UCRANIA SIEMPRE FUE UCRANIA

 


por Cynthia Pedrini

 

Son los peores años de Vladimir y Larysa. Se quieren ir. Empezar de cero en otro país. Israel, Alemania, Australia y Canadá pueden ser los destinos. La familia Krivchikov vive a 1200 km de Kiev, la capital de Ucrania, en el Dombás, la frontera este con Rusia. La ciudad tiene 400 mil habitantes. Ríos y bosques, pero también fábricas industriales y 10 minas de carbón para producir hierro, mercurio y cilitra.

 

Larysa era contadora en una empresa que fabricaba libros, mientras que Vladimir, después de graduarse como ingeniero civil y tras 10 años de servicio militar, producía bloques de ladrillos en una de las minas. Hoy, atienden un almacén y una verdulería en su propia casa para mantener a sus hijos. Pero el dinero no alcanza. Pertenencias y libros sirven de canje para comprar comida. 

 

La gran crisis había comenzado con el Referéndum de 1993. En ese momento, Ucrania firma y se independiza de la Unión Soviética (URSS), luego de 30 años. Con la libertad de 15 repúblicas cae un 56% el PBI, el doble que durante la Gran Depresión de 1929. La hiperinflación consume todo. Se privatizan fábricas, cierran minas y quitan los subsidios en las industrias pesadas. Todo teñido por la corrupción.              

 

— ¿Argentina? Nada, ni amigos. Pero vamos allá.

 

—En Argentina hay mucho trabajo. Tierra muy buena. Puedes producir como acá y tener una quinta, huerto y animales. Trabajo en las ciudades. Ahí llaman a los profesionales.

 

Vladimir sabe de construcción, pero también de caza, campo y cultivos. Todo, menos español.

 

—Ya soy grande y no hablo el idioma.

 

—Bueno, tu hijo es joven. Por suerte sabe algo. Anda, ve con él, que será más fácil.

 

Larysa sabe que no queda otra. Ellya es el hijo mayor de 16 años y se sumará al viaje. Al menos podrá esquivar el servicio militar obligatorio. 

 

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18.500 kilómetros recorridos. 18 horas de viaje. Maletas de 15 kg. Sólo tienen ropa, herramientas y dinero. Vladimir y Ellya llegan al Aeropuerto de Ezeiza. Se encuentran con Vasyl, un amigo ucraniano que hace 5 años reside en Argentina.

 

Habían pasado dos años. Dos años de pérdidas: padres, madres, abuelos y su último hijo. De vender objetos valiosos. De vivir con los préstamos de dos amigos, Pablo y Dimitri. De vender todo por los pasajes de avión. Dos años instalados en la embajada argentina en Kiev para conseguir los documentos. Vladimir cumplía las condiciones:  ser menor de 40 años, tener familia, hijos, estudios universitarios y saber lo básico del idioma.

 

Atrás habían quedado Larysa y las hijas Anna de 14 y Mark de 2 años. Ahora, los tres hombres toman el coletivo a Once. Tendrán que caminar 50 cuadras. Los espera El Sol Familiar, un hotel en la calle Corrientes que parece de 1.800. 

 

Hace calor. Están cansados. Así es el clima porteño, lejos de las temperaturas bajo cero. Les toca un cuarto sin ventanas, con 2 camas marineras, un armario, baño, mesas, sillas y cocina abierta, que compartirán con uruguayos, paraguayos, bolivianos y rusos.

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Sérgei vende café en la estación de Once. Tiene unos 40 años, pero vive sólo. Sostiene a su familia a la distancia desde hace 4 años. Es uno de los compañeros de cuarto de Vladimir y Ellya. 

 

Sérgei también es de Dombás. Esa región del este de Ucrania que tiene dos ciudades: Donetsk, fundada por un maestro siderúrgico galés en 1869, y Luhansk, siete décadas antes por un industrial escocés.

 

— Buscá en el diario Clarín, por clasificados. Ahí tenés anuncios donde necesitan trabajadores. Podés ver de camarero o mozo. Mira y traduce. Después llama o le decís al muchacho que hable por vos. Cuando tengas dirección, corre porque se junta gente. 

 

Sérgei le transmite saberes a Vladimir.

 

— En calle me regalaron el de hoy. Ahora veo.

 

—Ahora es tarde. Necesitas el que sale temprano en puesto de diario. A la noche vas y compras el primero que sale a las 2. A unas 40 cuadras de acá está la fábrica, rodeando Villa 31. Tenés que ser rápido.

