Gustavo, el kiosquero que la puede contar



por Daniel Péndola

Comienzan a sonar los estruendos. El auto, en pleno movimiento, recibe los primeros impactos. Los pasajeros, desconcertados y cubriéndose las cabezas, no entienden qué es lo que está ocurriendo. El conductor, abrumado por la circunstancia, observa por el espejo retrovisor: es la policía, que dispara sin cesar. ¿Acelerar o detenerse? Esa era la cuestión. Pero cuando quisieron darse cuenta ya era muy tarde. Los parabrisas ya habían sido perforados y uno de los proyectiles había encontrado su destino en la espalda de uno de ellos.

— No me morí de pedo. Perdí sangre a lo pavo y siempre consciente estuve —recuerda Gustavo— Nosotros éramos pibes que no teníamos nada que ver. Veníamos de ver una película de la casa de un amigo, ¿podes creer? Y después el patrullero llevándome de urgencia al hospital…
La bala atravesó su espalda, llegó a su intestino grueso y acabó en tres operaciones en tres días. Esa noche, Gustavo perdió la movilidad en sus piernas. Esa noche se convirtió, como tantas otras personas, en una nueva víctima de gatillo fácil. ¿Cómo es posible que los encargados de cuidarlo se hayan transformado en la principal amenaza de su vida?


Gustavo Pavlotsky, de 45 años, trabaja en un kiosco ubicado en el centro de Morón del Gran Buenos Aires, a tan solo una cuadra de la estación del ferrocarril Sarmiento. Con una simpatía y una amabilidad inigualable, atiende todos los días de 9 a 19 horas, aunque este año recortó su horario laboral por problemas de salud.

— Me bajaron las defensas y me agarró gastroenteritis viral. Le agarra a todo el mundo, son tres o cuatro días que estás mal. Pero se me fue la bacteria a la sangre y me agarró el riñón.
Gustavo pensó que no le sucedía nada fuera de lo común. Había ido a trabajar como de costumbre, hasta que en su viaje de regreso sufrió una descompensación que lo llevó a vomitar en medio del andén de la estación de San Antonio de Padua. Aguardó unos segundos, recuperó un poco la estabilidad y tomó coraje para trasladarse en su silla de ruedas y recorrer las ocho cuadras que lo distanciaban de su casa. Él vive solo, pero esta vez se vio obligado a pedirle a uno de sus seis hermanos que lo acompañe y asista durante la noche.

Al día siguiente, lo visitó un médico, quien le diagnosticó gastroenteritis viral y le sugirió que se quedara tranquilo. Empezó a sentirse mejor, a pesar de que le dolía la cabeza. Pero al cuarto día no aguantó más y decidió ir al Hospital San Juan de Dios, de la localidad bonaerense de Ramos Mejía, ya que allí se encuentra su médica de confianza.

— Mi doctora es mi segunda mamá. Fui ahí y cuando me hicieron el análisis de sangre saltó que estaba para trasplante. Me vino a ver la nefróloga. “Ya internate, diálisis y transplante”, me dijo. El susto que me pegué… Me cambia la vida rotundamente —pensó— Por suerte en cuatro días se acomodó, estuve internado ahí. Después me derivaron a mi casa. Lo salvé.

Este inconveniente podría sumarse a uno más de las 14 operaciones que Gustavo tuvo que sobrepasar y no tiene comparación en lo más mínimo con el disgusto que enfrentó aquella noche que pasó de ser una salida de amigos a terminar internado en el hospital con una bala incrustada en su espalda.
Jamás imaginó que pasaría el resto de su vida sin poder caminar, pero tampoco significó un estorbo para poder continuar. Si algo lo caracteriza es no bajar los brazos y seguir adelante, siempre y cuando la salud se lo permita, ya que no le agrada mostrarse dolorido.

— Me cuesta mucho que me vean mal, no me gusta, le esquivo a eso. Porque todo el mundo siempre me ve pila y cuando estoy mal me cambia la cara, se me nota todo.


Ocho días antes del desencuentro con la Policía Bonaerense, Gustavo había cumplido 16 años. En su pequeña y acogedora casa suena “Celebration”, el clásico ochentoso de Kool & The Gang, mientras que en su dormitorio se encuentra encendida una televisión que transmite el noticiero de un canal deportivo. El fútbol es una de sus grandes pasiones. Jugaba en el Club Atlético Ferrocarril Midland, un equipo de la Primera C del fútbol argentino. Aún conserva la camiseta con su nombre en un cuadro gigante colgado en una de las paredes de su living.

— Gustavo era un chico re activo, jugaba al fútbol. De repente verlo así me impactó. Ahora no lo podría ver de otra manera —reconoce su hermana Débora, quien tenía apenas 9 años cuando se enteró del infortunio de su hermano—. Yo llegaba de un viaje, así que me enteré como 15 días después. Al día siguiente fuimos a verlo con mi papá y después me agarraron vómitos y me tuvieron que internar a mí. Así que él estaba internado y yo también.

