Sombras de Chernóbil en Buenos Aires


por Agustín Macri

Exactamente a la una y veintitrés de la mañana, el 26 de abril de 1986, hora de Ucrania, cuando Chernóbil explotó, Lyudmyla Panasetska tenía 25 años de edad y cursaba el octavo mes de embarazo. Estaba recostada en la cama junto a su marido y su hijo de dos años en el edificio que compartían a menos de dos kilómetros de la central nuclear cuando sintió un temblor que sacudió los platos de la mesa. 
—Sabía que algo le iba a pasar a la ciudad. Un mes antes tuve un sueño. Estaba caminando por Pripiat, veo que gente con nervios, se mueve muchísimo. Pasa un dinosaurio y come gente y no podés esconderte, gente escapa como de hormiguero. En el mismo momento, Olga Sakovich, de 23 años, profesora de violín y estudiante de Música, también de licencia por maternidad, volvía del cine con su marido y su hija de ocho meses cuando escuchó a los bomberos saliendo presurosos hacia Chernóbil. Al día siguiente, su padre le advirtió que por ninguna razón abandonara su hogar. 
—Mi padre se fue como voluntario a Chernóbil. Siempre supo que allá iba a enfermarse y morir, pero él sobre todas las cosas era un comunista y tenía en claro que, si no hubiera ayudado a construir el sarcófago, millones hubieran muerto. Aleksandr Zagorodniuk tenía 30 años y era chofer de camiones. Los primeros días de mayo, luego de que los helicópteros arrojaron 4.500 toneladas de plomo, arena y arcilla para extinguir el intenso fuego producido por la explosión, se enteró por la televisión de que había ocurrido un “pequeño accidente” en Chernóbil. 
—Estuve a 150 metros del hueco del reactor. Cuando acá en Argentina enteré de tema radiación, tenía pesadillas. Yo tenía miedo, mi señora embarazada, a la noche no duermes. Gente no quiere acordarse porque es algo triste como Malvinas. Pasarían años hasta que tomase dimensión de que había estado expuesto a una radiación mayor a 400 bombas de Hiroshima.

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Lyudmyla Panasetska 

Lyudmyla tiene hoy 58 años y vive en Villa Luro. Cuando arma su historia lo hace de forma fragmentada. Recuerda su ciudad fantasma, ubicada a tan solo 7 kilómetros de Chernóbil, pero se pierde entre sus propias palabras. Necesitará varios intentos para completar ese relato. 
Ocho meses antes de la tragedia se mudó a Pripiat junto a su marido, Dimitrio. Les habían prometido vivienda y empleo. La primera noche en la ciudad, la emoción por la promesa de estabilidad terminó en el embarazo de su primera hija. 
Al día siguiente, el trabajo como decoradora la estaba esperando. Para su marido también había oportunidades en Yaniv, un pueblo de cien habitantes donde controlaba los vagones que llegaban hasta la estación atómica. 
—En Yaniv nos dieron departamento viejo a menos de dos kilómetros de la central. Prohibido tener viviendas a esa distancia, nuestro edificio estaba ilegal. 