 

—Más de una hora caminando de noche. ¿Sos loco?

 

—Si queres trabajo mejor, hacelo. Pensá en familia, los chicos. 

 

Cuando llegaron a Argentina, Vladimir había encontrado trabajo para hacer mudanzas en dos días y su hijo Ellya se convirtió en cadete en cinco. Después arreglarían ventanas, revoques y pisos por algunas semanas. Esperaban una nueva posibilidad.

 

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Vladimir está dispuesto a correr. Siempre es el primero en las filas. Se mentaliza. En un año va a traer a su familia. Toma su mochila, 3 dólares y un diccionario. Está completamente sólo. Es de noche y las luces caen en las casillas de chapa de la Villa 31. Galpones, zanjas, polvo, mugre, muebles rotos y perros. Vladimir acelera. El corazón late fuerte cuando ve a unos jóvenes en moto. Hablan en otro idioma. Lo miran fijamente.

 

Llega rápido por el miedo. Es de los primeros entre unos 150 desempleados. Compra el diario por un dólar, lo guarda con poco cuidado y corre de vuelta al hotel.

 

No va a dormir. Se preparará un café y leerá desorientado los anuncios.

 

A las 5 debe estar en una oficina en microcentro. Él, que siempre fue el primero, va a llegar tarde, dos hombres le sacarán el lugar. No hay plata para micros, remises ni combis. Todo se hace a pie, aunque haya que caminar muchos kilómetros.

 

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— ¿Cómo estás? – pregunta Vladimir - ¿Cómo están los chicos?

 

  Ustedes, ¿todo bien?

 

Es el turno de Larysa. Está ansiosa. Sólo van a hablar 3 minutos. Nunca se podía llegar a los 5. El costo equivalía a 10 dólares, 2 días de trabajo.

 

Así, será el primer año y medio hasta que le ofrecen a Vladimir dejar las paredes y la mestranza para cuidar una quinta en Berazategui, sobre las calles Sarandí y Avellaneda. Ese trabajo permitirá pagar tres pasajes para Larysa, Anna y Mark. Meses después, en plena crisis de 2001, llegará ‘El clan Kotsias’, otra quinta en Marcos Paz con huertas, gallinas, perros, frutales y mucho campo, como volver a la ciudad natal.

 

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Año 2000.  Oxana Kritevich es una maestra de primaria de 31 años que vive en Zaporiyia, una ciudad industrializada de Ucrania con 716.292 habitantes y 6 reactores nucleares. Nadie imagina que 22 años después serían apagados para evitar un nuevo Chernobíl.

 

La ciudad deja de ser el centro industrial y comercial de Europa del Este por la caída de la Unión Soviética (URSS). Los trenes, antes cargados de productos, pasan cada vez menos. Oleksandr, marido de Oxana, es encargado ferroviario y sabe que los tiempos de la conexión con Moscú son parte del pasado.

 

 

Hay que darle de comer a Aleksei, de 9 años, y Oleksandr de 7. Por eso, tienen granja y una huerta. Los cambios políticos no ayudan. Huelgas y protestas invaden las calles como consecuencia de los duros tiempos post soviéticos. Es el momento de migrar.

 

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Oleksandr y Oxana están en Argentina. No conocen el idioma. La tierra prometida no aparece. Tienen $270. Gastan $240 en el hotel y le sobran $30 para que coman sus hijos.

 

Llegaron hace un mes y Oleksandr trabaja en la construcción. También, lava coches. Oxana no es docente como en Ucrania, ahora limpia un edificio una vez a la semana por $10 pesos. Meses después lo hará en los baños del shopping de Liniers.

 

Ni siquiera se pueden tomar el tren. Los dos caminan del departamento al trabajo. Vuelven de noche y tienen miedo que les roben lo poco que tienen. 

 

Como un deja vú, Argentina vivía la peor crisis económica hasta entonces conocida. Es el 2001 y los dos ucranianos se suman a las 3.036.000 personas que pierden su empleo y caen en la pobreza, por entonces la mitad de la población de CABA y Gran Buenos Aires.

 

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Oxana llora. Siguen en el hotel. La familia no come bien hace varios días. Una estufa amortigua el frío del invierno.

 

— Ma, ¿qué pasó?

 

Aleksei se da cuenta.

 

— No puedo vender, no puedo abrir la boca y decir “te propongo” con un papel porque ni sé lo que significa.

 

— Yo sabía que iba a pasar eso. Vamos juntos si querés

 

Sonríe. Aleksei siempre se ríe.

