Ni de aquí, ni de allí


Por Rodrigo Labanca



El hambre, la desesperanza y la angustia, obligaron a los venezolanos a dejar su propia tierra para ir en búsqueda de nuevos horizontes.

Dejen de lavar pocetas (inodoros) en otros países. Les digo a los venezolanos que quieran regresar del esclavismo económico: dejen de lavar pocetas en el exterior y vengan a vivir la patria", fue la invitación del presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, a sus compatriotas que migraron hacia otras ciudades del mundo por la crisis económica que atraviesa su país. “Venezuela es país de las oportunidades", añadió el mandatario. Sin embargo, a pesar de las declaraciones del líder revolucionario, más de 4 millones de caribeños decidieron abandonar su tierra, en busca de mejores oportunidades. Este número representa más del 15% de la población. —Emigrar, una palabra tan corta y que engloba tanto. Hoy, se ha convertido en mi día a día. Desde algunos meses soy emigrante. Cambiar tu vida para siempre y mantenerte alejado de tus seres amados, quién sabe por cuánto tiempo. Me preguntan por qué estoy aquí y, sin siquiera darme tiempo a responder, me dicen: "ah, cierto que en Venezuela no se consigue comida” -dice Reinaldo Sáez, uno de los miles de exiliados. Esta afirmación, como la de muchos otros refugiados, se contrapone a las de Maduro. En los más de 900 mil kilómetros cuadrados de territorio venezolano conviven realidades totalmente opuestas. Buenos Aires, con más de 25.445 radicaciones en el 2018 supera el flujo histórico; Colombia, con más de 100 mil y Panamá, con más de 80 mil, son otros de los destinos elegidos para para refugiarse. A diferencia de otras olas migratorias que recibió Argentina,  en esta oportunidad más del 67% de los venezolanos son profesionales. De poco les sirve ser ingenieros, abogados, contadores y administradores de empresas, porque  tienen que ganarse la vida, empezar desde cero una vez más. La mayoría de los venezolanos que llegan al país, con un promedio de 22 a 30 años, provienen de una clase media acomodada con algunos ahorros en sus bolsillos, pero sólo consiguen trabajos en comercios. Rappi y Glovo son dos empresas de delivery digital que los ayudan para que den sus primeros pasos. Por otro lado, Caracas Bar, lugar de copas y baile, es uno de los pocos emprendimientos que  llevó a cabo un venezolano y con el cual le da trabajo a sus compatriotas.
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 —Yo vivía en una de las esquinas más peligrosas de Maracaibo -afirma Ender Fuenmayor, uno  de los tantos caribeños que decidió abandonar su ciudad natal. La capital del Estado de Zulia, al noroeste de Venezuela era intransitable. —Allí, en varias oportunidades, vi muchos eventos violentos. La policía intentaba ingresar a la fuerza a los departamentos. Nos disparaban bombas lacrimógenas para que no nos manifestáramos. El ministro de Interior de Venezuela, Néstor Reverol, prohibió hace más de un año  las manifestaciones en todo el país. —Nos agrupábamos para reclamar  de manera pacífica la salida de Maduro del poder, por falta de comida, inseguridad, por el alto costo de la vida. Lo único que hacíamos era trancar las calles para evitar el paso de vehículos -asegura Ender. Cómo estaban prohibidas las protestas, las autoridades reprimían. —Ante esto los habitantes hacíamos “ guarimbas ”. Atravesábamos troncos, cauchos, piedras, heladeras viejas, camas, sofá, cualquier objeto grande  para que no pudieran quitar tan fácilmente y no llegase la reprimenda. Así se vivía en cualquier parte de la “tierra del oro negro”. —Todos los días salía a trabajar para comprar algo, lo que pudiera. De lunes a viernes lo hacía en un Banco y el fin de semana lo usaba para bachaquear -explica el moreno de un metro setenta, algunos kilos demás y con un vocabulario que acentúa su lugar de origen. Bachaquear significa comparar precios de los productos de la canasta básica y comprar lo más barato. —Hay gente que compraba dos aceites. Uno para uso personal y otro lo vendía o hacían un trueque por algo que necesitaban para subsistir. En época de crisis todos los integrantes de las familias venezolanas están obligados a trabajar para poder comer cada día. El mayor de los hermanos de Ender habla naturalmente de las vejaciones que vivían diariamente. —En mi casa éramos cinco, de los cuales cuatro trabajábamos. Mi tía no lo hacía, pero cuando le tocaba hacer las compras, ella encargaba materiales para hacer las tortas y vendía las porciones para juntar más plata. El sueldo mínimo es de 47 dólares (el más bajo de América) más un cesta ticket , que es un bono que entrega el Gobierno para adquirir determinados alimentos. La inflación es del 46.300%, acumulada durante el año corriente. Los organismos reguladores no permiten la venta de dólares libremente. Sólo se pueden conseguir en el mercado negro o bien, cada ciudadano puede retirar fuera del país hasta USD 2500 al mes, según las normas cambiarias. Para eludir esta restricción, los venezolanos de mayor poder adquisitivo viajaban con un tercero, al cual le daban USD 2500 para que deposite en su tarjeta de crédito y lo extraían en el exterior.  De esta manera los caribeños más pudientes conseguían dólares más baratos, que en su propio país y sus acompañantes lo hacían como una “changa” para juntar unos mangos más.
—Como  había control cambiario, algunas personas “raspaban”. Esto quiere decir que los que tienen mejor poder adquisitivo le compran a un tercero un boleto de avión a cualquier parte del mundo y les dan dólares para que deposite en su tarjeta de crédito y que lo extraigan en el exterior. El siguiente paso: ambos viajan y extraen la moneda americana. Luego vuelven y le pagan al acompañante -describe el Marabino. Era una forma de sortear las limitaciones del sistema y ayudarse a sobrevivir. —En Maracaibo, cuando viajaba en transporte público, solo podía llevar  el pasaje y la cédula porque te atracaban a cualquier hora. La última vez, me robaron la billetera, el encendedor, los cigarrillos pero me devolvieron 7 bolívares para que pudiera viajar -cuenta de manera risueña Ender, el mayor de la familia. Venezuela registra una de las tasas más alta de criminalidad. Solo en 2017 se registraron 27 mil homicidios derivados de asaltos.

