CARLOS KEEN, UNA ILUSIÓN ÓPTICA

 


por López Camila

Acá hubo épocas buenas. Farmacias, Registro Civil, escuelas, jardines de infantes, oficina de correo, el cine San Carlos. Hasta una estación por la que pasaba el tren a Pergamino. Hoy, no queda nada.

Esto es Carlos Keen. Un pueblo de 500 habitantes, donde nadie atiende el teléfono, ni sale a la puerta. Todos se conocen, pero no saben nada de los vecinos. Gente sólo se ve en el almacén, la sociedad de fomento, la iglesia y las únicas dos pequeñas fábricas.

Carlos Keen está a 75 kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires. Los fines de semana explota. Cinco mil autos se amontonan en la ruta de acceso al pueblo, cual vacas en un camión de ganado. Valga la redundancia, llegan al campo. Los días de semana, en esas pocas manzanas que mantienen la fachada del siglo pasado, los quinenses, como le dicen a la gente de Carlos Keen, sobreviven.

Las calles son de tierra. Llenas de piedras y algunos pozos. Muchas no tienen salida. La mayoría cuentan con dos o tres casas y el camino termina ahí. Hasta el Censo de 1991 no se contabilizó más de 600 habitantes. Pero, los porteños ni lo saben, no caminan por ahí.

Todo gira alrededor de la estación del ferrocarril. Ahí se amontonan los autos. La gente tira la manta o se sienta en las parrillas. A las 18, la ruta ilustra un camino de hormiguitas.

Un pibe de unos 20 años con un termo blanco entre los brazos entra pidiendo permiso al galpón. Todos están como encasa.

— Cuánta gente, la ruta de acceso está imposible. ¿Se acuerda de mí? Vine hace unos dos meses aproximadamente.

Un hombre de unos 70 años con boina marrón lo mira y achina los ojos que esconde detrás de unos enormes anteojos de marcos cuadrados y negros.

—Ajá, ¿era para poner un puesto en la feria no?

El pibe sonríe como si fuera su abuelo.

—No, te conté que la ruta estaba colapsada. Me dijiste que antes era peor porque no estaban pavimentadas.

Oscar tiene 69 años, nacido y criado en Carlos Keen. Entrega cinco o seis termos de agua caliente cada diez minutos por $50 a la hora del almuerzo. En realidad, desde los 19 años participa de comisiones en la sociedad de fomento. Fue tres veces presidente. Es el creador del Jardín de Infantes 915 y uno de los que peleó por tener la Escuela Media N°4.

El lugar de trabajo de Oscar es un galpón con un piso de parquet sin brillo, techo altísimo, de los de antes, y las paredes revocadas. Lleno de muchas cosas de las que se guardan por las dudas. Sillas rotas, tablas, una garrafa y una escalera apoyada contra la pared.

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Dos de la tarde. Calle 3, número 503. Estancia familiar “Mirando al Sur”. Está a pocos metros del restaurante Macklura. Hay un cartel: “Producción de gírgolas a 200m, se hacen visitas guiadas”.

A la derecha, unos cactus acompañan el camino polvoriento. Miden más de dos metros. A lo lejos se ve una tranquera de madera. Un cartel naranja y verde da la bienvenida. Un pizarrón tiene anotados días y horarios para las visitas.

Allí, se hacen hongos comestibles. Son blancos, arrugados y tienen un sombrero gris. A veces varía el color por la época del año y el clima. Pueden ser rosas y hasta amarillos. Se venden en los comercios de la zona. Son carnosos y firmes. Sirven para hacer pastas, tortillas, milanesas, sándwiches, omelet y se comen rellenos. También, se usan en la cocina gourmet.

Los fines de semana son la changa de Leandro y su familia. La fábrica es su casa. Tiene cuatro habitaciones acondicionadas para el crecimiento del hongo. Un pasillo las conecta con el área de selección y empaquetado final.

Leandro recibe la paja de avena y la viruta. La mete en unos grandes tambores que se encargan de moler y mezclar. La hidrata con agua. Necesita llegar al 70% de humedad. Luego, se hace un cambio térmico. Es el momento de pasteurizar. Tiene que bajar de los 80 a los 25 grados para no lastimar el hongo que quiere producir. Cuando disminuye la temperatura, todo el sustrato se coloca en grandes bolsas de polietileno y se cuelgan del techo de una sala que tiene ocho horas de luz, un 80 o 90% de humedad y una renovación de aire constante. A los 20 días, empieza a fructificar, del otro lado de la bolsa. Se cosechan y en otros 20 días vuelven a salir. El proceso se repite varias veces. Cada bolsa doble pesa entre 8 y 9 kilos. Los hongos alcanzan el tamaño de la mano de una persona adulta.

El sustento económico de Leandro, en el 2018, ocupó el puesto número 11 de actividades argentinas innovadoras.

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En este pueblo no existen las rejas. Tampoco los departamentos. Ni las casas muy altas. Las fachadas son humildes. La mayoría de las construcciones de ladrillos.

La iglesia no tiene visitantes. Tampoco un sacerdote permanente. Ni un gramo de polvo. Los asientos parecen recién lijados y barnizados. El pasto siempre está corto.

A la hora de la siesta, el almacén del barrio cuelga un cartel: “Cerrado”. En la sociedad de fomento hay una sola persona. Tiene una caja en la mesa donde guarda la plata de quienes usan el baño, aunque no vaya nadie.