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Y el tercer ángel tocó su trompeta, y cayó del cielo una estrella ardiente como una luz, y esa estrella es Ajenjo, y cayó sobre la tercera parte de las aguas y las tierras y fueron estas aguas amargas y mucha gente murió por esa agua amarga (Apocalipsis de Juan 8:10-11) 
Chernóbil significa ajenjo en ucraniano. La central nuclear heredó su nombre de la planta que solía crecer en abundancia en las orillas del cercano río Dniéper. Aquel viernes 25 de abril, con una prueba que simulaba una reducción de potencia del reactor, comenzó a gestarse la profecía del Apocalipsis de San Juan. Al día siguiente a la explosión, los vecinos abrieron las ventanas y recibieron de lleno el impacto del sol. Ese día floreció el ciruelo frente al edificio donde vivían Lyudmyla y Dimitrio. 
—Mi marido vino al mediodía y me dijo “no salgas afuera, explotó algo en Chernóbil. Un empleado de la central fue a buscar a su mujer y apareció con el pelo blanco, totalmente consumido”. A los pocos días ese hombre murió. 
La noche del sábado, Lyudmyla se durmió profundamente. La despertaron los violentos golpes a su puerta. Un empleado del ferrocarril alertaba sobre la urgente evacuación. Debían irse con lo puesto, dinero y documentos. 
—Nos mintieron, pensamos que a los tres días íbamos a volver. En plataforma antes de tomar el tren, había carros de bebés tapados con sábanas blancas, gritos y sonidos extraños como aire soplando en caños. 
Dimitrio no pudo elegir, tenía que volver a continuar con las tareas de evacuación. Su única protección era una gorrita blanca de algodón con tiritas como las que usan los médicos y un par de guantes. 
Lyudmyla y Dimitrio vivieron seis meses en la casa de sus padres, a 100 kilómetros de Chernóbil, hasta que en septiembre de 1986 recibieron un departamento, subsidios de la Cruz Roja y del gobierno de la URSS. 
La vida en Yaniv solo existe hoy en la memoria de Lyudmyla. Las versiones oficiales aseguran que debido a la imposibilidad de descontaminación, debieron derribar los edificios de la zona, y el suyo no fue la excepción. 
—Lo hicieron para ocultar que estaba ilegal. Taparon todo. 
Durante años sintió fuego en su garganta. Tuvo problemas de corazón, tiroides, estómago, ausencia de cartílagos y mucho cansancio, secuelas que mantiene hasta hoy. 
—Cuando tenía bebé chico pensaba “¿Qué voy a hacer si quedo discapacitada? ¿Quién va a cuidar mis hijos?”. A los 25 me sentía una vieja de 100. 

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En 1996, Lyudmyla llegó a Buenos Aires junto con 15.000 compatriotas, gracias a un convenio migratorio firmado entre Ucrania y Argentina. El ambiente y la alimentación sana mejoraron la salud de sus hijos. 
Su hija Alona, nacida un mes después de la mayor tragedia nuclear de la historia, y su nieta de ocho meses, ambas en buen estado de salud, deambulan por la casa, mientras se realiza esta entrevista. Hoy reciben una jubilación de Ucrania que, entre los dos, suma unos 7000 pesos (1600 y 1400 grivnas) y una pensión por discapacidad del Estado argentino. 
—Están pagando dinero de tumba. Sirve para la tumba nomás, para morir. Estamos debajo de la línea de pobreza y no puedo buscar trabajo porque tengo que atender mi marido y mi padre. 
Dimitrio se encuentra postrado con hidrocefalia, sin poder hablar, por efecto de la radiación. Hace siete años Lyudmyla le dio el último abrazo consciente. 

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Aleksandr Zagorodniuk 

Hasta la partícula más elemental necesita encontrar un lugar para permanecer en un orden relativamente estable. Para Aleksandr, ese lugar es el barrio Río Alegre de Merlo. Es un hombre rudo, valiente, pero sensible. Su expresión ruda de ex militar contrasta con la sencillez del hombre de campo. 
—Acá lugar semirural, gente cría vacas, caballos, lugar lindo, parecido a mi pueblo. A la madrugada gallos cantan. Durante 30 días, Aleksandr se ocupó de transportar hasta el reactor a los dosimetristas, quienes revisaban la radiación de los objetos, y a los albañiles, que se ocupaban de la construcción del sarcófago. Su única protección eran guantes de algodón y un barbijo. 
—Estuve a 150 metros del hueco del reactor. Y de mis treinta compañeros de grupo, me enteré que ya murieron ocho. Si una persona recibe radiaciones mayores a 400 roentgen por hora, se considera letal. En Chernóbil, los medidores de los liquidadores sólo marcaban hasta 50 roentgen y las agujas se volvían locas. Por eso Aleksandr no puede ocultar su decepción con el gobierno de la Unión Soviética. 
—Nos dijeron que radiación era solo como el polvo de la calle. Radiación no tiene olor, pero te pica la garganta. Todo mentira, engaño sobre radiación. En ese momento hablaban de que hombre ya no iba a servir como hombre, pero no que va a morir gente. 
Entre 1986 y 1998, cuando llegó a la Argentina, sintió en su cuerpo las consecuencias de Chernóbil. Su salud se estaba deteriorando. 
—Yo tenía presión alta, 16,4. Dos o tres veces por semana dolor de cabeza, pensaba que iba a morir. Acá hace 21 años no tomo ninguna pastilla, tengo 11,9 de presión y no duele cabeza. 
Aleksandr abandonó su país al igual que la mayoría de sus compatriotas, sin saber el idioma, sin dinero y sin su familia, a la que nunca más volvió a ver. 
—Yo quería que mi hija venga conmigo pero la mamá no permitía. Mi mamá me dijo que con ahorros compre casa. Ella todavía vive en mi pueblo, ahí está contaminado, gente tiene enfermedades y cáncer pero ya acostumbraron. 
Aleksandr se contenta con haber encontrado un lugar similar a su pueblo. La vivienda que ahora comparte con su esposa peruana y su segunda hija de 16 años rodeada de gallinas, plantas y perros, es su pequeño paraíso. Hoy en día mantiene a su familia haciendo trabajos de mueblería y mecánica además de trabajar como remisero.

