Japón en Buenos Aires


Por Macarena Maglio 
Hubo una vez un joven príncipe heredero al Trono Imperial del Japón que, luego de su visita a Argentina, soñó con crear un espacio rodeado de verde, orden y armonía propios de su país que fuera un puente entre ambas culturas.

Dos chicas cruzan corriendo la avenida para llegar a tiempo porque el Jardín Japonés cierra a las 18. En medio del paisaje palermitano, un portal de madera irrumpe. Debajo del techo gris se anuncia el nombre del parque: 日本庭園, secundado por guirnaldas coloridas. En sus márgenes, el verde asoma impaciente. Bienvenidas a Japón.

Es domingo por la tarde y, dada la hora, podría pensarse que el Jardín debería estar menos habitado. Sin embargo, el recorrido abunda de gente en cada rincón. Las chicas de tapados largos y cabellos teñidos de colores, azul por un lado y rojo por el otro, espían los mapas, ubicados estratégicamente en el camino.

Primera parada: tienda de regalos. El lugar es pequeño. Los maneki-neko – gatos de la suerte- saludan desde las repisas de la pared a los visitantes que circulan con cuidado entre mesas y pasillos angostos, para no tirar nada. Ikebanas y libros de historia comparten los estantes con peluches de Totoro, del fantástico mundo de Hayao Miyazaki.  Del techo cuelgan hilos que sostienen con firmeza las grullas de papel que prometen cumplir los deseos de quienes puedan formar mil.

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La inmigración de los japoneses a Argentina comenzó casi por error. Hace más de 130 años, Kinzo Makino llegó con su pelo enmarañado, los pantalones altos apretados a la cintura y una camisa blanca. Fue el primer japonés en estas costas.

Casi por casualidad llego en un buque británico que naufragó frente a Mar del Plata. Decidió instalarse un tiempo en la Capital porteña, luego siguió en una suerte de tour por Córdoba y se fue quedando, de a poquito, en un país que atravesaba un rápido crecimiento económico, poblacional y cultural.

-          Vengan a Argentina, es un paraíso.

Con estas palabras, Sergio Miyagi, hombre corpulento y de mirada amable, comienza un   testimonio que incluirá la historia de su propia familia. Ellos debieron escapar de las bombas y las catástrofes que aquejaban al país, dejando la ciudad de Okinawa durante la Segunda Guerra Mundial.

Sergio es un integrante del Jardín Japonés. Con una voz grave y una simpatía que llama la atención, saluda a la gente, comparte Dorayakis (especie de pan relleno) y expresa un encanto sorprendente por un lugar al que ya conoce desde hace más de 24 años.

- Soy el abuelito del Jardín Japonés.

Una vez adentro, estamos en Japón. La tierra del Sol Naciente donde toda frase o espacio inspira paz, armonía y buen augurio. Cada turista saldrá de allí con un "Daruma”, pequeña figura ovoide que se mece y que representa al maestro budista, Bodidharma, símbolo de la perseverancia: se cae 7 veces y se levanta 8.

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Rosa y azul, figuras casi extraídas de un libro de manga, caminan con paso lento hasta llegar al kiosco. Esquivan dos heladeras y se dirigen a la caja registradora para pagar dos dorayakis, uno relleno de crema pastelera y otro de dulce de leche, a un hombre de sonrisa incansable.

Afuera, sólo se oye la corriente que transita las rocas, los disparos de las cámaras fotográficas y los susurros de quienes intentan mantener el ambiente armonioso del parque. Los Patos de Collar - cabeza verde y pico amarillo – aguardan por las migas de pan que las jóvenes sacarán de sus bolsitas de papel madera para alimentarlos.

La caminata continuará hasta el primer banco que espera junto a la casa de té. Un espacio pensado especialmente para la cha-no-yu, ceremonia del té o literalmente “agua caliente para el té”, un ritual clave de la cultura tradicional japonesa.

