LLAMAS EN LA BOCA


Por Evelyn Santana //
 

La Boca, es un barrio seductor por excelencia gracias a sus matices naturales y a su cultura de barrio. Su superficie de 3,1 km está plagada de mitos e historias, desde el fantasma en la torre hasta la llegada de los primeros barcos pesqueros con inmigrantes ansiosos por instalar su identidad. Supo escucharse en sus calles el idioma xeneize, de los primeros habitantes genoveses y hoy se escucha, y bien fuerte. El cántico del club del barrio que cada fin de semana trae la marea azul y oro. El sonido del bandoneón al compás del tango porteño invade la zona. Los carteles fileteados y las paredes revestidas en colores vibrantes se encienden ante los reflectores de turistas que miran asombrados el paisaje de la Bombonera y Caminito. Pero no todo es alegría y sazón, se siente un aire melancólico calles adentro, propio del arrabal y a unos metros sobre el hilo de las chapas asoma la primera lengua de fuego feroz que destruye toda la buena vibra que se vive en Caminito. 

 En La Boca se reportan unos 300 incendios al año. Muchas veces no tienen un culpable, pero sí varias víctimas. Los más afectados son los chicos, que inocentes se esconden del fuego debajo de la cama.

Marcela tiene tez morena, de cuerpo robusto, la edad se le marca en la comisura de los labios, pero sobre todo la delata las líneas de expresión de la frente.  Está sentada delante de la que hasta ayer fue su casa. A duras penas logra sonreír después del incendio y le cuesta sostener la mirada, mira alrededor como pérdida y habla pausado.

 ―Escuché gritos, eran de furia primero, después se escucharon gritos de desesperación.

Marcela se levanta apoyando sus manos sobre las rodillas alzando todo el peso de la preocupación. Revuelve con un cucharón una olla de guiso caldudo hecho con un poco de papa, batata, algo de morrón rojo y unos trozos de pollo flotan en la superficie. Pasan los días y las familias retoman sus costumbres. La cumbia de fondo suena alto, pero no tan alto como para borrar la memoria.

―¿Le echo más arroz?_ pregunta un vecino. Marcela asiente con la cabeza. No calcula cuanta comida hay, sabe que todos tiene que comer.

Esa mañana Marcela corrió con sus cuatro hijos, Isa, Fran, Fede y Mati. Fue el primer impulso, mientras tanto algunos vecinos del lugar agarraban baldes y desde sus casas los arrojaban hacia donde estaba concentrado el incendio.

Su casa esta armada con cosas rescatadas de la calle, era precaria, pero tenía divisiones, una cocina, un baño y dos habitaciones. En la carpa no hay paredes, los vecinos entran y salen todo el tiempo, algunos ni siquiera duermen por la noche.

Su casa solo quedó revestida de humo oscuro. Las llamas no tocaron la puerta de madera, sin embargo, una orden de desalojo por peligro de demolición les impide ingresar a buscar sus pertenencias. Solo en La Boca hay 147 ordenes de desalojo por las que 2000 personas están en peligro de quedar en la calle. El Ejecutivo actúa, El Distrito de las Artes corre poco a poco a los vecinos de la zona, el desarrollo inmobiliario esta en crecimiento y los desalojos impulsados por los incendios suenan como una solución para los inversionistas.

***

No había tiempo de elegir tonos ni matices, las sobras de pintura de los barcos servían a la perfección para acondicionar lo rústico de las chapas y, darle un poco de identidad a la zona. Zafa, con el paso del tiempo algunos conventillos se remarcaron de verde, azul, rojo y amarillo, otro sigue con la pintura del 1800, ya no se distingue el tono, solo se ve el paso del tiempo por una pintura difuminada. De los 400 conventillos que hay en La Boca, solo algunos conservan esta fachada, otros en cambio se ocultan dentro de edificios históricos.

Son 38.000 personas las que viven bajo condiciones humildes, que rozan el límite de lo inhumano. La Ley 2240 o de Emergencia Urbanística y Ambiental de La Boca sancionada por la Legislatura Porteña en 2006 jamás tuvo efectos prácticos, es decir, mejorar las condiciones de vida de las personas.

Corre el año 2009, el suelo aún permanece tibio por las altas temperaturas de la temporada. En la esquina de la avenida Almirante Brown y Suárez se ubica el ex Banco Italia y Rio de La Plata. La familia de José Monzón y Celia Suárez es una de las 28 familias que ocupa el edificio abandonado.

