Acá no se viene a morir




Todas las historias de la Casa del Teatro, el  albergue de artistas retirados,  están cubiertas por un dejo de tristeza, de pesimismo, de abandono. Pero la Casa habla y cuenta otra versión.


Por Carolina Cardillo



Hablar de mí no es fácil. Un telón de tabúes me rodea - que terminar acá es lo peor que te puede pasar, que estoy sumida en la decadencia, que entre mis paredes sólo merodea tristeza-.  Para correrlo, hay que estar dispuesto a escucharme y dejar de lado los prejuicios. No es fácil ser un albergue de artistas retirados. No es fácil ser la Casa del Teatro.

Cualquier transeúnte distraído puede pasar por la puerta y ni siquiera saber que estoy ahí. Los más viejos, los que veían la tele en blanco y negro, los que gustaban del tango en los ‘60, hasta podrían fascinarse si pisan mi vereda. Los pájaros no pueden evitarme: no saben quién soy y nunca lo sabrán, pero de sus memorias voladoras no se borra la pirámide incaica que resalta en un cielo de terrazas,  que es la cereza de este postre de diez pisos.

Diez pisos históricos que ocupan la Avenida Santa Fe al 1243 desde 1938, en pleno Retiro. Edificio emblema del Art Decó en Buenos Aires, diseñado ad honorem por el arquitecto Alejandro Virasoro, que puso todo su ingenio en construirme tan aerodinámica, tan geométrica, tan novedosa para la época. Todo su ingenio para cumplir las expectativas del sueño de Regina, mi mamá.

Regina Pacini fue una soprano portuguesa que triunfó con su canto en toda Europa. A los 36 años se casó en Lisboa con Marcelo T. de Alvear, quien en 1922 se convertiría en presidente de Argentina. Aquí la flamante primera dama, ya alejada de los escenarios, tuvo la idea de crear un albergue para los artistas retirados que no corrían con su misma suerte. Cuenta la leyenda que este proyecto nació el día en que la señora encontró a una cantante con la que había trabajado, pidiendo limosnas en la calle. Se indignó y decidió crearme.

Desde entonces estoy acá. No me moví ni un centímetro, pero vaya si he vivido historias movilizadoras. Acá, en la Casa del Teatro, viven artistas. Retirados, con problemas económicos, un poco locos, un poco olvidados. Pero no dejan de ser artistas. Nunca dejan de serlo y nos encargamos de que así sea. Esta casa es un refugio para los peregrinos del arte,  para que aquellos que dedicaron sus mejores años al público, en los umbrales de la vejez puedan encontrar un retiro digno y libre.

¿Usted trabajó en el ambiente artístico por más de 15 años y está pasando por un mal momento económico o requiere una vivienda? Aquí será bien recibido. No importa si fue actor, cantante, bailarín, vestuarista, director o escenógrafo. Incluso periodista de espectáculos. Si puede probar su currículum y tenemos una habitación libre, seguramente se convertirá en uno de nuestros estimados huéspedes. Pero recuerde: acá no se viene a morir.

Sí, los viejos mueren. Las viejas también. Algún día, todos moriremos. Pero esto no es un depósito de gente esperando a ser cenizas.

                        —      Todo el mundo se cree que esto es un geriátrico. No es así, esto es una casa de paso. Todo el que no se puede valer por sí mismo no puede vivir acá.

Zulema Durán tiene bien claras las reglas de admisión. Esta cantante de tango, que puso voz a los bailes de Juan Carlos Copes y María Nieves, que recorrió largo y tendido la noche porteña al ritmo del 2x4, que tuvo a María Félix y Libertad Lamarque como espectadoras, sabe quién entra y quién sale del edificio. Al menos si lo hacen un día de semana, después de las 5 pm y por la puerta principal. Zulema, además de residente de la pensión, es  recepcionista en el turno tarde. Siempre está bien arreglada, de trajecito con pantalón o pollera, de blusa y blazer. A veces lleva un pañuelo de colores al cuello. Siempre empuña su bastón con la mano derecha.

