Patovicas, una mala palabra



Por Sergio Gomez

Guardianes de templos que poco tienen de sagrados. Abren o no las puertas según como te veas. Son simples empleados. Un engranaje fundamental para el funcionamiento de un boliche. Pero como toda pieza, son reemplazables.

Cuando cae el sol, se visten de oscuridad y se preparan para siete horas de incertidumbre. Todo puede pasar.

Y todo pasa.

                                                                          ***


El reloj marca la medianoche en Gregorio de Laferrere. Ya es sábado y los boliches se preparan para abrir las puertas.

La noche es joven. Los autos todavía no armaron el desfile que repiten cada fin de semana por Av. Luro. Una escena calcada de cualquier película de Rápido y Furioso. El alcohol será el protagonista y la policía parte del decorado.

En la esquina entre Magnasco y la avenida se encuentra Ink Oeste, una discoteca de dos pisos en pleno corazón de Laferrere. Hace 6 meses que Freddy Juárez es el encargado de seguridad. El patovica con más de 10 años de experiencia estará parado 7 horas. Recibirá $450 pesos por su jornada.

En la pirámide salarial se encuentra en la base. Por encima están los RR. PP, bartenders y, en la cima, los DJs.

Sin embargo, el trabajo sucio lo hace él.

—Yo no sé si la persona que saco y me amenaza, va a volver y me va a matar. Hay compañeros a los que les ha pasado—

                                                                      ***


En marzo de 2013 Freddy no pensaba en las consecuencias de su trabajo.

El sábado 23 a las once de la noche llegaba a una bailanta de Zona Oeste. Media hora después, el encargado de seguridad le asignaba el perímetro a cubrir. Nada fuera de lo normal.

Cerca de las dos de la mañana comenzaba la pesadilla.

—Venite que se armó— Le grita un compañero por el handy.

Una batalla campal entre dos grupos se había desatado.

Existe una ley fundamental que el patovica debe seguir: todos los problemas se resuelven afuera del club nocturno. Pero hay situaciones que sobrepasan a cualquiera. Como esta.

Entre empujones llega al centro de la pelea. Los gritos son sus últimos recuerdos de esa noche.
Nada importa. Ni su metro ochenta de altura, ni su complexión física morruda. Un golpe en la cara lo deja inconsciente. El agresor desaparece.

Horas más tarde recupera la conciencia en un hospital. El doctor le informa de una fractura de cráneo y que deberá quedar internado por una semana. El establecimiento paga los medicamentos. Las secuelas psicológicas, él.

El primer fin de semana después del alta, Freddy ya está de nuevo en el trabajo. Pero nada es igual.
— Laburé unos meses más y después lo tuve que dejar. Me sentía mal. Si la piña hubiese sido un poco más arriba, perdía el ojo. Esas cosas no te dejan trabajar tranquilo—

Cuatro fueron los años que se alejó de los boliches, hasta que en 2017 la falta de trabajo lo arrastró de nuevo. Desde entonces cada fin de semana custodia el boliche y espera una oportunidad, una oferta que lo saque de un trabajo que no le gusta y pone su vida en riesgo a cada momento.

                                                                    ***
A un kilómetro de la estación Villa Luro del tren Sarmiento se encuentra el gimnasio Freedom, la segunda casa del ex boxeador profesional Andrés Puentes. Un molinete, al mejor estilo subte, recibe a quienes ingresan impidiendo el acceso de aquellos que no son miembros. Pero el profesor de boxeo de 46 años no necesita mostrar ninguna credencial.

Comienza su recorrido por las máquinas y saluda a sus amigos. No pasa inadvertido por sus dos metros de altura. Sonríe constantemente mientras charla, nadie pensaría que durante cuatro años se desempeñó como patovica en Pachá, un boliche de Capital Federal.

Del 2004 al 2008, el ex boxeador se vistió con su traje negro y salió a la pista de baile para apaciguar los conflictos de la noche porteña. Necesitaba plata para comprar un departamento.

Compañeros tuvo muchos, algunos duraron más que otros ya que la actitud es tan importante como el físico. Ser autoridad no es para cualquiera. 
                                                                       ***
El 2007 fue el año en el que Andrés vivió su propia guerra.

El viernes 6 de julio la noche no presentaba nada inusual. Dos pibes comenzaron a agredirse verbalmente y el ex boxeador se interpuso. En contraste con el conurbano, la mitad de los problemas se resuelven hablando en estos boliches.

Como cada noche, Andrés espera que las horas pasen volando para cobrar sus $1000 pesos.

A las tres de la mañana estaciona un micro que recorrió distintos barrios privados de la zona. Un equipo de rugbiers baja y entra en el local.

