Una granja para la libertad


En la actualidad hay 2,5 millones de argentinos adictos a las drogas, pero sólo algunos pueden salvarse. Historias de tres hombres atravesados entre el consumo y la esperanza por renacer. 

Por Santiago Ahumada

El presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon, le declaró la guerra a las drogas en el comienzo de la década de los ‘70. Desde entonces, el esfuerzo está dirigido a la persecución tanto de productores como de consumidores. “Al desaparecer la demanda, se extinguirá la oferta”, defienden los convencidos del enfoque basado en la seguridad violenta. Hace casi 40 años que esta lucha sigue y se intensifica día a día. ¿Quién gana y quién pierde? Las fuerzas de seguridad de cada país  incautan cantidades cada vez mayores de estupefacientes, pero los cárteles continúan gestionando sus ganancias millonarias. Ellos no pierden. Según datos de las Naciones Unidas, el comercio de drogas generó una rentabilidad de $150.000 millones en el 2018. Las personas que terminan atrapadas en esta red de sustancias, violencia e incertidumbre son las que pagan, con su plata, primero, y con su cuerpo, después.

Una calle de tierra, con el nombre de Libertad, hace de acceso hasta la granja Alcer. Ubicada en Marcos Paz, 50km al este de la Ciudad de Buenos Aires e inserta en el tercer cordón del conurbano bonaerense, donde el asfalto se convierte en un bien de lujo para los autos que se alejan de la jungla de cemento, hace gala de su distancia de los grandes centros urbanos como una parte fundamental del proceso de rehabilitación.

Como si se tratara de una tienda de la Cruz Roja en medio del campo de batalla, sus internados buscan evitar el peor final. Luego de transitar los caminos embarrados de las afueras del pueblo, un sendero lo bastante ancho para una sola persona, protegido con árboles a ambos lados, desemboca en una casa estilo americana que oficia de recepción. La pintura saltada de las paredes, la cocina con la canilla que se resiste a cesar en su goteo continuo y la oficina del director con olor a cigarrillo dan la bienvenida al lugar. Por las ventanas se los puede ver a ellos caminar y trabajar con sus mochilas de historias en la espalda, las víctimas de la guerra mundial contra las drogas.

El terreno abarca el ancho y largo de una cuadra, en su interior se erigen cinco edificios que, desde hace años, han visto pasar cientos de hombres con internaciones más o menos exitosas. El estilo de la recepción del director se contagia a los dos complejos de departamentos para los pacientes, al taller de carpintería junto a otro de herrería, a un salón de usos múltiples y un comedor/cocina.  Cada uno de estos lugares ubicado en su punta correspondiente de la cuadra con el espacio para almorzar y cenar en el centro y, entre ellos, un parque salpicado de árboles con carteles clavados que profesan frases como: “No importa qué tan lento vayas, siempre y cuando no te detengas”, “el éxito no es definitivo, el fracaso no es fatal: lo que cuenta es el coraje para continuar”, y “comienza ahora a ser desde hoy lo que serás en el futuro”.

–Acá tienen que estar 17 meses y yo no los obligo a quedarse, pueden irse cuando se les cante el orto. Lo que hago es no darle razones para que se vayan a la mierda con el primer transa que encuentran –así definió su filosofía el director de la granja Carlos Cerrutti –Yo también estuve en rehabilitación, la comida era una mierda, todos encerrados. Acá ellos se cocinan, pueden entrar y salir, están mejor que en sus casas.

En realidad, lo estaban. Cada uno de los internados aseguraba que si volvía a su ciudad de origen lo mataba la policía que ya lo había marcado o el traficante al que le debía plata. Aunque, no sólo de ellos debían cuidarse, su ranchada anterior también los preocupaba. Sabían que los pibes estaban ahí, como siempre, en la esquina, esperando. Sin embargo, no juzgaban a esos hombres con menos suerte que aún se entretenían fumando y tomando en las calles de Moreno, Libertad o Rodríguez porque Alcer es un lugar privado y los pacientes son conscientes, más que nadie, que las oportunidades en la vida no fueron las mismas para todos.

