Rosalía


por Aldana Huilén Ceijas

Lo echaron de la casa. Las drogas lo habían consumido. En el barrio le dijeron que él lo iba a ayudar, que lo iba a escuchar. Que, por ahí, le daba asilo durante un tiempo.
Llega a la puerta del templo, en el barrio de San Alberto, La Matanza. Toca el timbre una vez y nada. Toca una segunda vez.
-Te escuché la primera, dice una mujer de rodete que se asoma en la rendija que deja la puerta entreabierta. 
-Perdón ¿Está el Compadre?
Cierra la puerta de un plumazo y desaparece. El hombre espera. Minutos después se abre el portón del galpón negro a su derecha. La del rodete se asoma ahora detrás de la hoja de chapa pintada en negro. Silenciosa, lo invita a pasar. 
Entre estatuillas de hombres con taparrabos y mujeres de piel roja, entre botellas de licor y plantas de interior, espera el Compadre en una silla. Sombrero, camisa y zapatos negros. Sobre los hombros se vuelca una cabellera roja y eléctrica. Fuma un habano, regalo de algún hijo de religión.
Por debajo del alero del sombrero, asoma la cara de una mujer de ojos pequeños y almendrados. Como todo personaje enigmático, tiene varios y diferentes nombres: Rosalía, según su DNI, la mae de santos Andrea de Oggun Beira Mar, según su religión, la Bruja del Barrio, según sus vecinos.
Para los pibes de la zona es el Compadre, una energía espiritual incorporada a través de la práctica de la mediumidad.

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Entre los fieles, se dice que cada seis cuadras hay un templo –“terreiro”- que practica alguna de las religiones de raíces africanas. El templo donde vive Rosalía aparenta ser una casa como cualquier otra, salvo por sus rejas que son mitad negras y mitad blancas. 
Rosalía se despierta a las 6 de la tarde. Prende la pava eléctrica para calentar agua y enciende un cigarrillo. Uno atrás de otro. En las próximas dos horas quedarán alrededor de 20 colillas aplastadas en el cenicero que está sobre la mesa de madera laqueada de la cocina.
El lugar tiene al menos seis habitaciones, dos baños, un galpón y un desorden descomunal. Bolsones de ropa y comida donada desbordan los sillones de la sala de estar. Hay cajas apiladas, ropa doblada o tendida sobre los muebles y una pila de platos y ollas ocupan toda la mesada
-La religión no es para juzgarte. Para ser sacerdote, tenés que hacer pueblo, ser “cacique”, y así los guiás. Más en épocas de crisis como la de ahora, que la gente está sin trabajo, aumentan los choreos y los chicos andan en cualquiera. Mi trabajo es gratis para unos y muy caro para otros.
Es menuda, de espaldas anchas que se afinan hacia las caderas, como un triángulo invertido. 
Usa uñas largas y puntiagudas y ropa deportiva. Tiene 53 años y su frente revela arrugas como marcas de guerra, heredadas de noches enteras sin dormir. Noches enteras bajando alas divinidades al son del tambor.
El culto Omolokó nació en el sur de Angola y fue traído a las Américas a bordo de los barcos “negreros”, junto con los 20 millones de africanos esclavizados que pasaron a habitar las colonias hacia fines del 1400.
Siglos después, el orixá Oggun, la divinidad que encarna al guerrero en el panteón africano, posa con una espada en el aire y un escudo en el otro brazo, musculoso y brillante, hecho caricatura, en una estampita que descansa al lado del cenicero. 
Suena el timbre. En la puerta espera una vecina. A las 7 de la tarde, la jornada recién empieza.

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Junio de 1980. En Argentina todavía no se ha practicado el primer trasplante de médula ósea y eso es, precisamente, la intervención quirúrgica que Rosalía necesita para sobrevivir. Tiene 14 años y le acaban de diagnosticar la enfermedad de Hodgkins, un tipo de cáncer que ataca a los nervios linfáticos. 
Está internada en el Hospital Ramos Mejía, pesa menos de 40 kilos y pasa sus días prácticamente inconsciente. Su padre llega a la sala con una idea. Un compañero de trabajo le recomendó un lugar que queda en Villa Bosch, que practica una religión “de africanos” y que curó a su suegra de una manera imposible, “mágica”.
Rosalía no tiene poder de decisión y tampoco tiene opciones. Ve que su padre firma un documento. En él, declara legalmente la decisión de que la menor muera en su casa por razones religiosas. Al ser una paciente terminal, la institución lo acepta. 
Una ambulancia la traslada al templo. A esta altura, la familia debió vender el departamento de tres ambientes -su único bien- para pagar el ritual que están por practicarle: la “troca de vida”. 
La recibe un canoso de ojos transparentes y piel pálida como la nieve, bastante distinto a lo que Rosalía imaginaba como un “sacerdote africano”. Es el Tata Cacho, a quien llamará con el tiempo su “abuelo de religión”. 
En el relato que Rosalía cuenta repetidas veces, cada vez con más detalles, al cabo de 9 días de reclusión ella saldrá del templo muy débil, apenas caminando, pero totalmente curada.
Semanas después dirá el oncólogo:
-No sé a qué santo le estén rezando, pero sigan haciéndolo.

