El desafío vivir con depresión




Por Paula Portillo //

Es enero y la temperatura roza los 30 grados, pero dentro del 166 que salió de Haedo pasadas las 20hs, se sienten como 40. El colectivo va lleno y entre esos pasajeros amontonados viajan Carla y Marina. 

En Palermo las espera una de las hamburgueserías de moda del momento y de allí una caminata de pocas cuadras hasta el bar donde van a tomar algo con otras amigas. La noche está despejada y ambas esperaron esa salida durante varias semanas.  

— ¡Un asiento por favor! —pide Marina en un grito mientras sostiene a Carla para que no se caiga. Apenas llevan la mitad del viaje y su amiga, quien hacía un instante se estaba riendo, está llorando y temblando. 

Un hombre abre una ventana, otro se levanta de su asiento para que Carla pueda sentarse y una mujer improvisa un abanico con la revista de ofertas de una perfumería porque la ve agitada y transpirada. Todos se dieron cuenta que allí ocurre algo, pero la mayoría solo la observa de reojo, mientras el colectivo continúa avanzando a toda marcha por la Juan B. Justo. 

Sudor frío, taquicardia, inestabilidad, temblores, miedo, eso que sintió Carla, son los síntomas más comunes de los ataques de pánico, una manifestación física de un trastorno de salud mental, un problema que sufre una de cada cuatro personas, según datos relevados por la Organización Mundial de la Salud (OMS).

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Un gato marrón y blanco se recuesta en un sillón oscuro, sobre un montón de ropa y papeles arrugados. Su cola oscila como el péndulo de un reloj, mientras sus ojos amarillos se fijan en Carla, su dueña, que termina una reunión virtual de trabajo.  

—Tuve que amagar con renunciar para que me dejaran seguir haciendo home office. Soy diseñadora gráfica, y creo que trabajo mejor en mi casa —dice mientras extiende los brazos para señalar el living del departamento en el que vive sola desde el 2020.

Platos con restos de comida en varios estados de descomposición se amontonan sobre todas las superficies del comedor. Las bolsas de basura de toda la semana esperan junto a la puerta de entrada que alguien las saque.

Durante la pandemia más del 40% de la población argentina sufrió de episodios de ansiedad y el 30% atravesó niveles de depresión significativos, según revela un estudio del Instituto de Investigaciones Psicológicas (IIPs). Y Carla no fue la excepción. Su salud mental empeoró durante el aislamiento social y nunca más regresó al trabajo presencial.

— Me estreso menos acá porque no tengo que perseguirme por lo que voy a decir si tengo un día malo. Hay veces que no me puedo levantar de la cama, y pensar en el viaje hasta Capital, me hace sentir peor. En casa, si estoy mal puedo trabajar acostada o recuperar ese tiempo en otro momento. Es más cómodo para todos.

Carla tiene 28 años y hace tres que su psiquiatra le diagnosticó trastorno depresivo mayor y de ansiedad, después de un largo camino que comenzó en el 2017 cuando sufrió su primer ataque de pánico en un colectivo. 

—Me medicaron cuando vieron que ya no podía más. No tenía fuerzas ni para hacer las cosas que me gustaban y mucho menos para las que no.

Empezó terapia en 2016, después de una pelea con su novio, pero tuvo que pasar por cuatro profesionales hasta que la derivaron a un psiquiatra. 

En uno de los cajones de su habitación, bajo un montículo de ropa, se observa una colección de blísters de fluoxetina, paroxetina, y alprazolam, señal de varios intentos de tratamiento que no funcionaron.

Si bien encontrar la medicación correcta fue un proceso largo que necesitó de mucha prueba y error, en su última consulta el médico decidió bajarle la dosis para ver cómo evoluciona.  

—Me asusta la posibilidad de que algún día me la saquen, pero a la vez quiero saber que de alguna forma estoy mejorando. 

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En el comedor de un pequeño departamento de Nueva Pompeya, Candela se ceba unos mates. Las manos que se cierran alrededor del termo son pequeñas, como todo el cuerpo, y con las cutículas lastimadas por sus propios dientes. Bajo la mesa, su pie golpea contra el piso a un ritmo desparejo y ansioso por el tema de la conversación. 

—Me estaba atendiendo con una psicóloga que solo cobra un bono a voluntad, pero va tanta gente que apenas pude hacer ocho sesiones. Me recomendó atenderme con un psiquiatra porque el desgano y los malos pensamientos podían llegar a ser depresión.

Ese comentario de parte de su terapeuta no la sorprendió, no con la vida que tuvo. 