Carlos, a sus 58 años, asegura que sólo reniega con el posible cáncer de próstata que le detectaron, con personas ya no. La computadora con la imagen de sus hijas como fondo de pantalla, una biblioteca llena de películas para compartir con los pacientes, un rosario y recuerdos de sus viajes a México, Brasil y Colombia; son algunas de las cosas que decoran su oficina. Dueño de unos ojos marrones que se maravillan mientras sacude con sus dedos gruesos el frasco de arena blanca caribeña que guardó como souvenir. Un poco menos de un metro ochenta de años luchando con su propia adicción, primero, y con la aflicción de otros, después. Pelo negro aunque salpicado de blanco. “Cada una de estas canas tiene el nombre y apellido de alguno estos pibes”, bromeó.

La granja cuenta con un método original para tratar las adicciones: dulce de membrillo. Rojo, dulce hasta el cansancio, un sabor característico en los festejos del 9 de julio. Si bien tiene un uso diferente, acá también representa la independencia. Carlos se niega a darles psicofármacos sustitutivos a quienes llegan, una práctica común entre los centros de rehabilitación, critica su inutilidad y la argumenta con su propia experiencia.

– Cada uno de nosotros tiene un diablito y un angelito en los hombros, pero en los adictos el mal derrota al bien en cada uno de sus intentos y le dice “drogáte, drogáte dale, que mierda importa”. Entonces, con el membrillo le estamos dando de comer al angelito…
–Ya sé que es una pelotudez lo que te estoy diciendo -se interrumpió con su voz grave y rasposa. –Pero es lo que les decimos a los pibes que entran, ahora te digo la verdad. –resume Carlos.

El dulce de membrillo, haciéndole honor a su nombre, está hecho con una gran cantidad de azúcar que se transforma en glucosa cuando se lo ingiere. Cada vez que uno de los internados atraviesa un ataque, una crisis, un “me quiero ir a la mierda de acá”, entre los compañeros y Carlos le dan de comer en una sola sentada una barra de 100 gr para tranquilizarlo. Al parecer, el rápido aumento de glucosa en sangre adormece a la persona y vuelve dócil hasta que su episodio termina. Este sistema, si bien es poco ortodoxo, cumple su función y eso es lo que importa. Tomás sobrevivió sus primeros días entre gramos de membrillo.

Tomás

–Sí Carlos, dejá, quedate tranqui -avisó mientras levantaba la mesa del desayuno. –El fuego para el asado lo armo yo, no te hagas problema.

El domingo 25 de agosto fue el último día de Tomás adentro de la granja. El pasto verde, recién cortado, perfumaba el aire. El celeste infinito del cielo sólo era interrumpido por algunas nubes que, lejos de amenazar con una posible lluvia, ofrecían una intermitente sombra a costas del sol brillante. Las voces de familiares y ex adictos, de los primeros no hace falta justificar su presencia, los segundos visitan el lugar cada vez que alguien se egresa para enseñar que sí es posible salir, se mezclaban en un murmullo inentendible, pero contagioso de sonrisas, abrazos y de “¿Te acordás como eras al principio? ¡Terrible!”.

Nunca iba a olvidarse, tampoco el tiempo anterior a decidir entrar en rehabilitación. Un mes entero viviendo fuera de su casa no es algo que caiga de manera fácil en el olvido.

–Te llamo a la policía, andáte de acá o te llamo a la policía. Ya hablé yo con la internación o andáte. A mí no me vas a seguir destruyendo -le avisó su mamá en diciembre del 2017 cuando, al volver de salir un sábado a la noche, golpeó la puerta de su casa en Rodríguez.
–Bueno, listo -desafió.

Así fue como empezó el mes de Tomás viviendo en la calle. A los días consiguió parar en un lugar al que el sustantivo casa le era demasiado generoso. Los servicios básicos habían decidido no presentarse en ese domicilio, tampoco un piso de material, la tierra húmeda ensuciaba las zapatillas de los 10 pibes que en esas cuatro paredes se refugiaban del mundo exterior. El aire de la casucha, entre cigarrillo y faso, era preso de una niebla espesa que reducía la visibilidad a unos pocos metros. ¿La comida? De vez en cuando. A mitad de enero del 2018 con dos pibes desvalijaron una casa, fue un botín de 80 mil dólares el que se hicieron en sólo tres horas. “Ahí fue donde yo me caí más, ¿viste? porque tenés mucha guita, además me habían cagado con lo que había ido. Se armó quilombo, me habían sacado más. Éramos 3 y era mucha guita. De los 80 me habrán dado 10 o 15, para mí era un montón igual. Pero no, después terminé con el fierro yendo a la casa y quilombo”, recordó.

