrio creció de una manera enorme, él dice que todavía queda mucho por hacer. Y comienza a enumerar.
— Ser párroco significa hacer un poco de todo y formar un equipo. Y en ese equipo trabajás distintos aspectos, desde la educación, el trabajo social, la evangelización, o los grandes problemas como pueden ser las adicciones.
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A eso de las cuatro y media de la tarde, los chicos meriendan para volver a sus casas con la panza llena.

“Arriba las manos manos manos
Abajo los codos codos codos
Queda beeeendecido todo”.

Sentados alrededor de una larga mesa, los nenes repiten la canción un par de veces y cuando terminan empiezan a comer las tostadas con dulce de leche. Y a tomar el mate cocido. Me comparten una taza y siento gusto a jardín de infantes, a campamento, a niñez.
Y ahí recuerdo lo que me había dicho unas semanas antes Andrea, la coordinadora del centro educativo que funciona en la parroquia:
— El único momento en el que a lo mejor tienen un plato de comida caliente y pueden comer, es ahí con nosotros.
El contexto de una villa siempre pega un poco. Pero no todas son iguales.
— Siempre fue en Capital y cruzar, romper la General Paz, nos llevó a territorios abandonados, destrozados. Nosotros nunca habíamos visto en la Villa 21 en diez años lo que vimos en Suárez -dice Pablo-. Es la destrucción de la humanidad. Porque la gente no puede salir de ahí. Cuando salen, salen a afanar, a veces involucrados con fuerzas de seguridad. Es mentira que eligen robar, no les queda otra. Si no afanás, no comés.
Y como “no les queda otra”, el padre Pepe y todos los que trabajan a su lado intentan darles una opción.
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Gladys es una de las mujeres que prepara la merienda de los chicos. Es morocha, de pelo largo que a veces luce en una trenza y otras en un rodete. Tiene 47 años, está casada hace 27, tiene cuatro hijos, cuatro nietos y espera tres más. Gladys hace el secundario para adultos en este mismo lugar. Así que cuando termina su día de trabajo en el Centro de Actividades Infantiles, asiste a clases.
Gladys no nació acá, sino en la Maternidad de San Isidro. Vivía en Boulogne pero cuando sus padres se separaron, a sus diez años, su papá se quedó en el departamento y ella fue a vivir a Cárcova. Para Gladys, la llegada de Pepe también cambió las cosas.
— Vos venís hoy a misa y el cambio más grande es que vos veas hombres acá. Nunca hubo. Siempre había dos o tres mujeres y nada más. Y era más selectivo. Nosotros les decíamos el clero, como que eran los puros, los santos... Nosotros al fondo.
Las paredes de la cocina tienen varios cuadros, entre ellos, tres camisetas de fútbol enmarcadas: una es de Huracán. El equipo del que es hincha Pepe. Hace un rato, el cura entró y mientras se hacía un té, habló con Gladys y Sebastiana, la otra mujer que hace la merienda. Unos minutos después, salió con una taza en la mano y una galletita de agua con mermelada en la boca. Un detalle más de su sencillez, remarcada por todos.
— Yo creo que él vino a vernos y a arreglar muchas cosas que estaban olvidadas. Porque para acá nosotro’ éramos los olvidados. Nunca nadie nos prestó atención así.
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Dentro de la Iglesia, como en otros ámbitos de la sociedad, hay personas que ven al que sufre como un hermano o un igual, y otras que lo ven como un enemigo o alguien inferior. Los primeros son los verdaderos cristianos. Y es a lo que aspiran quienes trabajan en un contexto como el de Cárcova.
— Alguien que va a una parroquia y hace una lectura en la misa y cree que su empleada le debe la vida porque le regaló la ropa vieja para sus hijos, del Evangelio no entendió nada. -critica Pablo.
— Pepe es un gran evangelizador y participar en su obra es un placer, es un orgullo. Creo que como católicos tenemos mucho que aprender ahí -dice Guada, una de las educadoras.
Además, todos concuerdan en que Pepe predica con el ejemplo.
— Mira a todos de la misma forma y se preocupa por todas las personas, desde el más pequeño hasta el más grande, él no mira a las personas por su tamaño ni por lo que tienen. Yo creo que más que de hablar y dar su discurso, él se preocupa y se ocupa de todos -valora Gladys.
Es pleno invierno pero adentro ya no hace tanto frío. Por raro que suene, la calidez la da un huracán. Una tormenta que produce fuertes vientos y cuyo centro, el ojo, suele tener temperaturas cálidas y estar despejado de nubes. Ahí, justo en el corazón, se encuentra Cárcova hoy. El huracán Pepe tocó tierra en Cárcova hace ya cinco años. Pero a diferencia de un ciclón de verdad, no llegó para hacer daño sino para transformar un paisaje de destrucción en uno de dignidad humana.