Son siete los hijos: David de trece años, Emmanuel de once; Ezequiel de nueve, Jesús de siete; Belén de cuatro, Jazmín de dos años y Celeste de uno.

El silencio es un privilegio en la zona que pocos pueden disfrutar.  En la madrugada el cansancio de una larga jornada recolectando cartón es suficiente medicina para lograr un sueño profundo. Son las 03:00, el descanso se interrumpe por los gritos. El fuego se apodera del edificio mientras ellos permanecen presos ante los trozos de mampostería que caen del techo.

No hay salida, la puerta de entrada se encuentra cerrada y el humo disminuye la visión. La ayuda demora en llegar, pero no pueden perder tiempo. La gente sale con lo puesto y mira con desconsuelo cómo sus pocas pertenencias quedan consumidas por el fuego.  Algunos vecinos ayudan sin ninguna protección más que sus cuerpos. José y Celia escapan por la ventana con Jazmín.

Pasan las horas y los chicos no aparecen. José y Celia esperan que estén escondidos en algún rincón de La Boca ayuntados por el miedo.

A fuerza de chorros de agua controlan el fuego que deja como único recuerdo el esqueleto inamovible del banco. Son las 10 de la mañana y la última chispa se apaga.

Son seis cuerpos los encontrados. De los siete hermanitos, solo queda Jazmín en el regazo de sus padres.

***

Jorge Herrera duerme   en su casa en el primer piso del conventillo ubicado entre Vespucio y Coronel Salvadores. Tiene un sueño liviano, y la necesidad del plato de comida en la mesa y el bienestar de su familia lo levantan temprano a la madrugada para la primera changa del día.

Vive junto a su esposa Estela y sus cuatro hijos, Viviana, Claudia y los dos varones Héctor y Víctor.

Los problemas para Jorge comenzaron un mes antes, cuando recibió una orden de remate por falta de pagos. Una deuda cumulada del ABL, entre otras, derivó en una solución rápida.  El juzgado Federal N°42 le había otorgado el terreno al Gobierno de la Ciudad. 

Pasan los días y a Jorge lo consume la incertidumbre. No le queda otra, tiene que buscar otro lugar para vivir con su familia. Con el cansancio en la mirada, los ojos caen por su propio peso. No es una advertencia, es una realidad. Hay 13 desalojos por semana. Realidad que se advierte solo si se camina por las calles, mientras eso ocurre los vecinos levantan banderas que exigen ayuda. Lo más probable es que decidan irse a Isla Maciel o Avellaneda, para que los chicos sigan cerca de la actual escuela y la salita médica.

Es viernes, son 8 de la mañana, Jorge aún permanece acostado. Sus nenas le zamarrean el brazo con desesperación. Al abrir los ojos ve cómo el fuego se devora todo a su paso.

 Sabe que no puede esperar. La madera de quebracho se desprende como piezas de dominó. Corre hacia afuera con sus hijas. Su esposa sordomuda aún está en la precaria habitación matrimonial, el calor la despierta, pero la nube de humo no la deja ver dónde está su familia.

Mientras una estructura de cemento demora una hora en incendiarse por completo, un conventillo no tarda más de diez minutos y luego es solo cenizas esparcidas entre chapas dobladas por el calor.

Con mucho cuidado y casi en puntas de pie, se acerca al primer piso. No se queda quieto, el suelo le quema la suela de las zapatillas gastadas y aún falta un metro para llegar a Estela, pero una ráfaga de fuego los empuja cada uno a un extremo de lo que queda del conventillo. Jorge sale esquivando las lenguas de fuego que sobresalen de todas las habitaciones con la esperanza de ver a todos sus hijos afuera. Se protege con los brazos como escudos, pero aun así se lastima.


 —¿Dónde estás el Polaco? Jorge grita con desesperación. No aguanta más, el cuerpo le arde y el humo le cierra la garganta. Las pocas bocanadas de aire que le quedan las usa para escapar del lugar.

Estela escapa por la ventana que da a Caminito, un mal cálculo y el miedo por no quedar atrapada la hicieron saltar bruscamente sobre el edificio vecino. La espalda quebrada es el recuerdo que le queda de esa fatídica mañana.

Con los ojos llorosos Jorge se lamenta por no haber hecho algo a tiempo.

