PÍXEL MATA TINTA

Por Sofía Pombo //

Todas las semanas pasa lo mismo. Más o menos a la misma hora. Depende si llueve o si la niebla mañanera lo permite. Depende del camión que los deja en los puestos, si tuvo que desviarse o si salió más tarde. Si el repartidor atrasó la alarma cinco minutitos más o si hubo un inconveniente en el camino. Puede llegar en bicicleta, en moto o en auto. Cada repartidor con su librito.

Llena de qués, dóndes, cuándos, cómos y por qués. Con alegrías, tristezas, curiosidades y algún que otro juego. Todo un mundo contenido solamente por una gomita elástica. Así, no se escapa para afuera.

Se lo conoce como papel prensa. Este tipo de papel puede ser obtenido a partir de madera, aunque hay un gran porcentaje de papel reciclado. De ahí ese olor a libro con páginas amarillentas, a pesar de que se lea la fecha de hoy. Y todos los colores que embellecen sus páginas que, en realidad, son sólo 4. Cian, magenta, amarillo y negro. O CMYK, para ahorrar tiempo.

Si supiera el lector todo el camino que hace ese rollo hasta que toca su timbre. Las manos que se ensucian. Los pies que pedalean. Los brazos que los cargan. Todo el movimiento que se hace para verlo reposar junto a sus compañeros en el puesto, aguardando su destino.

Los camiones que reparten salen a altas horas de la madrugada. Cada uno con su guía, con su zona demarcada. Los diarios y revistas se distribuyen sin sobrepasar ciertos límites invisibles, claramente identificados. Entonces, descargan la mercancía y continúan su camino.

Y, así como descargan, también tienen que cargar. Uno de los logros que todavía conservan los canillitas tiene que ver con la devolución. Los repartidores van entregando según los pedidos de cada puesto. Algunos ya ni hace falta revisarlos. Pero, a veces, los números pueden equivocarse.

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Las personas pasan, algunas apuradas y otras tienen todo el tiempo del mundo. Pero pasar, pasan. Hay miradas huidizas, miradas desinteresadas y alguna que otra más curiosa. El puesto está a la vista de todos, aunque para algunos ojos pareciera ser invisible.

Pero esto no siempre fue así. Basta con ver una película clásica de Hollywood, cuando el color todavía no había hecho su gran aparición en la pantalla. Ahí están los voceadores, los que vendían diarios en la calle al grito de “¡Extra!¡Extra!” o anunciando el evento que mantenía a toda la ciudad expectante. Y los interesados acercándose para comprar uno, con ansias de información. Habían picado el anzuelo.

De estos personajes tan pintorescos hoy no queda nada. Las calles volvieron a estar en silencio. En Argentina, se los conoce más por el nombre “canillita” o “diariero”, haciendo referencia tanto al vendedor callejero como a los puestos de diarios y revistas. Incluso cuentan con un día dedicado exclusivamente a ellos.

El 7 de noviembre es el “día del canillita”. Esa simple efeméride tiene su historia. Se la debemos a Florencio Sánchez, un periodista y dramaturgo uruguayo. Según lo que se dice, el uruguayo se paseaba por la capital argentina y observaba a los niños y jóvenes que vendían diarios en la calle. Pero uno de esos personajes le llamó particularmente la atención. Qué flacas tenía las piernas. Y qué cortos le quedaban los pantalones. 

En lunfardo, se le dice “canilla” al hueso largo de las piernas. Esos huesos larguiruchos que le llamaron la atención a Sánchez una mañana en las calles porteñas. Entonces nació “Canillita”, en diminutivo. A esta obra teatral se le debe la popularización del término, que lo puso en boca de todo aquel que buscara dónde comprar el diario del día. 

Florencio Sánchez murió un 7 de noviembre, precisamente en el año 1910. Pero tuvieron que pasar 37 años más para que esa fecha se volviera un homenaje. Y así fue como, a partir de 1947, el canillita pudo tener su día especial. Un día en el que se toma un descanso y en el que no se editan los diarios en todo el país. 

Se escucha el ruido de la barrera y, entonces, el malón de gente que escupe el túnel de la estación de Ramos Mejía, en La Matanza. Todos ellos se chocan con el puesto de diarios, como una posta en el circuito. A unos escasos metros están sus vecinos. Está el señor de las medias, el puestito de flores y los muchachos que venden relojes y anteojos. Una comunidad armada alrededor del túnel.