A la tarde noche, la gente se vuelve para la capital. Pero hay otra opción: en la calle Bernardo de Yrigoyen 255 la única casa de la cuadra tiene ventanas largas y una puerta de madera. De esas con el buzón de cartas de hierro. Se alquila los fines de semana.

Cada domingo, entre cinco y seis autos estacionan en la puerta. La alfombra de bienvenida en realidad es un mármol blanco que tiene grabado: CANDIDO YRURE. Uno de los primeros habitantes del pueblo. Era el dueño del lugar. La residencia se construyó en 1902. Dentro de ella se pueden observar pinturas murales de más de cien años de antigüedad. Representan a Ceres, Diosa de la Agricultura.

En Internet casi no hay información de Cándido. Lo único que se sabe es que también donó el terreno para construir la Capilla San Carlos Borromeo en 1906.

Cómodamente, pueden convivir entre ocho y diez personas. Tiene una cocina a leña, marca Careli, verde agua. Otra cocina, pero industrial y una heladera que parece un placard de madera.

Hay tres habitaciones con cielorraso y piso de pinotea. Dos matrimoniales y una con tres camas individuales y una cuna. Todos los colchones tienen cubrecamas de color bordó. Las camas son de madera y fierros, de esas que tienen respaldos altos y muchos detalles con curvas. Algunas paredes están empapeladas con diseños floreados.

Hay tres baños que todavía tienen piletas antiguas. Una galería con parrilla y una mesa larga. Un parque arbolado de 1200 m2 desde el que se puede ver el molino de Keen. Y hasta una pileta con solárium húmedo. En el patio que antecede hay una mesa de fierro con cuatro sillas antiguas en el centro.

Las plantas no solo están afuera, también por todos los rincones de la casa, junto a puertas largas, esas que uno podría ver en edificios como el Congreso o la Casa Rosada.

Desde 2004, se ha alquilado para eventos y como alojamiento los fines de semana. Hoy sus actuales dueños, Silvia Lattion y Alberto Soriano, esposo y esposa, solo optan por la segunda opción. Les llevó tres años refaccionarla. No tenía pisos, ni paredes en buen estado. Pero lograron mantener el estilo original.

Cuando llegaron al pueblo solo había cuatro restaurantes y los accesos eran de tierra. Los colectivos salían de Luján cada tres horas. El 276 R8, 410 A, 57 B1. Hoy sale solamente el 503, cada dos. De hecho, en 1935, cuando se enumeraron las rutas nacionales y nació la 7, que hoy pasa a 10 km, desapareció el tránsito del pueblo.

Silvia y Alberto no viven en Carlos Keen durante la semana. Son de Castelar.

Silvia tiene el pelo corto y enrulado. Debe rondar los 60 años. En días hábiles tiene dos empleos. Es dueña de un local desde 1984 y trabaja para una empresa gastronómica.

Alberto es constructor y fanático de refaccionar propiedades destruidas. En el 2001, paseando con sus hijos por el pueblo encontró el edificio y averiguó con vecinos, a través de llamados telefónicos. También en el municipio y en inmobiliarias. Después, compraron la casa.

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A la gente de Carlos Keen no le gustan los turistas porque no conocen la historia del pueblo.

En la revista “Historia Bonaerense: Origen y fundación de los pueblos” de 2017 está resumida en tres carillas. A Capilla del Señor y a Morón le dedican por lo menos 5 páginas.

En 2007, la Comisión Nacional de Museos y de Monumentos y Lugares Históricos declaró a Carlos Keen como "Bien de Interés Histórico Nacional”. Desde entonces, las fábricas, la escuela, el jardín, la parroquia, la sociedad de fomento y todos los edificios del pueblo tienen carteles en su entrada: “Carlos Keen, pueblo turístico”. Los acompaña una breve reseña.

Hay turistas. Sí, desde hace 10 años van cada vez más. Los sábados, domingos y feriados, entre cinco y seis mil personas. Autos y camionetas por todos lados. No solo para pasear. Van a comer. Hay parrillas de campo desde los $2.000 hasta los $4.800. Otros llegan a trabajar en los restaurantes. Los nenes de Keen, Macklura y El Molino tienen hasta las veredas ocupadas. Son sólo 3 de los más de 20 con gente esperando por mesas. No hay manteles. La vajilla es la que uno puede tener en casa. Parrilla rústica e incompleta para los que llegan más tarde, a las 15 o 16.

Los turistas se sacan fotos. Hacen ruido. Estacionan los autos en las puertas y sobre las veredas de los hogares. Ingresan sin permiso a las construcciones con peligro de derrumbe. Mientras tanto, los quinenses están todos encerrados. No atienden la puerta. No les importa el timbre. Las casas parecen vacías.

Desde de Luján llegan los stands de la feria de artesanos. Los espera un predio con el suelo lleno de piedritas y una buena iluminación. Son unos 40 puestos. Uno pegadito al otro. Se organizan en dos comisiones con un tesorero. Todos lujanenses. Venden salames, quesos de campo, sahumerios, productos naturales, mochilas y más.

Después del frenético ir y venir de los porteños es otro pueblo los días de semana. La escuela primaria tiene jornada extendida para los de Luján. Los quinenses prefieren la media jornada.

Mientras los productores y chacareros pasan las horas en el campo, la estación de tren hace de espacio verde para que jueguen a la pelota, al vóley y corran hasta que caiga el sol.

Carlos Keen se vende en Internet como el lugar donde podés pasar “un día de campo, cerca de tu casa”. Para sus 500 habitantes es otra cosa.