La compañía del teatro

Por Maximiliano Fiuxench

Cuando la familia y el Estado se ausentan, la tristeza aumenta. Pero un grupo de jubilados encontró en la actuación la forma de no sentirse solos.

A medida que envejecen muchas personas se quedan solas. Se van los amigos, los hermanos, se van los padres y los hijos. El Estado no va en su búsqueda.

Casi el 20% de los adultos mayores se sienten infelices gran parte del día, según un estudio del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la Universidad Católica Argentina y la Fundación Navarro Viola. Y cuanto menor es el nivel educativo y el poder económico, más se acentúa la tristeza.

Hay muchos factores que llevan a la tristeza de los ancianos, como enfermedades que disminuyan su calidad de vida, miedos propios de la edad, perder la actividad laboral luego de la jubilación, problemas económicos o con la entrega de remedios que son moneda corriente en Argentina. Pero el factor más influyente según este estudio es la ausencia de familia o el abandono por parte de la misma.

No es necesario vivir solo para estar triste, a veces las reuniones familiares traen una felicidad efímera que se evapora cuando los hijos y los nietos vuelven a su propia vida. Cuando el roce humano falta, la tristeza se hace presente.
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Héctor tiene 76 años, vive solo en Ituzaingó, tiene un hijo, una hija y dos nietas, a las que ve dos veces por semana al mediodía, un rato. Pelo blanco y corto, un gran lunar en una de sus mejillas, y un ojo apagado por culpa de una enfermedad. Es alto, y camina algo encorvado. En su cara hay una sonrisa que parece imposible borrar.

Su casa tiene tejas anaranjadas y rejas negras, con un pequeño patio delantero ordenado y las paredes recién pintadas de beige. Hay unos tres metros de camino, de baldosas entre el pasto bien cuidado, hasta la puerta de madera de un marrón cobrizo que chirria al abrirla.

—Tengo que ponerle aceite -se ríe- siempre me olvido. Vení, pasá.

La luz penetra por la ventana, e ilumina un living-comedor amplio, en donde hay una mesa de madera antigua, de esas que duran para toda la vida, un reloj con el escudo de Boca Juniors, una biblioteca perfectamente ordenada, muebles tan antiguos como aquella mesa y un televisor nuevo que desentona entre tanta antigüedad.

El aroma a pino rompe el estereotipo de casa con olor a encierro, a viejo. Se puede pasar el dedo por cualquier superficie y ni una partícula de tierra se pegaría. El resto de la casa está igual de cuidada.
Cuando falleció su esposa en 2012, Héctor conoció la soledad. Claro, siguió viendo a su hija y sus dos nietas dos veces por semana un par de horas, pero el resto del tiempo no tenía nada para hacer más que ir y venir de compras y ponerse a limpiar la casa, a pintar las rejas, o hacer cualquier labor para entretenerse.

— ¡Tengo pulgas! No puedo quedarme quieto. Yo siempre digo que el día que frene me muero
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Héctor admite haber pasado malos momentos y depresión luego de la muerte de su esposa, y es el único instante en que su sonrisa se desdibuja.

— Estaba mal, realmente. Yo no quería preocupar a mi hija así que no le decía nada, pero cerraba la puerta y me ponía a llorar.

En 2013 aceptó la propuesta de su hija, que hacía meses trataba de convencerlo de que vaya a algún club de jubilados para pasar el tiempo con otras personas, y ese mismo año empezó teatro en la Municipalidad de Ituzaingó.

Fue su mejor decisión.

A partir de ese día fue volviendo el Héctor feliz, el de siempre. Iba a la mañana, a la tarde. Jugaba al truco, al chinchón. Iba al teatro. Luego siguieron los viajes: fue a Mendoza, a Salta, a Iguazú, a Colombia. Y no le bastó. En 2015 hizo un curso de narración, y en 2016 empezó locución, actividad que aún realiza todos los sábados.

Pero el teatro le encanta.

—Vení a verme cuando quieras.
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En el Espacio de Teatro Ituzaingó, conocido por los vecinos del barrio como el ETI, se realizan talleres de actuación gratuitos para todas las edades. Los grupos asisten una vez por semana durante dos horas, y cada uno de ellos tiene un profesor distinto. En el caso de Héctor, su profesora es Flavia Carlucci.

Flavia tiene 31 años, pelo negro largo, ojos oscuros que brillan igual que el pequeño arito en su nariz. Desborda de energía y transmite lo mismo a sus alumnos, mediante ejercicios de calentamiento que incluyen caminar y correr de un lado a otro, mover las muñecas, el cuello, hacer un movimiento con las manos como si espantaran las malas vibras.

Se enciende la música y los miembros del grupo empiezan a agitarse al ritmo cubano.

— ¡Vamos bailen, descontrólense!-los anima Flavia- mientras salta eufórica.

La profesora asegura que estos ejercicios no sólo hacen que el cuerpo entre en calor, sino que además desinhibe al grupo, que se ríe al verse hacer muecas. También reconoce que la mayoría de las obras que hacen son cómicas, por lo que es fundamental perder la vergüenza.

