La hermana que perdió su mitad


Por Victoria Luque
Gabriela escapó de su ciudad natal en busca de una mejor vida, pero se encontró con una tragedia que la cambiaría para siempre.

             En el andén 1 de la estación del tren Sarmiento en el barrio de Once hay un mural con 52 corazones. Cada uno de ellos tiene un nombre. Un papá, una mamá, un hijo, una amiga, un hermano. Personas que una mañana subieron al tren sin saber que el destino sería la muerte.
                                                                       ***
            Son las 8 de la mañana del 22 de febrero de 2012. Miguel Ángel Núñez Vilcapoma está cerrando la puerta principal de su casa de Ramos Mejía en la zona oeste de Buenos Aires. Esa mañana está saliendo más temprano de lo habitual porque tiene que pasar por lo de un amigo antes de ir a trabajar.
            En el baño, su hermana melliza Gabriela de ojos achinados, cabello lacio negro y tez morena está cepillándose los dientes cuando escucha que se abre la puerta nuevamente.
            -Me olvidé la dirección.
            En ese momento ella logra ver que Miguel vestía un jean, una remera negra y una mochila. Dato que le será útil en unas horas.
Esa es la última vez que verá a su hermano con vida.
            Una hora después ella encenderá la televisión para ver la temperatura, pero todos sus sentidos se alertarán al ver una gran placa roja con la leyenda “URGENTE- Accidente ferroviario en la estación de Once”. Por dentro sentirá que algo anda mal e inmediatamente intentará comunicarse con Miguel, pero la respuesta jamás llegará.
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            Miguel y Gabriela nacieron en Lima, Perú. Su padre Agustín era médico y cobraba un sueldo importante. Su madre Magda, vino a trabajar a la Argentina de empleada doméstica cuando ellos apenas tenían 5 años. Solo los visitaba en Navidad. Durante su infancia los nenes vivieron con una tía porque el Sr. Núñez trabajaba demasiado y no podía cuidarlos.
            Un día, cuando los mellizos tenían 9 años, Agustín los llevó a conocer la casa de una amiga, cuyos hijos –casi de la misma edad que ellos - lo llamaban “papá”.
            Una tarde el Sr. Núñez retiró a Gabriela del colegio, pero en lugar de llevarla a su hogar, la llevó a la casa de la familia paralela.
            -Estuve viviendo con ellos escondida de agosto a diciembre. El juez determinó que fue un secuestro. La abuela de los chicos me maltrataba, me mandaba a limpiar, a lavar la ropa...- recuerda la joven.
            Cuando Magda pudo juntar el dinero suficiente para pagar un pasaje aéreo volvió a Perú para rescatar a su hija.
            -Mi hermano, aunque habíamos ido juntos una sola vez, se acordó como llegar a la casa. Si no era por él, a mí no me recuperaba nadie- afirma Gabriela.
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            Todos los canales de televisión transmitían las mismas imágenes. En la estación de Once reinaba el caos. El primer vagón había impactado contra los paragolpes de contención y el tren era un acordeón. Los policías les  prohibían a los familiares que se acercaran al lugar. Los medios competían para conseguir entrevistas exclusivas. Los paramédicos corrían de un lado a otro intentando salvar vidas. Los llantos y los alaridos no cesaban. Los bomberos pedían herramientas de forma urgente para romper las chapas de los vagones y así sacar a la gente que seguía atrapada.
            Vaselina. Eso arrojaban para poder “despegar” a las personas entre sí y rescatarlas.
|           Según los testimonios del médico titular del SAME, Alberto Crescenti, TBA, la concesionaria del Sarmiento en el momento del choque, no contaba con un plan de contingencia. No había especialistas ferroviarios que indicaran a los socorristas cómo evacuar.
            La pesadilla parecía no tener fin. Decenas de hombres y mujeres se acumulaban en los andenes para observar el escalofriante suceso. Vidrios rotos y humo. Olor a sangre, a aceite quemado, a sopletes cortando hierro. El terror, la angustia y el dolor traspasaban las pantallas de los televisores.