A los 8 años perdió a su madre por una enfermedad degenerativa y a los 16 a su padre por una falla cardíaca. Vivió unos meses con su hermana mayor, con quien nunca se llevó bien, hasta que la echó de su casa. 

Unos amigos de sus padres la acogieron para que terminara el colegio en Córdoba, donde nació. Después se mudó a Buenos Aires con unos tíos a los que había visto pocas veces.  

—Como vivía cerca de la Facultad de Psicología quise estudiar, pero hacer algo en lo de mis tíos era imposible. Peleábamos tanto que un día dejé el CBC, busqué un trabajo y me fui.

Desde el 2020 comparte un departamento de dos ambientes con dos chicas cordobesas, también de 22 años, que vinieron a Buenos Aires a probar suerte. Pese a haber logrado independencia, Candela siente que su salud mental empeoró. 

—Todavía no fui al psiquiatra porque es muy caro y con el trabajo no tengo tiempo para ir a un hospital público a hacer filas.

Candela pudo acceder a una entrevista con el sector de salud mental de OSECAC, su obra social, después de solicitarla en varias ocasiones. Pero el sistema es lento. Lleva dos meses esperando noticias sobre su tratamiento y piensa que no van a llamarla. 

En Argentina, el 11,5% de la población utiliza algún servicio de Salud Mental al año y según la OMS, en Argentina hay 82.776 psicólogos activos, es decir casi 200 profesionales por cada 100.000 habitantes.

Paradójicamente, en el país con la mayor cantidad de psicólogos per cápita la demanda de atención no está cubierta para quienes no pueden acceder a un servicio particular, como es el caso de Candela. 

En CABA, la sesión con un psicólogo varía entre $2500 y $5000, dependiendo del barrio, y una consulta con un psiquiatra supera los $4000. Los antidepresivos para un mes de tratamiento cuestan entre $2500 y $9000. En el caso de querer atenderse de forma privada, Candela debería gastar como mínimo 17 mil pesos mensuales, casi un cuarto de su sueldo de secretaria. 

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En la sala de espera de un consultorio médico de Longchamps, Noelia se remueve en su silla, mientras espera. Esta es la primera vez que Belén, su hermana menor, se atiende con su psicólogo de forma presencial después de más de un año de terapia virtual.

Durante el 2020, cuando el aislamiento social se hizo obligatorio, Belén se mudó con Noelia después de una pelea con sus padres por haber dejado la universidad. La convivencia resultó ser más problemática de lo esperado e hizo que saltaran todas las alarmas. 

—Algunos días estaba normal y otros no salía de la habitación para nada. La ibas a ver y estaba quieta en la oscuridad, pero ella no se daba cuenta de las horas que llevaba así. Me hacía muy mal verla porque no parecía mi hermana —dice Noelia.

En su peor momento, Belén no se lavó los dientes por una semana y dejó de comer. Fue en ese punto, cuando la situación parecía insostenible, que Noelia y Martín, su marido, intervinieron. Le consiguieron un turno con un psicólogo amigo con quien continúa atendiéndose.

—A mis viejos no les gustó que la trajéramos. Ellos son grandes y no entienden. Tuvimos que explicarles que ya no es como antes, que mucha gente hace terapia y que eso no significa nada malo.

En Latinoamérica el estigma relacionado a la salud mental es uno de los mayores obstáculos que enfrentan las personas a la hora de buscar tratamiento, según reveló un estudio de OMS. Los prejuicios relacionados con las patologías mentales afectan la calidad de vida de quienes las padecen. Dificultan su adaptación a espacios laborales y les impiden establecer relaciones sociales normalizadas con su entorno. 

—Le dije que estaba cansada todo el tiempo y me recomendó hacer otra consulta con el psiquiatra para ver si no es efecto también de la medicación —dice Belén, cuando sale del consultorio. Tiene los ojos rojos y húmedos, pero también muestra una sonrisa, que se agranda al ver a su hermana en la sala de espera. 

Después de tres meses de terapia, decidió hacer una consulta con un médico por su cuenta porque sospechaba que lo que tenía era depresión. Poder acceder a esa atención y luego a un tratamiento la ayudó a recuperar su rutina y normalizar la relación con su familia.

—No es fácil de describir. La peor parte son los pensamientos de que nunca voy a ser lo suficientemente buena en nada, de que las personas a mi alrededor no me quieren, de estar siempre esperando que pase algo malo. 

—¿Y cómo haces cuando te sentís así?

—Cuando tenés depresión no se pueden callar esos pensamientos, solo bajarles el volumen e intentar que se queden así todo el tiempo posible mientras haces tu vida.