–Bueno loco váyanse -les dijo a sus compañeros después de haber gastado parte de su sueldo ilícito en cigarrillos, whisky y droga.
–Eh, ¿qué te pasa? -le contestaron.
–Váyanse, quiero estar sólo que estoy mal -los miró serio y se fueron. Acto seguido, llamó a su mamá.
–Internáme, por favor, no doy más. ¿Querés que te mande una foto de cómo estoy? -adelante de él, una mesa redonda de vidrio decorada con cocaína, alcohol y puchos.
–No, me vas a hacer mierda. Te escucho mal.
–Y sí, estoy mal, estoy mal, estoy drogado, pero me quiero internar, vos me habías dicho que habías visto una granja, que esto que el otro. Internáme -le suplicó a su madre.
–Bueno, pero ahora son las 3 de la mañana, dejáme dormir, mañana cuando yo me levante, te mando mensaje y venís para casa.

Un año y medio más tarde, su mamá lloró mientras contemplaba el metro sesenta de existencia de su hijo: camisa rayada arremangada hasta los codos, pantalón de vestir y zapatos negros, pelo castaño y corto, una sonrisa ancha, manos nerviosas que no sabían quedarse quietas mientras el director leía el documento que certificaba su paso por la granja frente a sus compañeros, familias y ex adictos.

El comedor organizado como si fuese una misa, bancos de madera a ambos lados del lugar con un pasillo que los separaba. A la izquierda la familia, a la derecha su nueva familia. “Todos somos hijos de diferentes madres, pero aquí somos todos hermanos”, afirmaba un cartel en la pared verde saltada. Frente a los invitados, un escritorio imitaba un altar en el que Carlos, patriarcal, se sentaba. Tomas, a su derecha, se tomó un momento para hablar con cada uno de sus familiares. Primero su mamá, su hermano y, por último, su papá. Nadie en el lugar logró evitar la ola de emociones que inundó la habitación. Las lágrimas cayeron, sin cesar, hasta que, como escribió Cortázar en sus “Instrucciones para llorar”, cada uno se sonó enérgicamente y el momento terminó. Culminada la ceremonia, comenzaron los saludos, Néstor fue el primero en acercarse.

Néstor

–A él le cae bien todo el mundo que critique a Macri -rió su mujer mientras él miraba un video de Dady Brieva discutiendo con Mirtha Legrand.

Después de Tomas, Néstor es el internado con más meses encima que cualquier otro. Nueve de diecisiete. Fue hace pocas semanas que tuvo la primera salida desde que llegó a la granja, decidió visitar a su familia en Libertad, Merlo. En un barrio de casas bajas, la vida no transcurre con muchos sobresaltos y, en general, la existencia es tranquila. Hasta que no lo es más. Fumó por primera vez a los 14 años, marihuana, un año después, a los 15, consumió cocaína y el futuro fue tornándose cada vez más turbulento.

–¿Viste cuando sos chico y te dicen “che, probá” y todos cagándose de la risa? Para hinchar las pelotas, bueno, así empecé y me gustó mucho. La droga es rica, eso es lo malo, por eso estamos todos acá -reconoció.

Veinticinco años de consumo ininterrumpido, hoy, a sus 40 años, se lamenta de varias cosas, pero en especial de haberse alejado de su pareja e hijos. Martín tiene 9 y Victoria 8. Cada uno de sus cumpleaños fue una incertidumbre, no sabía si iba a estar ahí, y si lo estaba, no sabía cómo iba a estarlo. Duro, casi seguro. “Cuando nacieron yo llegué al hospital con los pañales en los brazos y bolsas en los bolsillos”, se lamentó.