— Si están afianzados como grupo, todo es más fácil, no hay conflictos internos.

— A veces discutimos de política -irrumpe Oscar- pero nunca de mala manera.

— Vos porque sos macrista -chicanea Olga, que se ríe a carcajadas- y eso que recién te conozco.

Las risas se contagian, mientras Flavia explica que antes eran dos grupos distintos, pero como uno era muy chico decidieron unificarlos.

De fondo, sin dejar de bailar, siguen las bromas entre Olga y Oscar, quienes hoy exhiben un primer ensayo de la que será su obra.

— Es de risa -aclara Oscar- como la mayoría. Pero también hay algunas dramáticas, ¡mirá que acá hemos llorado eh!
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Oscar tiene 72 años, ojos chiquitos, nariz prominente, y una cara redonda coronada con una sonrisa burlesca. Vive solo en Ituzaingó y es visitado frecuentemente por su único hijo y su nieto. Formaba parte del grupo más pequeño, al igual que Héctor, conformado por seis jubilados.

Ahora son 18, catorce mujeres y cuatro hombres. Y la franja etaria se amplió, ya que en el nuevo grupo hay una chica de 23 y un hombre de unos 35 años.

— Es un poco más complicado, porque somos muchos y a veces la clase se descontrola.

Todavía no empezaron a ensayar la obra de fin de año, pero los alumnos ya presentaron varias propuestas que Flavia evaluará en las vacaciones de invierno. Por el momento sólo ejercicios de improvisación y pequeñas escenas tomadas de cuentos y películas o incluso inventadas.

A Oscar le gusta el fútbol y lee cuentos de Fontanarrosa, sobre todo los más cortitos, que se los imprime su hijo o se los presta Héctor, también fanático del rosarino. Parece que los gustos van de la mano, porque a ambos también les encanta leer textos de Eduardo Galeano.

Cuando su esposa falleció en 2015 Oscar tenía un año de hacer teatro, y admite que esta actividad fue el sostén que lo mantuvo vivo. No se perdió una sola clase.

— Por supuesto que estaba mal, pero tenía que seguir yendo, ahí descargás todo.

Oscar recuerda que en 2017 asistió con su hijo a una muestra en homenaje al “negro” Fontanarrosa, realizada en la Biblioteca Nacional, donde se deleitó con dibujos y textos que no había visto antes.

— A mí hijo no le gusta mucho -reconoce Oscar- pero igual me acompaña siempre a donde quiero ir.

Los ojos se le agrandan por primera vez y se le infla el pecho al hablar de su “pibe”, y parece que le fuera a apoyar la mano en el hombro, aunque no esté.

Un poco en chiste, un poco en serio, Oscar dice tener una enamorada en el grupo. Por eso cada vez que escucha el nombre Georgina se ríe a carcajadas.
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Georgina tiene 84 años, y es la más longeva de los 18 integrantes. Posee ojos grandes de un color celeste grisáceo. Su cabeza está cubierta por abundante pelo blanco enrulado, como una nube que la sigue a todas partes.

Ella también pertenece al ex grupo pequeño, y sonríe cuando habla de la cantidad que son ahora. Dice que le gusta que haya mucha gente a su alrededor. Hace 7 años que vive sola en Ituzaingó, desde que su marido falleció, y siempre encontró actividades que la mantienen entretenida.

Su casa tiene rejas verdes, un pequeño patio delantero casi sin plantas y con poco pasto, paredes beige y un ventanal enorme decorado con dos cortinas rosas. Rompe con el estereotipo de jubilada. No mira televisión, no escucha la radio, no lee el diario, y asegura que si fuese por ella las pocas plantas que tiene se le morirían de sed.

— A mí me gusta salir, estoy todo el día afuera de acá para allá.

Es una de las primeras integrantes del grupo de teatro, junto con Fanny y Raquel, si se cuenta sólo a quienes aún siguen realizando este taller. Georgina recuerda que una de las mejores actuaciones fue entre Héctor y Fanny, cuando representaron una escena de la película “Conversaciones con mamá”, y hace gestos con sus manos imitando a su compañera.

Si fuese jueves o viernes, o domingo, sería distinto. Georgina estaría dando vueltas buscando qué hacer para no estar aburrida. Reconoce que a veces se deprime un poco. Pero hoy es martes, así que su sonrisa es constante. Hoy hay teatro. Se va a encontrar con Fanny, con Héctor, y por supuesto con Oscar.

Cuando se le menciona a Oscar ella se ríe tan fuerte como puede, se quita los anteojos y se seca unas lágrimas invisibles con sus muñecas.

— A mi me cargan porque dicen que le agarro mucho la mano ¡Pero yo soy así!

Efectivamente, Georgina tiene la costumbre de agarrar las manos de quien sea que esté hablando con ella. Pero eso no quita que haya un brillito en sus ojos al hablar de Oscar.