EL DISFRAZ DE LA PIEL

 


por Valeria Amaya //

Espero que la fila avance. Estoy impaciente y se me nota en el cuerpo. Siempre que me impaciento mi postura se encorva y empiezo a golpetear el pie en el piso. Hace ya dos meses que saqué la entrada, pero estos 15 minutos de demora para ingresar parecen horas. Avanzamos. Antes de entrar, un señor pulcro de traje y corbata negros me detiene. 

—La mochila por favor. 

Me rodea con un detector de metales para verificar que no llevo nada extraño. En cuanto ingreso me recibe una persona bajita. Tiene voz de mujer, aunque no puedo saberlo con certeza porque está cubierta de la cabeza a los pies con un overol blanco y guantes a juego. Lleva una máscara un poco aterradora e intimidante que solo permite observar los ojos, la boca y las fosas nasales.

—¡Bienvenidos! ¿Podrán mostrarme el QR de la entrada?

Es inevitable buscar rasgos humanos detrás del plástico. Le muestro el celular. Valida mi ingreso y me invita a pasar a un salón muy luminoso, atravesado por dos grandes columnas que aparentan cargar todo el peso del techo. La sala está llena de gente que mueve la cabeza al ritmo de una música ochentosa. A la izquierda hay una barra donde el bartender -insisto en tratar de develar su género- me sirve algo en un vaso descartable.

—¿Qué es esta experiencia? ¿Es un show? ¿Es un juego? ¿Es una secta?

—Es lo que vos querés que sea.

***

Lo que vos querés que sea es en Niceto Vega 5350 en Palermo. Una experiencia que vale $4.315 si elegís un día jueves, o $4.830 si optás por un viernes, sábado o domingo, aunque con más de seis acompañantes te sale un poco menos.

Hoy es domingo. En el medio del salón, dos, tres, cuatro personas disfrazadas y enmascaradas invitan a bailar. En las esquinas, hay grupitos de amigos sacándose selfies, constantemente interrumpidos por estas personas blancas que se cuelan en las fotos; pero de un momento a otro, el ambiente cambia. 

Se abre una puerta en el extremo izquierdo y un grupo de enmascarados nos hacen señas con los brazos, indicándonos que nos acerquemos a ellos y salgamos del salón. La consigna es seguir al malón de gente hacia otra puerta que se ubica fuera del predio. Detrás de esa puerta no hay música ni luz. El corazón se me acelera mientras camino por un pasillo largo y oscuro, guiado por una hilera de luces led azules en el piso que desemboca en otra habitación todavía más oscura. Las personas blancas ya no hablan, se comunican por señas. Nos dividen en dos filas y con sus manos nos indican cuando avanzar y cuando detenernos. Aquí es donde quienes llegaron acompañados pierden a sus acompañantes. Lo que sigue es un sector de cubículos con llave. El mío es el C11. Ahí espera mi máscara.

Ahora quien habla es una enorme pantalla con letras blancas.

—Quedate en tu lugar y no hagas nada.

Los 150 participantes terminan de ubicarse frente a sus boxes.

Una voz grave y masculina toma la palabra.

—Por favor, no te muevas hasta que termine el instructivo. En la caja que tenés al frente tuyo encontrarás un cubículo, allí podrás guardar todos tus objetos personales. Sí, celular incluido. Encontrarás una bolsa con tu traje. Primero colocate el mameluco, bien cerrado hasta el cuello, y ponete la capucha. Las botitas van sobre tu calzado, y asegurate de ponerte bien los guantes. Por último, y sólo por último, ponete la máscara. Tenés cinco minutos para cambiarte.

El traje es ridículo pero me saco una selfie. Aunque ya nadie podría reconocerme.

—Esta es la última oportunidad para sacarte fotos y compartirlas, y dejar un registro de como eras antes… de ser… real.

Como si de un entrenamiento militar se tratara, nos ubicamos en una gran fila y marchamos hacia el último y definitivo salón.

***

“Dale una máscara a un hombre y te diré la verdad”. Javier Drucaroff se inspiró en la frase de Oscar Wilde para idear este evento inmersivo que, este año en Buenos Aires, propone a los participantes quitarse las caretas de la vergüenza y de la discreción para soltarse bajo el disfraz del anonimato.

Esta experiencia impulsada por la reconocida Preludio y Ozono Producciones, responsable de despliegues como Fuerza Bruta, ya se presentó en países como Estados Unidos, Sudáfrica, India e Inglaterra. La intención es implementar un ambiente donde los participantes reciban diferentes estímulos a través de los sentidos.

Como si de un psicodrama se tratara, ingreso a un submundo encerrado entre cuatro paredes, rodeado de una inmensa oscuridad, y asumo el personaje de un ser enmascarado que se mezcla con la muchedumbre, con cientos de personas disfrazadas exactamente igual a mí. Recorro el salón de punta a punta observando a los demás participantes. Nos miramos, nos sentimos extraños, fuera de la zona de confort.

Ahora, la voz en off da nuevas instrucciones.

—Bienvenido a Real Self, un espacio donde podés ser vos mismo, sin prejuicios, sin vergüenza, sin limitaciones. Arranquemos con unas respiraciones profundas. Inhalá, exhalá, sentí tu cuerpo. ¿Qué tenés ganas de hacer? ¿Te querés sentar? ¿Te querés acostar en el piso? ¿Querés caminar? Hacé lo que sientas que debés hacer.

Antes de llegar a acomodarme en el piso, un enorme haz de luz se mueve desde el techo hasta una esquina del salón.

—¿Te viene a la mente algún recuerdo que te haga sentir triste? ¿Serías capaz de matar a alguien que odiás? Si estás de acuerdo, dirigite a la luz.