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            Luego del secuestro, Magda gastó todo su dinero en abogados para que el padre de sus hijos le pagara la cuota alimentaria, pero nunca lo consiguió. Resignada decidió sacar un préstamo para comprar pasajes y volver a Buenos Aires con ellos.
-        Yo me vine de Perú con una mochilita. No tenía nada. Usaba ropa prestada. - recuerda Gabriela.
            Desde los 14 años los mellizos debieron trabajar para ayudar a su mamá. En el colegio eran excelentes estudiantes, pero sufrían mucha discriminación.
-        ¿Por qué Miguel es abanderado si ni siquiera tiene documento? - reclamaban los compañeros.
            Miguel siempre se destacó por sacar las mejores notas. Cuando terminó la secundaria se inscribió en el Instituto Sudamericano para la Enseñanza de la Comunicación (ISEC) y años después se recibió de periodista.
            Luis, un amigo de Miguel, recuerda el particular humor ácido que lo caracterizaba.
-        Tenía una picardía muy buena. Te decía lo justo y necesario, pero sin ofenderte. Era gracioso.
            El jefe de la compañía de seguros donde Miguel trabajaba como data entry lo recuerda como un empleado de lo más eficiente.
-        Miguelito era predispuesto, responsable, puntual. Se hacía querer. Siempre cumplía con lo que se le pedía. Tan buena era la tarea que realizaba que lo recomendé a un colega para que trabajara también con él.
                      Pero cuando parecía que la vida de Miguel se encaminaba a ser lo que siempre había soñado, la tragedia 
acabó con todo.                                                     
 ***
            Esa mañana, Gabriela y Magda, al igual que cientos de familiares, llamaron a todos los hospitales adonde estaban llevando a los heridos.
            Pero Miguel no aparecía.
Al mediodía, cinco horas después del choque, la Superintendencia de Bomberos dio por finalizado el operativo de rescate. Para entonces, los medios hablaban de 50 muertos y 676 heridos.
Pero Miguel no aparecía.
A las 18hs Gabriela cerró la oficina de la Obra Social donde trabajaba, caminó hasta la estación de Morón y esa fue la última vez que tomó un tren en su vida. El ataque de pánico duró todo el viaje.
Al llegar a su casa y encontrar a Magda desconsolada decidió que no podían quedarse de brazos cruzados y se dirigió a la comisaría de Once para denunciarlo como desaparecido, pero de allí la enviaron a la morgue de Chacarita.
-        Tenías que hacer fila. La gente salía llorando y yo tenía el temor de salir igual. Cuando llegaba tu turno te metían en una oficina con una computadora y te iban pasando un power point con las fotos de las víctimas.
            Tan simple como eso.
            Gabriela vio pasar cada una de las imágenes, pero no reconoció a Miguel en ninguna de ellas. Cuando llegó a casa se brotó. Perdió la cordura que había sostenido hasta ese momento. Lloró, gritó, rompió cosas y sólo pudo dormir después de tomar un calmante.
            A la mañana siguiente imprimió fotos y recorrió todos los hospitales de Buenos Aires.
            Pero Miguel no aparecía.
            Con el corazón latiendo a mil por hora y una angustia inmensurable, se dirigió a la morgue judicial.
            Para ese momento solo quedaban dos víctimas sin identificar: un hombre y una mujer.
            Mientras Gabriela esperaba en el hall de entrada, una mujer de nariz pequeña y pómulos altos salió de una habitación exaltada y golpeó la pared a los gritos.
            - Si! ¡Vamos carajo! Lucas no está acá!
            Era María Luján Rey, quien buscó a su hijo durante los tres días posteriores a la catástrofe hasta que lo encontraron prensado y comprimido en una cabina de uno de los vagones. Sus restos estaban tan compactados que no se veían a simple vista.
            -En ese momento me di cuenta de que yo no iba a salir igual de feliz que ella- recuerda Gabriela.