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—La razón por la que decidí venirme fue por la incertidumbre. A pesar que yo sí comía tres veces al día y vivía en "buena zona", teníamos restricciones en nuestra calidad de vida. No podíamos  salir a ciertas zonas y horas debido a la terrible inseguridad. Así comenzó la odisea para Dinorath Espinoza.
Vivir en Caracas era cada vez más peligroso. Ella no aguantó más. Con tan solo 21 años, abrazó  su título de Abogada como única esperanza y se marchó. Igual que más de 25 mil compatriotas, que no soportaron la incomodidad de vivir presos en su propio país. Trabaja en un pequeño local de tres metros por dos. Todo blanco, luces cálidas y con valijas grandes, pequeñas, medianas, rígidas, flexibles, de tela y de colores. Solo hay valijas. Es un prestigioso shopping la ciudad de Buenos Aires. Dinorath despliega toda la calidez que caracteriza a los caribeños, para asistir a sus clientes. Siempre con una sonrisa, sin importar las caras largas, el apuro o malestar  de los clientes. Se ayuda con sus compañeras, que son a la vez compatriotas, con más experiencia. Si saca su celular, suena el teléfono de la empresa. Si se va al baño, suena el teléfono de la empresa. Si alguien entra a charlar suena el teléfono de la empresa. Las llaman constantemente. Los gerentes y supervisores las observan por las cámaras y les dan órdenes por vía telefónica. Morocha, de estatura baja, lleva su in 41 dumentaria de trabajo con altura. No se avergüenza de ser Doctora en leyes y tener que vender valijas. Está segura que es pasajero, que todo mejorará. Con su sueldo de empleada de comercio vive bien. Recién después de un año de estadía, puede sustentarse sola. La remuneración inicial por jornada completa de 8 horas es de $23000. A pesar del estresante trabajo, actúa como si fuera feliz. Solo basta con rememorar sus inicios para darse cuenta de que lo es. Las lágrimas brotan de sus ojos cuando recuerda porque dejó su país y la difícil adaptación en Argentina. Allí no sabía si tendría qué comer al día siguiente, si podría ir a la universidad como solía hacerlo, si la esperaría la familia al regresar. Aquí, le cuesta desenvolverse. Danyella, compatriota de Dinorath asegura que la pequeña de su grupo de amigos llegó y sufrió un desarraigo total, un exilio escalofriante, cual preso político. —La pasé muy mal apenas llegué. La desazón se me transformó en depresión y esta misma en absoluto desgano. Allí conocí a Dany. Todo empezaba a mejorar pero Dinorath no lo podía ver. Estaba muy flaca, más de lo habitual. Ya había adelgazado mucho por el estrés que vivía en Caracas y cuando llegó a Argentina se agravó esa situación. Nada la ayudaba. No consiguió trabajo por varios meses, dormía en una habitación con 5 hombres, con los que también compartía el baño y la cocina. No podía darse ningún gusto. —A veces, ni siquiera podía  ir en colectivo a buscar trabajo -recuerda la morena. Después de tres meses empezó a trabajar. Conoció una colega y compatriota pero todo seguía igual. Danyella la acompañó en su adaptación al trabajo. Sabía lo que le pasaba por su mente, por eso la cuidó en todo lo posible y la obligó a asistir a un médico. Su estado de cansancio era tal que no podía mantenerse parada y así es como la internaron. Le aplicaron suero por dos días. —Se me cerró el estómago -asegura Dinorath que no digería su malestar y todo lo veía negro. En ese momento hizo el “click”. Tomó conciencia de su estado y revirtió la situación.