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Con 30 años, Rosalía oficia sus ceremonias en su primer templo, ubicado en la calle Castelli de Ramos Mejía, la localidad en la que nació y se crió.
A esta altura, ya cursó las siete obligaciones que la jerarquía Omolokó exige para convertirse en nginja –sacerdotisa-. Son siete tareas sacerdotales que incluyen raparse la cabeza, recluirse en el templo durante semanas y prohibición de sexo y alcohol.
Estos rituales de iniciación se realizan con una distancia de un año entre uno y otro.Si hace un recuento de lo que gastó en su formación religiosa, se deprime: el equivalente a un piso en Puerto Madero, dice. 
En esta noche de verano, es su turno de incorporar. La macumba retumba y crece al rebotar contra las paredes. Los tambores, acompañados por los cánticos, parte en portugués, parte en angoleño y parte en español, son el catalizador. 
Rosalía danza con un vestido corto de falda rígida y un velo de hilos tapando el rostro. Se adueña del centro de la ronda, se abre paso entre los otros bailarines.Las caderas para un lado y para el otro. Comienza a girar, impulsada por una fuerza exterior a sí misma, y siente que algo la toma desde arriba, la hace levitar, y la vuelve a soltar. 
La toma y la suelta. La toma y la suelta. Así, varias veces. Hasta que la toma y no la deja más. De a poco, deja de ver. Al rato, deja de escuchar. 
Toma posesión de su cuerpo un Exú, un espíritu que oficia como mensajero de las divinidades. Los Exú, como almas de personas que alguna vez vivieron, son muchos, con diferentes personalidades y semblantes, pero a todos se los apoda de la misma forma: “Compadre”, si fueron hombres, “la Señora”, si fueron mujeres.
Cuando Rosalía vuelva a tomar las riendas de su cuerpo, serán las 4 de la mañana. Quedarán unos pocos hijos de religión, colmados de silencio y de bronca.
-Llegó la policía otra vez, mae. Nos pidieron que paremos porque los vecinos se están quejando del ruido de una “secta umbanda”. 
Al año siguiente, en 1997, comprará la casa de San Alberto y pasará a organizar las ceremonias allí para evitar las visitas de la policía. La casa de Ramos Mejía quedará reservada para los “consultantes”que pagan más y exigen la mayor de las discreciones. 

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El remise está a unas cuadras del templo de San Alberto. A las 4 de la madrugada, el barrio está oscuro como boca de lobo. Rosalía va casi dormitando en el asiento trasero. Quedó muy cansada después de una ceremonia en la que participó en el barrio de Villa Lynch, y el rumiar del coche desde San Martín hasta La Matanza la relajó. 
-Señora, casi llegamos. 
Hace dos noches, mientras entraba al templo, un auto con cuatro hombres a bordo estacionó a su espalda. Se dio vuelta para averiguar de quién se trataba y escuchó: “arrancá, es Rosalía”. Doblaron en la esquina y desaparecieron.
A pesar de la rapidez de los movimientos, reconoció al conductor. Un pibe que años atrás había pasado semanas enteras adentro del templo, después de que lo echaran de su casa.
-Si quiere, la espero mientras entra a su casa, propone el chófer del remise.
Rosalía se niega, agradece y pide que la deje ahí, a una cuadra del templo. Baja la ventanilla y asoma la cabeza. Sentados en un escalón, cinco pibes toman cerveza del pico y comparten un porro, iluminados por la luz naranja de los postes de la cuadra. 
-¿Me miran mientras entro? Me quedé con miedo después de que casi me roban la otra noche.
-Sí, Rosalía, responden casi al unísono.
Dejan las botellas en el piso y se acercan al coche. Uno de ellos abre la puerta y le ofrece la mano para bajar.