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7 AM. El día podría ser cualquiera. Los autos y colectivos, que pasan por la avenida, ensordecen. Hay que llegar al trabajo y no se puede perder tiempo. Pero hay algunos que no temen hacerlo. Lo primero es darle de comer a las palomas. Una bolsa con rodajas de pan puede ayudar.

Mientras se entretienen, Norberto abre su puesto. Es azul profundo, decorado con algunos grafitis y con un banquito alto al frente. Los perros del barrio siempre acompañan. En la parte más cercana al suelo van los diarios. Uno al lado del otro, algunos encimados. Pilas más grandes, pilas más chicas.

Norberto lo tiene todo calculado. Más arriba está la diversión. Sopas de letras, crucigramas, revistas para niños. Colores llamativos y letras grandes. Dan ganas de jugar.  A la altura de los ojos están los libros. Autores varios, ediciones múltiples.

Como un marco, las revistas encuadran el puesto. Las de chimentos, las que vienen con juguetitos o figuras coleccionables, las especializadas. Cuelgan de broches de distintos colores, como un arcoíris, pero desordenado. También, hay un “surtidito” en la reja que está frente al puesto, de la que antes era una pinturería y, ahora, es una verdulería.

Norberto se sienta en su banquito. Tiene otra silla más, por las dudas. Por si pasa alguno de sus amigos y se queda un rato a charlar. Las palomas permanecen como fieles compañeras. Tal vez, están esperando para ver si ligan algo más.

Así todas las mañanas hasta las doce. Hasta la una, si es domingo. Desde las mañanas que son noche, hasta las que hacen que los ojos se achinen, el puesto está firme. De los 365 días del año, los diarieros sólo pueden descansar cinco. Antes eran doce, uno por cada mes. Después los perdieron. También se quedaron sin el Día del Canillita por un tiempo. Ironías argentinas. Incluso, fue el Papa Francisco quien tuvo que darles el Viernes Santo.

La Guerra de Malvinas, la caída de las Torres Gemelas, la explosión de Internet. Ahora, como la última figurita del álbum, el Covid-19. Norberto es canillita desde hace casi 40 años.

Cuando el mundo se puso en pausa y cada uno se quedó en su casa, los puestos de diarios y revistas también lo hicieron. El 20 de marzo de 2020 se decreta el famoso Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio y, desde entonces, Norberto conserva una barba que le llega hasta el pecho. Le recuerda curiosamente ese año para el olvido.

Tuvo que llegar el 2021 para que la situación empezara a mejorar. En mayo, Norberto volvió a su esquina que, hoy, se volvió un símbolo de algo más. A veces, todo puede ser aburrido, pero el puesto es una referencia en el barrio. Está cerca de la carnicería, de la verdulería, donde siempre sale alguna charla. El viento no llega a arrebatarse los diarios porque están sostenidos por piedras. El puesto sigue ahí, en pie. A veces un rato sin Norberto, que pasea por toda la cuadra.

No todos corren con la misma suerte. Antes del 2020, se estimaba que había alrededor de 5 mil puestos en Ciudad de Buenos Aires y Gran Buenos Aires. Pero la pandemia desacomodó todo de tal manera que aún no se sabe con certeza cuántos no volvieron a abrir, más allá de la crisis que ya venía sufriendo el sector editorial desde hace años.

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Recién está empezando a amanecer. Hay nubes en el cielo. Lao salió más temprano. Mejor prevenir. Llega al puesto y espera al camión. Mientras tanto, mira la lista de los clientes a los que hay que entregar. Ya se la sabe, pero por las dudas. El camión llega. Lao sabe que los clasificados vienen por separado. Hay que acomodarlos adentro de cada diario. Armado el Frankenstein, lo sujeta con una gomita elástica y allá va.

Empieza por la calle Alvarado, que lo irá adentrando por la zona oeste de Ramos Mejía. La moto rebota al ritmo de la calle. El rocío humedece las ruedas. La mercancía va segura en el cajón. A esta altura, ya se sabe el camino de memoria. Dónde doblar y dónde no. Con el tiempo, se vuelve bastante sencillo. Lo que sí, hay que tener buena puntería.

Tiene todo fríamente calculado. Si el día aparenta ser gris y las nubes se ven cargadas, sale a las cuatro. Así tiene todo terminado para las seis. Si el cielo se ve despejado, parece que va a ser un día lindo. Sale a las cinco. Termina un poco más tarde. Pero el día acompaña. El clima como una brújula que lo guía.