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Guatemala al 4800, esquina Thames. Un lugar  como cualquier otro en el barrio de Palermo. En esa zona se concentran muchos bares, cervecerías y boliches.  Pero ese tiene algo particular para ellos. No es cualquier sitio. Dentro de los casi 5000 kilómetros de distancia que los separa de sus raíces, pueden encontrar escasas horas de refugio. Parece una casa antigua. Paredes grises. Puerta Roja. Mucha iluminación en su entrada. Mesas alrededor y reflectores en la calle que de manera intermitente cambian su color. De repente se agolpa gente en el lugar. Se abre la puerta y se escucha “Me sube la bilirrubina, cuando te miro y no me miras”. Canción típica de Juan Luis Guerra, clásico caribeño. Hay grupos numerosos. Los hombres se visten formales: camisa adentro del pantalón de vestir y zapatos. Las mujeres usan ropa llamativa, combinan brillos, colores, tacos altos y mucho maquillaje. Todos tienen algo en común. Los une su origen. —Cómo está, Bro? -pregunta con tono centroamericano y una “o” bien cerrada, una persona en la entrada, a cada uno que se acerca. Dedos de queso envueltos en masa para freír. Los llaman tequeños .  Panes de maíz de forma circular rellenas con carne de cerdo. Los llaman arepas . En todas las mesas están  estas delicias venezolanas, acompañadas por piñas coladas, mojitos y daiquiris. Caracas Bar es la pequeña Venezuela en Buenos Aires. Es parte de ellos. Todos se saludan, parecen conocerse. Hay palmeras por todos lados, color tropical, bebidas dulces, bananas que simulan decoración pero que iluminan con luz tenue. Es así como el emprendimiento de un exiliado se convirtió en un lugar de parada obligada de algunos venezolanos para sentirse como en su casa. Es el refugio para algunos de los Venezolanos que fueron llegando.