Al igual que el resto de su familia, Débora se sintió desconcertada. Le costó asimilar esta nueva etapa de Gustavo. Nadie nace sabiendo cómo tratar con una persona discapacitada de un día para el otro. Sin embargo, el ímpetu de su hermano logró vencer aquel declive con su intachable espíritu de lucha y todos sus seres queridos aprendieron sobre la marcha.

— Estuvo mal el primer tiempo que lo habían baleado, pero al tocar fondo revivió con mucha fuerza —dice su padre.

Otra de las personas que tuvo que aprender a acompañar a Gustavo en su nueva etapa fue Karina, su amiga y ex profesora de gimnasia, quien lo conoció por medio de un compañero del gimnasio hace más de 25 años.

— Fue algo nuevo para mí porque era la primera vez que yo trabajaba con una persona que tenía esta capacidad diferente —recuerda Karina.
Para ella fue toda una novedad. Había trabajado con personas ciegas y de visión reducida, pero no con un caso similar al de Gustavo. Incluso llegó a generarle una enorme confusión, ya que al ser una persona tan independiente, ella olvidaba por momentos con quien estaba tratando. La situación se le iba de las manos.

— Me costó a mí darme cuenta de eso porque el espíritu y la forma de ser de él es tan autosuficiente que de repente yo tenía que parar y decir: “No, pará, este chabón no puede caminar”. Parece una broma lo que digo, pero es así.

Karina y Gustavo ya no trabajan juntos, pero continúan en contacto. Ella lo considera un hermano, remarca su inmensa fuerza de voluntad y destaca como trascendió su discapacidad con el correr del tiempo.

— Cuando estoy en alguna circunstancia que me cuesta arrancar, siempre pienso en él y me callo la boca, me levanto y hago —concluye.


Antes de atender en el kiosco, Gustavo trabajó en un hogar para niños de Moreno, Provincia de Buenos Aires, que se especializaba en violencia familiar. Allí llegó tras ser contactado por una amiga psicóloga, quien le había preguntado si se animaba a dar apoyo escolar.
Años atrás, él había comenzado a estudiar magisterio. Su sueño era ser docente, pero dejó la carrera porque terminó aburriéndose por la falta de prácticas. Y si bien la propuesta de su amiga resultó ideal para cumplir con sus metas pedagógicas, nunca pensó que trabajaría en un hogar y, mucho menos, conocer las terribles historias de vida que circulaban allí.

— Los hogares que son así de reservados no tienen gente solo de la zona, viene gente de Temperley, del interior del país, que deben estar alejados de la persona que es violenta. No pueden estar cerca porque si las encuentran es un problemón, siempre se trata de que estén alejados.
Aquel refugio recibía madres que debían permanecer incomunicadas. Ni siquiera podían hablar con sus parientes. Venían de atravesar una situación extrema, que no era tan solo un hecho de violencia aislado, sino un proceso de años de sometimiento que ponía en riesgo tanto su vida como la de sus hijos e hijas.

¿El lugar? Todo tapiado. ¿La comida? Una miseria. Así trabajó Gustavo durante seis años. Cargaba con dos bebés en brazo y a la vez les enseñaba las tablas de multiplicar a los niños de nivel primario, mientras que debía levantar la voz para detener a algún revoltoso que pasaba a las corridas. Así como su familia aprendió a acompañarlo en sus primeros días en silla de ruedas, él debió aprender sobre la marcha a cómo tratar con los pequeños.

— Llegué a tener 30 nenes de todas las edades, hasta que me pusieron una chica que era profesora de educación física y ahí entre los dos lo empezamos a manejar. Pero laburé solo.
Varias de las madres que conoció Gustavo durante el período que trabajó en el hogar aún siguen en contacto con él. Y si bien reciben una casa por parte del Estado para poder rehacer sus vidas, muchas de ellas quedan a la deriva por la falta de acompañamiento a la hora de reinsertarse en la sociedad.

— Algunas salen adelante, pero otras, con tres o cuatro pibes que no tienen para comer, caen en la droga y la prostitución. Es muy difícil la situación. Hay que apoyar también esa situación externa.


Ya pasaron casi 30 años del incidente con la policía. Gustavo tenía 16 años recién cumplidos, era jugador de fútbol y había salido de ver una película con amigos, hasta que un grupo de uniformados, en lugar de cumplir con su deber, comenzaron a disparar sin cesar contra el auto en que se transportaba.
Fue atendido de urgencia en la guardia del Hospital Municipal "Eva Perón" de Merlo por un impacto recibido en su espalda, pero la bala ya no se encontraba incrustada en su cuerpo. Desapareció por arte de magia, evidenciando, como en tantos otros casos, la impunidad con la que cuentan las fuerzas de seguridad en el conurbano bonaerense.
La historia de Gustavo es un ejemplo de autosuperación y perseverancia, pero sobre todo de consciencia social, porque a pesar de haber sufrido los desmanes de la injusticia, continuó con su vida y le tendió su mano a un sector postergado de la sociedad. No solo sobrepasó más 14 operaciones, sino que se dedicó a cuidar bebés, enseñar a niños y niñas, y acompañar a decenas de mujeres violentadas. Y hoy, la puede contar.