En menos de una hora el alcohol desata el primer conflicto entre los deportistas y otros clientes. Los golpes se reparten por todos lados. Las chicas también salen lastimadas.

Andrés sujeta a uno de los jóvenes, pero lo golpean desde atrás y no llega a sacarlo. Entre forcejeos, un compañero del ex boxeador le rompe la nariz a un chico. Primer y último error.

— El boliche le soltó la mano. Como estaba en negro, le pagaron el día y lo echaron. Por eso nos tienen en negro, porque somos descartables—

El poder económico de los clubes nocturnos los blinda ante las denuncias. El patovica se convierte en el blanco y los tiros más certeros los disparan los medios de comunicación.

— La televisión nos trata de violentos. Para ellos todos somos la misma mierda. Nuestra versión nunca está en las noticias— 

                                                                    ***
Aunque Freddy y Andrés tuvieron el mismo trabajo, no fueron la misma clase de patovica. Según el lugar los requisitos cambian. La paga también. Aunque una de las características, que todos tienen en común, deriva del origen de su apodo.

En la década del 1930 en la ciudad de Ingeniero Maschwitz, norte de Buenos Aires, se encontraba “Patos Viccas”. El criadero donde patos y pavos eran alimentados con leche y cereal. Al engordar, los animales aparentaban tener músculos.  En los años 50 el nombre se les adjudicó a los fisicoculturistas y, por último, la deformación de la palabra llegó a los guardias de seguridad.

Al físico, hay que sumar el inglés para algunos bailables de Capital Federal. Al igual que experiencia en artes marciales.

Sin embargo, todo cambia en el Conurbano Bonaerense. La única exigencia es estar.

El trato con los clientes también es distinto. En el primero, el público que concurre pertenece a una clase media alta y muchos son hijos de jueces, empresarios o políticos.

— Algunos se creen que son mejores que vos y no te respetan. Tenés que pensar dos veces antes de tocar a alguien, porque te puede costar más que tu trabajo—  menciona Andrés.

La realidad de Freddy es otra. Las peleas son una actividad constante y la falta de profesionalismo se revela en las palizas que cubren los noticieros.

— Yo no soy de pelear, voy y hablo lo más que pueda, pero hay patovas que resuelven todo a las piñas. Nos dejan mal a todos – confiesa Freddy.

De la misma manera que hay distintas clases de patovicas, también existen diferentes modos para iniciarse en el mundo de la seguridad en los boliches.

Las dos principales son el reclutamiento en los gimnasios y la red de contactos. La primera funciona como una zona de pesca en donde la apariencia física prima por sobre la experiencia. La última es por recomendación. La confianza es el punto clave.

  — Cuando armo un equipo de seguridad tengo que sentirme seguro. Tengo que saber que puedo contar con cada uno—  dice Freddy mientras le da una palmada a un compañero que no se inmuta
.
Y es que ningún control es 100% efectivo. La droga siempre encuentra un lugar para esconderse, el alcohol es un factor para el caos y cualquier objeto puede convertirse en un arma. 

Freddy lo sufrió en carne propia cuando una mujer policía ebria, que se encontraba de civil, lo apuñaló en la mano con un zapato taco aguja.

— Vos podés tener mil ojos y siempre hay algo que no vas a ver—

                                                                  ***

Aunque la regulación de la actividad ya es una realidad, el trabajo informal predomina dentro del rubro.

Cuando en 2008 se promulgó la Ley Nacional de Espectáculos Públicos - la 26.370 - que establece un registro laboral y una capacitación obligatoria que brinda el sindicato, Andrés ya no ejercía el oficio.

Freddy nunca se afilió al Sindicato Único de Trabajadores de Control de Admisión y Permanencia de la República Argentina (SUTCAPRA). No le nacía y tampoco vinieron a buscarlo. Nunca trabajó en blanco, no tiene obra social y cobra la mitad de lo establecido por el acuerdo paritario en 2018.

Desde el 2009 la provincia de Buenos Aires está adherida a la Ley Nacional. Y en los últimos siete años, el Centro de Formación Profesional N°420 capacitó a más de mil controladores (y controladoras) de admisión y permanencia.

Aun así, el patovica de Laferrere no conoce a nadie con certificado y en blanco. Tampoco cree en la utilidad del curso. Tiene años de experiencia y sabe que es imposible prepararse en cinco meses.

La noche del patova es impredecible. Andrés la vivió y no piensa volver. La edad le pasó factura y en esta profesión la fecha de vencimiento del cuerpo es más corta. De su experiencia rescata una idea, una advertencia a quienes dan sus primeros pasos en la profesión:

—Por más grandote que seas, la noche siempre va a ser más grande que vos—