Aquel haz de luz se convierte en un enorme cuadrado en el medio de la habitación. Con actitud obediente, muchos, muchísimos enmascarados se dirigen a esa sección. Sin decirlo en palabras, admiten que podrían asesinar aquella persona que odian, a aquella que les trae un mal recuerdo.

—¿Alguna vez pensaste en el suicidio? Si contestás que sí, acércate al círculo de luz.

Nuevamente, un círculo de luz se ubica en el otro extremo del salón. Parte del grupo se traslada de una zona de luz a otra. Algunos salen de las sombras.

—¿Alguna vez fuiste víctima de abuso? Si es así, dirigite a la luz.

La premisa me angustia. Lloro detrás de la máscara. La cantidad de personas que se acercan a la luz es grande. Están declarándose víctimas de abuso. Se me eriza la piel. ¿Acaso aquellas personas hubieran confesado tal íntimo secreto sin el disfraz puesto?

—Escuchate a vos mismo. ¿Qué necesitás ahora? ¿Necesitás un abrazo? Sentite libre de pedírselo a la persona que creas la indicada. Recordá que sea lo que sea que sientas ahora, es parte de la experiencia y está bien.

Ahora todos somos iguales, caminamos lentamente mientras nos rozamos unos con otros. El ambiente me motiva a olvidar que la persona a mi lado es un completo desconocido, y lo abrazo. Lo abrazo con fuerza y él, o ella, me abraza de la misma forma, como un consuelo mutuo.

***

“Una experiencia individual y colectiva a la vez” es una de las consignas del evento. Hasta que no lo vivís, no te das cuenta de lo certera que es la frase.

La psicología de masas llama contagio colectivo a la tendencia a imitar casi automáticamente la conducta de los demás, con la intención de lograr una convergencia emocional entre pares. Es así como entre estas cuatro paredes no sólo somos iguales por la máscara, sino que también todos actuamos igual, como guiados por una energía superior que sincroniza los cuerpos. 

—¿Qué querés hacer? ¿Querés correr? ¡Corré! ¿Querés gritar? ¡Gritá! ¿Querés bailar? ¡Bailá!

De repente, la música funcional se convierte en una especie de rock instrumental que acelera las pulsaciones. Casi sin querer comienzo a correr en círculos por la habitación, acoplándome a la masa. Agitada, freno. ¿Por qué estoy haciendo esto? ¿Solo porque una voz del más allá me lo ordenó? ¿O porque técnicamente pagué para hacerlo?

Observo a los demás participantes y me rio. Los veo correr como locos, algunos gritan, otros perrean hasta el piso, como si realmente la máscara los liberara de la vergüenza. Pareciera que mis compañeros enmascarados se animaron a poner el cuerpo para interpretar a un personaje por fuera de su “Yo” habitual.

La pérdida de la referencia visual los desinhibe, los libera de prejuicios, de miradas críticas. Aquella visión del otro que en la vida diaria los condiciona se despersonaliza, se apaga. El otro simbólico, como diría Jacques Lacan, la dialéctica entre el sujeto físico y el mundo imaginario, la imagen que especulamos que el otro tiene de nosotros, aquel ideal del Yo que construimos para pertenecer al orden social, se esfuma.

Pero a mí eso no me pasa, me siento más expuesta que nunca, observada, desenmascarada, ¿estaré haciendo algo mal? ¿cómo hago para ser yo misma sin los complejos que me invadan?

La música frena de golpe.

—Ubicate en un cuadrado de luz. Ese cuadrado va a ser tuyo y solo tuyo. ¿Observás que frente a vos hay alguien?

Nuevamente con espíritu militar nos ubicamos uno al lado del otro en cuatro largas filas enfrentadas.

—Seguí la línea de luces y ubicate frente de tu compañero.

Mi cuadrado de luz ahora se une por una fina línea recta con otra persona. Me ubico frente al desconocido que identifico como un hombre.

—Ahora, miralo a los ojos. ¿Qué sentís? ¿Vergüenza? ¿Incertidumbre? ¿Tranquilidad? Sea lo que sea que sientas, es parte de la experiencia y eso está bien.

Me río. Al principio me siento ridícula mientras miro fijamente esa máscara, pero de a poco gano tranquilidad. Sus ojos verdes, por alguna razón, me generan paz. Muy comprometida con la consigna, no desvío la mirada en ningún momento, ni él tampoco. ¿Qué sentirá?

—A esa persona a la que estás mirando a los ojos, ¿Le aceptarías un baile?

Mi compañero de miradas extiende su mano derecha. La tomo, apoyo mi mano izquierda en su hombro y nos balanceamos al ritmo de un vals. Nos movemos ágilmente por el salón, hacemos volteretas y saltamos torpes.

Me río con ganas. Estoy disfrutando. 

Finalmente entiendo que no hice nada mal, que mi vergüenza y mis complejos son parte de mí. Cargamos una máscara simbólica en cada ámbito de nuestra existencia, y actuamos distintos personajes en la vida diaria. Mientras reflexiono nos ubicamos en una ronda enorme que abarca la totalidad del salón.

—Ahora que te liberaste, que te soltaste, ¿estás dispuesto a ser vos mismo sin la máscara? ¿Te animás? ¡Soltate y sacátela!

Nuevamente el efecto de contagio colectivo. Uno a uno nos quitamos la máscara y la pista explota en música electrónica. De a poco, quienes vinimos acompañados comenzamos a reencontrarnos con nuestros amigos. Abrazo desaforadamente a mis acompañantes como si no los hubiera visto en años. Satisfecha con mi experiencia me llevo la máscara a casa. Va a quedar como un recuerdo bien visible en el medio del living.