Zulema vive acá hace más de cinco años, y asegura que es lo mejor que le pudo haber pasado.

                       —      Estamos divinos acá. No nos falta nada. ¿Qué más puedo yo pedir en la vida? Estoy acompañada por 33 compañeros, que son como si fueran mi familia.

Una familia. En esta casa reside una gran familia, y como tal hay que convivir. Cada huésped tiene su habitación, en el 5°, 6°  u 8° piso, donde puede hacer casi lo que quiera. La mayoría tiene televisión y línea de teléfono, que pagan por su cuenta. Algunos hasta se consiguieron un mini bar. Los amantes del recuerdo, empapelan sus paredes con posters y fotos de las épocas doradas.

Puertas afuera de las piezas, los pasillos son muy austeros.  Reinan los colores pastel, apenas interrumpidos por algún cuadro en blanco y negro de alguna celebridad. La austeridad flaquea cuando alguna vieja actriz se pasea tranquila en camisón, descalza, despeinada. No la culpo. ¿Quién no anda desarreglado por su hogar? Pero debe mantenerse en los pisos del pensionado. En el resto hay gente trabajando: en el 2° y el 3° está el famoso Teatro Regina, en el 4° la capilla, en el 7° y 10° las oficinas del Instituto del Teatro, y en el 9° las salas compartidas (comedor, cocina y salón de usos múltiples).

Todo está conectado por un viejo ascensor con puertas plegadizas de reja negra, que chillan cada vez 
que alguien las abre o cierra. De a ratos no funciona y hay que usar las escaleras. Muy angostas, de vueltas cortas, suben lento pero seguro bordeando todo el lado izquierdo de la construcción.

Como en toda familia organizada, tenemos una rutina. Martes y jueves hay clases de reiki y gimnasia para la tercera edad. Todas las mañanas se reza un rosario en la capilla, y una vez por mes hay una misa. Los viernes todos se ven las caras. Linda Peretz, presidenta de la institución desde hace dos años, reúne a cada uno en el comedor después del almuerzo, y con cafecito de por medio se charla sobre lo sucedido en la semana.

                     —      Esto se empezó a implementar desde que asumió ella, y se ha logrado mucho. Es para que estén más unidos. Ella quiere que estén bien, que estén alegres, que estén contentos.

La persona que más conoce a los huéspedes sabe lo que es bueno para ellos. Rosa Escalada, más conocida como Rosita, trabaja aquí hace más de 30 años. Se autodefine como una enfermera multiuso, porque además de controlar la salud de los artistas, los acompaña día a día, los escucha, se asegura de que coman todo lo que está en su plato y pone orden cuando alguno se despierta con los cables cruzados.

Rosita es la reina de la paciencia, sobre todo cuando el albergue de ancianos se transforma en un jardín de niños. El ambo blanco contrasta con su piel morena. Lleva el pelo atado en una colita que le estira la frente pero que no desarma su sonrisa. Con voz dulce y firme, aplaca los sobresaltos. Trata de poner a todo un manto de armonía. Y le hacen caso. Para algunos, a pesar de que le llevan muchos años, es como su mamá.

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Es viernes. La reunión semanal ya pasó. También es el Día de la Primavera. Un día agitado. Querían hacer un picnic para festejar la nueva estación, pero entre las plazas colmadas de jóvenes y los viejos que no pueden caminar, decidieron que era mejor hacerlo adentro. La secretaria recorta flores rojas y azules en una cartulina. Cada una tiene escrito un nombre.

En el hall de entrada un calorcito tibio se mezcla con perfume antiguo, de esos que venían en frascos de relieve a cuadraditos. Está montada la Feria de los Artistas, la tradicional venta de ropa y objetos usados por actores, actrices y cantantes, que fueron donados para ayudar al sostén de la pensión. Se pueden encontrar desde camisas, polleras, sacos y vestidos, hasta libros y adornos antiguos. Hay gente revolviendo los percheros, sobre todo señoras grandes.