 

— ¡No me voy a quedar afuera! Si ustedes salen yo también

 

Oleksandr, de 8 ocho, grita.

 

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Oxana tiene un plan. Sólo basta convertir los pesos que tiene en los bolsillos en una caja de alfajores Guaymallén. Tiene el itinerario. Los niños están de vacaciones de la escuela. Serán sus traductores. 

 

Hace frío. Son las 9 de la mañana. Recorren las plazas, la estación de tren, supermercados y hasta almacenes. Un alfajor sale 25 centavos y el pack de 4 está un peso. Saben que las ventas van a ser un éxito. El truco está en el trabajo en equipo. Cada día serán más cajas y más plata en el bolsillo.

 

Aleksei y Aleksandr también venden. A ellos les tocan los chocolates. Se turnan para entrar a los comercios y hacer contactos. Pero, siempre, la prioridad es la escuela. Sólo salen los días libres y las vacaciones. Pronto, el Aleksandr mayor se sumará a las salidas.

 

Algunos meses más servirán para sobrevivir. De a poco podrán ayudar a la familia que quedó en Ucrania. Nuevos trabajos permitirán pagar el alquiler y hasta comprar 3 carritos llenos en un supermercado. Limpiar una fábrica para dejar los alfajores y ganar 1.000 dólares al mes.

 

Oxana nunca imaginaría que en Argentina podría ver a su madre por última vez y, también, a su abuela. Tampoco que viviría en la localidad bonaerense de Mariano Acosta en un terreno propio.

 

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Oleksandr Protskov es un obrero metalúrgico. Vive en Mariúpol, una ciudad costera y moderna, con Olena, una economista. Juntos atravesaron la caída de la Unión Soviética y la crisis que se llevó su negocio de ropa y los separaría por varios años.

 

En 1999, Oleksandr se va a Argentina. Consigue trabajo en la construcción y envía dinero. Mientras, Olena cuida a sus hijos y asiste a una iglesia. También, trabaja en un centro de rehabilitación llamado República Peregrino. Asiste a niños y adolescentes en situación de calle que consumen alcohol y drogas. Por 10 años, su única conexión será por Skype.

 

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2009. Se reanuda la guerra del gas entre Ucrania y Rusia. La economía sufre una recesión del 15%. Separatistas y prorrusos, comunistas y socialistas, se enfrentan en las calles. Incluso las diferencias se presentan en las familias.

 

Los padres y el hermano de Olena fallecen. Ya no queda nadie a quien cuidar. Es hora de reunirse con su esposo. Es el momento de Argentina. Olena llegará con sus hijos de 22 y 29 años. Solo tienen 20 dólares y una maleta.

 

Para entonces, Oleksandr había perdido el trabajo luego de 10 años en Argentina. Desde el primer día, Olena se convertirá en la “señora sí”. Las manteras de la calle 25 de Mayo veneran sus habilidades para las ventas. Sólo le basta mover la cabeza y pronunciar una sola palabra. Venderá café y medialunas con un carrito en las calles del Microcentro, a metros del Obelisco. Serán 36 termos por turno durante los 5 días de la semana a lo largo de diez años. Desde las 6 de la mañana a las 9 de la noche.

 

Una década después la venta ambulante se transforma en un negocio de comida armenia, rusa y ucraniana en una casa en la ribera del Río Alegre, localidad de Mariano Acosta.

 

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Jueves 24 de febrero de 2022. Europa se despierta con un anuncio: “Operación militar especial” en Ucrania. Así bautiza a la Guerra el presidente ruso Vladimir Putin. Empieza la invasión. Hay que “desnazificar” con bombardeos y avance de tropas.

 

Mientras tanto, en Marcos Paz, Vladimir y Larisa cuidan la quinta del Clan Kotsias. Tienen un nuevo negocio que creció en la pandemia: la venta de rollos de polietileno. Ellya es economista. Está casado y tiene dos hijos. Los nietos son Anna, también economista y en pareja. Mark, el más chico, es bombero voluntario y estudia comercio internacional. 

 

Oxana ya no tiene al Aleksandr mayor. Es profesora de matemática. Estudió otra vez para revalidar el título. Su casa es un refugio que brinda comida y ayuda escolar a 150 personas. Ya tiene tres nietas de Aleksei.

 

Olena está otra vez con las manos en la tierra. Cuida una huerta y árboles frutales. Es referente de la comunidad ucraniana en Río Alegre. También, consejera y líder de las reuniones de mujeres en Mariano Acosta. Sabe que dejar todo valió la pena.