 

  El Polaco volvió a entrar cuando vio que no salíamos. Pitu y Polaco quedaron atrapados  relata Jorge.

Quedan cuatro en la familia. La buena voluntad de los vecinos los alienta a seguir por los que quedan.

*** 

Ojos claros, tez blanca, de mediana estatura y contextura poco robusta. Walter Giordano Presta servicio desde los 14 años. Está convencido de que lo suyo fue cosa del destino. En su familia no hay nadie que le haya transmitido la pasión por ser bombero. Pertenece al destacamento de Barracas, es uno de los que vive en alerta día y noche ante cualquier llamado en La Boca, el lugar en donde Pedro de Mendoza fundó la ciudad de Santa María de los Buenos Aires, en 1536.

 Es 25 de enero de 2009, el día recién empieza. La unidad de bomberos voluntarios recibe su primer llamado por la tarde. La hora cero está marcada por un llamado de emergencia. La reserva ecológica de costanera sur está en llamas y hay que actuar al instante. Desde 1884 el destacamento presta servicio a la comunidad, las viviendas precarias y de fácil combustión obligaron a la formación de un cuerpo de bomberos apto para actuar frente a los reiterados incendios de la zona.

 De cuatro dotaciones de bomberos que hay en la estación, dos se dirigen hasta la zona afectada. El resto se queda a cubrir la zona por si surge otro incendio.

 Mientras espera recibir noticias de sus compañeros, Walter se dispone a organizar algunas cosas del cuartel, realiza tareas de mantenimiento con música de fondo para que pase más rápido. 

 Ya no hay gente merodeando por el peligro que implica andar por la zona en altas horas de la noche. Escucha que alguien se aproxima a paso acelerado. Dos chicos de no más de doce años se paran en la entrada. El trote no les permite hablar claro, tienen la voz agitada y se escucha su respiración.

 

  El banco se está incendiando  grita uno de los chicos cuando logra entonar la voz.

 Walter y sus compañeros están listos para salir al ataque. Por el primer llamado, no colgaron los uniformes en los percheros. Ahorraron 40 segundos que en términos de incendio son horas. El camión amarillo y azul enciende la alarma. La adrenalina le recorre las venas. Sube al camión y calcula el tiempo que pueden demorar en llegar. Por las caras de los chicos la cosa parece seria. Están a 250 metros de distancia

La dotación número uno llega al lugar del hecho. Walter corre y se posiciona sobre la línea de ataque. Dos de los bomberos encargados de la alimentación se apresuran para conseguir el agua de la red hidratante de AySA.

 El camión tiene una capacidad de 3800 litros de agua, eso les da un margen de 5 minutos.

 No es posible el ingreso por la puerta principal. En uno de los costados hay una puerta de emergencia. Tienen que evacuar la zona rápidamente para evitar posibles pérdidas.

Walter sujeta con ambas manos la manguera, con una postura firme, el pie derecho hacia atrás y de costado, el pie izquierdo delante, cuando ve como la gente que estaba afuera resguardada busca entrar de nuevo al conventillo.

A pesar de la resistencia, entre golpes y empujones logra entrar. Walter no cierra la manguera a tiempo, el agua alimenta el aire del ambiente y el fuego se aviva. La desesperación los desorbita, personas que estaban fuera de peligro ahora tienen quemaduras de primer grado.

 Walter no parpadea, tampoco se deja llevar por la situación, se mantiene serio, aún no saben que hay más adentro.

 Hasta que la última llama no desaparece no suelta la manguera. Avanza hacia el fondo del banco incinerado y encuentra una puerta fuertemente sellada.

 ― ¡Tráeme la tijera corta metal! — grita con fuerza.

 Corta un candado de un cuartito, mientras uno de sus compañeros sujeta la linterna. Le tiemblan los ojos, abre la boca, el aliento tibio le nubla la vista. No quiere creer lo que ven sus ojos.

 Un cuerpo perfectamente encorvado sujeta otros más chiquitos. Son los chicos desaparecidos.

 Desde 2008 se contabilizan 14 adolescentes y 15 niños, víctimas de los incendios.  Los bomberos de La Boca se van con un trago amargo, hacen hasta lo imposible, pero la carrera contra el fuego no da tregua. No se camina sobre las llamas, se las controla para avanzar. Lo único que queda es volver al cuartel y esperar la próxima llamada.