Néstor es pelado, en realidad, se afeita la cabeza porque le averguenza la lenta e incesante caída del pelo. Alto, más de un metro ochenta y siempre con su buzo de polar rojo puesto es el primero en levantarse a la mañana. “Acá es toda una rutina”, advirtió. “Nos levantamos a las 7, desayunamos a las 8, desde ahí empezamos con las tareas como cortar leña o limpiar los platos, a las 10 tomamos un refuerzo, descansamos, a las 12 almorzamos y dormimos siesta hasta las 16, a esa hora empezamos con las tareas otra vez hasta que a las 18 quedamos libres y cada uno hace lo que quiere. A la noche, se apaga todo a las 23 y cada uno a su cama”, enumeró.

Volver a conocer a sus hijos es la fuerza que lo empuja a terminar el tratamiento. Cada domingo puede verlos, jugar, hablar, empezar a ser el padre que dejó de ser. Cuando se acuesta los sábados imagina la tarde del día siguiente y le es difícil dormir, la ansiedad no lo deja. No puede evitar pensar en las cosas que ya ha perdido y que son imposibles de recuperar, pero sabe que aún quedan muchas cosas por vivir y quiere estar ahí para disfrutarlas. Cada fin de semana es especial. Todos los internos esperan el día en que Dios descansó para reencontrarse con su familia, especialmente Jonatan, el último en entrar a la granja.

Jonatan

Nacido en Uruguay pero importado a Moreno. A simple vista es difícil distinguir su edad, años de consumo lo marcaron de manera permanente por lo que averiguar cuánto tiempo lleva en la Tierra se parece más a una adivinanza y no tanto a una pregunta simple. 28. Una línea de pelo cobarde, retraída, aumenta la anchura de su frente y explicita una calvicie que tocándole la puerta está. Piel blanca como las nubes, el algodón o el polvo que hasta hace dos meses buscaba en cada rincón de su barrio. Pómulos y mandíbula marcados como si su cuero fuera un papel film sobre sus huesos. Si tenía músculos, los disimulaba de manera notable o los había dejado fuera de la granja cuando decidió ingresar la última semana de julio.

"Las primeras semanas son las peores", aseguran los que ya las pasaron. Tienen razón. Jonatan vivió rompiendo las reglas y con un trozo de membrillo entre sus dientes irregulares, había demasiadas reglas para alguien acostumbrado a no tenerlas o a no cumplirlas. Sin embargo, con su conjunto deportivo y ritmo de murga logró hacerse un lugar entre sus compañeros que lo apoyaban en cada crisis que tenía.

– Mirá, tocá acá -le dijo a Néstor mientras se señalaba el brazo casi a la altura del hombro.
– ¿Qué tenés acá? Tenés como salido –advirtió su compañero.
– Un día estaba a la tarde por casa y apareció la yuta o el transa, ya ni me acuerdo. Me arrancó a tirar y empecé a correr por la calle. En un momento me alcanza y me pongo de costado corte, me cubro con el brazo y me da en el hueso sino me daba al pulmón. Sigo corriendo. Me pongo a saltar rejas así no me agarra.

Jonatan se quita la remera y apunta con uno de sus dedos angostos a la cicatriz que tiene en la boca del estómago.

– Yo venía saltando rejas. Me subí a una. Apoyé un brazo. Apoye el otro, hice fuerza  y TRAC. Se venció. La punta de la reja se me clava en la panza. Todavía no sé cómo hice, pero me salí, seguí corriendo y lo perdí. Después de eso estuve encerrado porque no podía ir al hospital así no me agarraban, así que consumía mientras me curaba la bala en el brazo y el puntazo en la panza.

En el egreso de Tomás, Jonatan fue uno de los últimos en felicitarlo, pero el primero en salir. La falta de sincronización entre ellos hizo que no se conocieran el tiempo suficiente para desarrollar una relación. Una vez afuera del comedor, se apoyó contra una mesa de madera vieja y prometió: "Yo voy a estar ahí en 17 meses, Carlos dándome el diploma, mi familia ahí y los pibes acompañándome, sé que sí".

Jonatan dejó la granja un mes después de haber entrado.

"Intentamos convencerlo", se lamentaron sus compañeros, pero no pudieron. Ahora mismo está afuera, puede que esté sobrio o no, así como también puede que esté vivo o no. Fuera de Alcer volvió a entrar en la guerra contra las drogas donde él es víctima y victimario a la vez. Esa es la realidad, no todo el que comienza a recorrer el camino de la desintoxicación lo logra y el transa más cercano está a un par de bolsas de distancia.