            Finalmente, la llevaron al subsuelo. Las paredes pintadas de colores fríos y los forenses vestidos con ambos blancos creaban el clima de una película de terror.
            Allí pudo ver el cuerpo de Miguel.
            Entre los papeles que debió firmar figuraba la causa de muerte: “...existencia de múltiples lesiones en diferentes regiones del cuerpo derivadas de un mismo siniestro”, o en términos más comunes: politraumatismo.
            - Sentí que tenía la vida cagada. - confiesa Gabriela- Yo estuve sin mi mamá de los 5 a los 9 años, pero siempre lo tuve a él para todo. Y ahí dije: “Estoy sola”.                                                                                                                                                           ***
            El 18 de marzo de 2015 comenzó el juicio por la tragedia de Once, que tiene 300 testigos y 29 imputados, entre ellos el maquinista que conducía la formación, secretarios de transporte y el director de TBA. Están acusados por administración fraudulenta y descarrilamiento con estrago culposo.
            Luego de investigar, la justicia determinó que no se puede hablar de un “accidente”, porque lo sucedido aquella mañana fue desencadenado por la perversidad de un sistema que desviaba dinero destinado al mantenimiento de los trenes hacia los bolsillos de funcionarios y empresarios corruptos. 
            Actualmente hay 21 condenados, pero ningún preso. Recién cuando la sentencia quede firme irán a la cárcel. Ricardo Jaime está detenido, pero por una causa que investiga la compra de material ferroviario inservible a España y Portugal.
            El mismo día del choque, Magda y Gabriela recibieron numerosos llamados de abogados oportunistas. El que eligieron abandonó el caso a los pocos meses porque aseguró que era una causa perdida. Por lo tanto, madre e hija decidieron continuar con el juicio civil, ya que el penal resultaría mucho más desgastante para ellas.
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            Son las 12 del mediodía del 14 de julio de 2018. La casa de la familia Núñez es cálida y acogedora. Es un día frío, pero adentro el hogar está encendido. Se escucha un ruido de cacerolas chocando entre sí proveniente de la cocina. Hay olor a comida. Magda está cocinando ceviche, típica comida peruana.
Lo primero que llama la atención es un cartel en el living con la cara de un joven, parecido a Gabriela, sonriendo. Debajo, la característica frase: “Ju5t1cia para las víctimas de Once”.
Pero ese cartel nunca sale de ahí.
Cada 22 de febrero los familiares de las víctimas se reúnen para rendir homenaje y pedir justicia. Sin embargo, Magda y su hija no van a esos actos.
-  Yo no participo porque no me da el corazón. A mí no me suman nada. Es algo que me pasó, es un dolor enorme, pero no dejo que eso me defina. Obviamente quiero que se haga justicia, pero no es mi razón de vivir- explica Gabriela.
La habitación de Miguel hoy la ocupa su hermana. En el panel de corcho sobre la cama hay varias fotos de la infancia que compartieron en Perú. A pesar de los duros momentos que les tocó vivir se los ve felices.
Hoy Gabriela tiene 30 años. Mientras mira las fotos recuerda a su hermano con nostalgia.
-        Habíamos quedado en que cuando los dos tuviéramos un trabajo en blanco tramitábamos el DNI, pero bueno… no se pudo.
            Después de 6 años de la tragedia, ella ya no llora. Sus ojos negros se humedecen mientras habla, pero se mantiene fuerte. Hizo terapia un tiempo, pero descubrió que su mejor medicina era la religión y sus amigos.
            -Yo creo que a la psiquiatra y a la psicóloga mi caso las sobrepasó. Me querían medicar, querían que hable de mi papá... y yo necesitaba hablar de otra cosa. Una me preguntó porque no tenía novio y ahí decidí no ir más.
            Despacio, se acerca a la cocina para ayudar a Magda. Así la ayuda todos los días. Con los quehaceres, y con el dolor que las acompañará el resto de sus vidas.