La dueña le dio las llaves para que se maneje como le plazca. No todos los repartidores pueden decir lo mismo. Y sí, hace diez años que trabaja en el puesto que está entre Avenida de Mayo y Alvarado. Empezó atendiendo a la gente. Después de varios años, cambió de estación. Entonces, se dedicó a hacer las entregas.

El aislamiento por la pandemia tuvo un efecto dominó. Al frente, en la línea de fuego, los puestos. Los siguientes en caer, sus repartidores. Así fue cómo le comunicaron a Lao que, por un tiempo indeterminado, ya no podría entregar. Sus servicios cesarían de inmediato. Al final, el puesto se mantuvo cerrado por dos meses. Pero Lao no volvió.

Al principio, todo era incertidumbre. El virus rondaba y no se sabía exactamente cómo se contagiaba. Se decía que permanecía en las superficies. Entonces el alcohol en gel y la lavandina tan a la mano como el celular. Pero esto significaba que todo se volvía una amenaza. Incluso el papel de los diarios y revistas. Algunos diarieros mantuvieron el servicio de entrega. Otros tuvieron que empezar a hacerlo ellos mismos. O se cerraba por completo. Algún camino había que tomar.

Lao tenía un plan B, un taller mecánico, que era de su papá. Durante muchos años, repartió las horas de sus días entre el puesto y el taller. Actualmente, sólo arregla autos. Sin embargo, entre sus clientes hay una mezcla. Entre amigos, conocidos o usuales, también están los que recibían las entregas o compraban algo en el puesto.

Lao no volvió. Pero fueron muchos años. De hablar con la gente. De levantarse temprano, aunque no le costaba. De hacer entregas todos los días, llueva o truene. De ver cómo el día se iba abriendo paso. Cuando camina con sus hijos por las calles de Ramos Mejía, ellos se asombran. A papá lo saluda todo el mundo.

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Tradicionalmente, los puestos exhibían sus productos en ambas caras. Se podían ver tanto desde el lado de afuera como desde adentro. Sin embargo, la parte exterior se fue vaciando. Las revistas se destiñen por la luz del sol. En posiciones inusuales, como si nadie las hubiera acomodado en mucho tiempo.

Cecilia tiene su puesto en José C. Paz. Exhibe sus productos únicamente desde adentro. Todo está acomodado por categorías. Tiene pinta de moderno. Es de color gris claro, muy bien iluminado. Y ofrece otros medios de pago no tradicionales, como el abono digital.

Los clásicos no faltan. Los diarios más reconocidos. Las revistas. Los juegos de mente. Pero su oferta no se agota ahí. Hay algo para cada uno.  Desde carga de la tarjeta SUBE y venta de cómics y mangas, hasta revistas de “adultos”. El puesto de Cecilia ofrece todo lo que la ley le permite. Y más. Así es como su público es de lo más diverso.

Más gente equivale a más ventas. Contra la marea, Cecilia aguanta. Hay que rebuscarse. Los diarios y revistas cada vez se venden menos. Entonces, aparecen otros universos. Tiene una lista de productos y servicios que puede ofrecer.

Una resolución del Ministerio de Trabajo, la 391 del 2018, tiene un artículo, el primero, que enumera todo lo que se puede vender. Pero hecha la ley, hecha la trampa. Los diarieros no pueden elegir a su proveedor. Tampoco, pueden poner los precios.

La reconversión de los puestos de diarios y revistas no es una cuestión sólo de Argentina. Por ejemplo, en España, los puestos funcionan también como puntos de información turística, cafés al paso y hasta venden productos panificados. En Brasil, ya no existen como tales, sino que son puestos de bebidas y helados, que además venden diarios y revistas. En 2016, las autoridades de Francia plantearon un cambio en la estética de los puestos de diarios. Se buscaba que fueran más cómodos y ecológicos. Tres años después, los transformaron en puntos de venta modernos, con más espacio y comodidades, como calefacción.

Cecilia agarra una pila de las sopas de letras. Con cuidado, levanta cada uno de los ganchitos que unen su contenido. Una vez retirado con éxito, lo vuelve a unir con una abrochadora. Entonces quedan la tapa y la contratapa. Los deja a un costado. Mañana irán a devolución. Mientras tanto, si alguien pregunta por el precio, ella dirá que están de oferta.