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Olga Sakovich 

—Recién en el 99 me di cuenta que estábamos enfermando. Mi hija menor que nació sin flora intestinal, tenía problemas de digestión y no podía comer nada. 
Olga Sakovich, Licenciada en Música, anhela los tiempos comunistas. Anhela a su padre. Los años de la URSS la retrotraen inevitablemente hacia él, un ingeniero ferroviario comunista que dejó su salud y su vida voluntariamente para trabajar en la reconstrucción de carreteras y ferrocarriles que llegaban hasta Chernóbil. En 2002, tras muchos años de sufrimiento, falleció a causa de la radiación. 
Los 100 kilómetros que separan a Fastov del reactor y los elevados niveles de radiación en la zona estaban haciendo estragos en la salud de su familia. Debía elegir entre la salud de su hija o su buen pasar económico en la URSS.
—En la embajada de Argentina me decían “por favor no vaya señora, ¿Qué va a hacer allá? No sabe español, no va a poder dar clases, solo va a poder limpiar pisos”. Yo sabía que si no intentaba hacer todo lo posible para salvarla, no me iba a perdonar.
 Para Olga hablar de Chernóbil es un deber no solo para marcar un contrapunto con el discurso hegemónico que circula en los medios, sino para honrar su historia familiar. 
—Decían que la URSS quería genocidio contra población ucraniana. La gente está totalmente enferma. ¿Cómo no vas a reconocer lo que hizo el gobierno de la URSS? Si esto hubiera pasado ahora en capitalismo, sería un caos total. A los que vivían a menos de 30 kilómetros los evacuaron y a los seis meses recibieron edificios nuevos gratis. 

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Tras su llegada a la Argentina con dos hijas pequeñas y sin su marido, vivió en Fuerte Apache. Como muchas mujeres inmigrantes que escaparon de Chernóbil, nunca le fue revalidado su título ni pudo ejercer su profesión de manera formal. 
Los primeros años trabajó de empleada doméstica y aprendió el español en forma autodidacta. 
—Vivir en un ambiente no contaminado hizo que mi hija vuelva a comer y eso era lo único importante, por eso nunca me arrepentí de haber venido. 
En los fragmentos de su memoria, su historia personal siempre va de la mano de lo colectivo, lo común, lo que la une con el otro. 
—Soy una privilegiada porque perdí amigos, compañeros de colegio, gente más joven que yo. Por eso la gente que está viviendo en mi país está mucho más enferma que yo. Acá encontré mucha gente muy buena que me ayudaba, estoy muy agradecida a la gente argentina, gente humilde, sencilla. 
Hoy en día, Olga se encuentra jubilada después de haber aportado como profesora de Música en Ucrania. Luego de casi 20 años en Argentina, actualmente reside en España, desde donde brindó esta entrevista a través de Skype. 
—Sentí que se terminó la etapa de América Latina, la derecha intenta anular movimientos que se ocupan de país, es espantoso. Tema de inseguridad económica y robos es lo que más me molesta. Aparte quería vivir cerca de mar, porque tiene yodo y cura problemas en glándula tiroides. Voy a buscar alumnos particulares y si tengo que volver a limpiar casas, estaría dispuesta. Otra vez empiezo mi vida de nuevo, justo 20 años después de venir a Argentina. 
Luego de la explosión del reactor, la nube radioactiva se expandió por toda Europa. En 2006 Greenpeace estimó en 200.000 los muertos a causa del accidente y aseguró que 270.000 desarrollaron en algún momento de su vida algún tipo de cáncer. ✒