Dentro de este espacio construido con materiales naturales como madera misionera y ambientado con tatamis - pequeñas alfombras - y puertas corredizas, cada fin de semana el Jardín invita a participar de la ceremonia del té. La sobriedad del espacio persigue un ideal: la concentración plena.

La ceremonia japonesa consiste en servir el té verde matcha, buscando conseguir la mayor economía posible de movimientos. Está influenciada por el budismo zen y es la más estructurada de todas las ceremonias.

Los principios del cha-no-yu se basan en la armonía, el respeto, la pureza y la tranquilidad, todos los objetos que rodean la práctica persiguen estos principios. Se cree que la celebración de la ceremonia con plena conciencia de estos principios tiene el poder de transformar la conciencia humana.

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Durante la primera inmigración de los japoneses a Argentina, unos 324 eran de origen okiwanense, al igual que Sergio Miyagi, quien trae consigo un apellido que resulta familiar gracias a uno de los personajes más emblemáticos del cine. El “señor Miyagi” que enseñaba a Daniel-san a cultivar la paciencia encerando y puliendo, lleva el nombre característico de la isla.

El maestro Miyagi, en el film, es quien decide incursionar a los jóvenes en las artes marciales como método de defensa junto a una serie de valiosas enseñanzas para su vida. Desde chicos, los japoneses son preparados para atravesar terremotos, tsunamis, guerras, erupción de montes e incendios. Las catástrofes son recurrentes.

El orden en el Jardín Japonés confirma la existencia de Dios. Se refleja en cada espacio que lo conforma, desde sus plantaciones meticulosamente ordenadas, el cuidado de los animales que lo habitan, hasta cada instalación arquitectónica.

Dentro del parque, hay tres puentes. El puente curvo, el puente recto y el que tiene forma de zigzag. La idea de estas tres posibilidades de caminos es cambiar el punto de vista y, según la historia, modificar la dirección de la vida.

Mientras que el yatsu-hashi, o “puente de las decisiones”, debe ser atravesado por las personas antes de tomar una decisión de peso en su vida, y conduce a la “isla de los remedios milagrosos”, el puente curvo, Taiko Bashi, representa una vía de comunicación entre lo terrenal y lo sagrado. 

Tras el difícil cruce, el viajero alcanzará la recompensa de llegar a la “isla de los dioses”.
De pie sobre éste, las hermanas de pelo colorido se asustan al ver el tamaño de los peces koi que se acercan de forma masiva. Azul intenta alimentarlos con temor a que salten. Uno se arrima hasta casi tocarle los zapatos.

Cuenta una antigua leyenda que en la época samurái había una Puerta del Dragón donde los peces que conseguían nadar contra la corriente eran transformados en dragones como recompensa. Entre la variedad de peces que lo intentaron, solo los koi lo lograron.

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El viento mueve las nubes del domingo y se lleva toda la calidez. El agua corre intensamente y las ramas de los sakuras se balancean. La flor del cerezo es delicada y cae con el viento más suave, en su plenitud, sin marchitar. Es por eso que simboliza la belleza de la naturaleza y el valor de la fugacidad de la existencia y es el emblema de los guerreros en el código samurái, que aspiraban a morir en el momento de su máximo esplendor, la batalla, en lugar de envejecer y marchitarse.

Entre los pétalos blancos, rosa y azul caminan hasta la cascada de la “Isla de los Dioses”, última parada. Sus saltos representan las etapas fundamentales en la vida de una persona. La primera caída del agua simbolizará el nacimiento, la niñez y la juventud, ya que ocurre con fuerza. La siguiente, la madurez, que se desacelera, y finalmente la vejez, en el reposo en el lago. En el fondo relucen incontables monedas doradas. Azul revuelve sus bolsillos. Encuentra billetes, papeles, tickets, bolsitas y por último, una moneda. La arroja al agua.

El deseo está pedido.