Se suponía que la feria terminaría en agosto, pero debido a la gran concurrencia decidieron dejarla un tiempo más. También está La Boutique: un sector dedicado a vender las prendas más exclusivas. Resaltan los maniquíes vestidos con trajes de Mirtha Legrand, la presidenta honoraria de la Casa. Aquí el perfume es otro, más suave, menos floral, más de ambiente. Las luces son más cálidas. Un grabador del 2000, apoyado en el piso entre pares de botas que se rematan a $ 400, da música a las recorridas.

En la secretaría, donde recortan las flores, se escucha  una voz gruesa que se esfuerza por ser finita. Dice que siempre viene a buscar el vestuario para sus obras, que encuentra cosas buenísimas a precios increíbles. Una voz más fina, fina y estridente, resalta desde la sala de administración. Se abre la puerta y sale Linda. Con su pelo rojo, moviéndose muy rápido, mirando a todos lados. Saluda a una chica joven, de unos 30, y le halaga el bebé que lleva en el carrito. Saluda al hombre que la acompaña y exclama: “¡Tenemos comisión directiva nueva!”.

Desde que ella llegó las cosas cambiaron mucho. Rosita dice que al ser mujer – la mayoría de las presidencias anteriores estuvieron a cargo de varones-, puede empatizar más con los huéspedes. Todo el mundo coincide en que su preocupación principal es  el mantenimiento de la Casa, aunque para eso deba enfrentar problemas que dejaron otras gestiones, como una deuda con la AFIP por $800.000.

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En esta casa es fácil cruzarse con las estrellas. Quizás alguna compradora indecisa se pasea por La Boutique, y como si nada, aparece Nelly Vázquez para asesorarla.  La cantante que supo brillar al lado de grandes como  Aníbal Troilo, Roberto Goyeneche o Mariano Mores, sólo por nombrar algunos, hoy es un ícono del tango argentino que descansa en el albergue. Descansa, cuando no está tomando alguna clase o ensayando para algún concierto. Descansa, siempre arreglada de pies a cabeza. Ante el más mínimo frío aprovecha para ponerse un tapado de piel. Nelly ama las pieles. Ama estar coqueta y se sonroja cuando le dicen lo pituca que está.

Recuerda momentos muy lejanos,  hace memoria mirando al cielo, encuentra el hilo de su relato y narra historias bellísimas. De repente, el hilo se pierde. Y empieza a hablar, entre sollozos,  de su hermano mellizo, que falleció meses atrás. O de Rosita, de lo bien que la cuida y cuánto la quiere. La asistente de teatro María Elena Armentano (que entre agradecimiento y resignación se apura a aclarar que es la esposa del escritor Tito Cossa antes de que se lo digan), es voluntaria en la pensión y cree que los desvaríos son una cuestión de tiempo.

                    —       Acá la gente entra con una edad y cuando vos lo venís a ver ya pasaron varios años, tienen más mañas, deterioro en la salud, no es lo mismo.

Algo de razón tiene. Bah, mucha. Pero me animo a decir, con pruebas fehacientes, que no es lo único que sucede aquí dentro. Y sino pregúntenle a  Agustín Romero y Ana Caviglia, el dramaturgo y la actriz que además de encontrar un hogar, encontraron el amor. O a la periodista Elsa Gafuri, que es una de las recién llegadas y está encantada con sus nuevos compañeros.

Hablar de mí no es fácil. Un telón de tabúes me rodea. Pero con un poco de tiempo, una charla y ganas de sonreírle a la vida, ese telón empieza a correrse. En marzo cumplí 80 años. Soy tan vieja como mis huéspedes, aunque ya vi pasar varias camadas de ellos. Hubo momentos más felices, otros no tanto. Pero algo está claro: esta casa de artistas es la oportunidad de una vejez feliz. Acá no se viene a morir.