Debajo de la carpa


por Morena Díaz

Una oleada de chicos atraviesa corriendo la entrada. Todo en su ropa indica que son fanáticos de Pepa Pig y el Sapo Pepe. Detrás de ellos,  mamás y abuelas apuran el paso para no perderlos de vista haciendo malabares con los abrigos y las mochilas.
- Buenas tardeeees, la entrada por aquí mami.
Una voz grita a través de una ventana enrejada. Llega desde un tráiler pequeño pintado de rojo, verde y azul donde  se puede leer el cartel de “Boletería”, escrito a mano alzada en letras negras. Adentro hay cajas de cartón, diarios viejos, papeles, fotos de tiempos de gloria y una radio antigua. También está Antonio.
Tiene 77 años y es el fundador del Circo Mágico Houdini. Ha pasado los últimos 70 años de su vida en un circo. Fue payaso, malabarista, mago y domador de animales. Ahora es el boletero. Se cansó de los nenes, de los aplausos y de las funciones. 
- Ya no quiero sonreír tres veces por día, cada vez que se enciende el reflector. Estoy cansado de mentir. 
Su aspecto transmite melancolía. Es pelado, gordo, rengo y tuerto. Perdió un ojo en el combate de Malvinas, aunque su familia asegura que es mentira. Cuentan que llegó a las islas cuando ya se había perdido la guerra. Sus cejas fruncidas lo hacen parecer gruñón. Se lo ve arisco y resignado. No para de tomar café y de fumar. Sin embargo, quienes lo conocen, saben que por breves momentos al día se siente pleno. Incluso, a veces, alcanza la felicidad. 

***

Gabriel, el heredero de Antonio, es quien ahora lleva la compañía desde 2006, cuando entró en vigencia la ley 1446,  que “prohíbe, en el ámbito de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, el funcionamiento de circos y espectáculos circenses en los que intervengan animales, cualquiera sea su especie”. Y eso Antonio no lo pudo soportar.
- En mi circo, los artistas estrella eran los leones y los caballos ¿Qué me van a explicar a mí de cuidado animal? Yo educo leones desde los 17. ¿Quién me asegura que están mejor en un zoológico? Ahora, en su lugar, mi hijo tuvo que poner muñecos de goma espuma.
A partir de la regulación, el circo Houdini deja de hacer funciones con animales en CABA y aloja a los felinos en campos bajo el cuidado de miembros de la familia. Durante sus giras en el interior, la compañía vuelve a su estructura original y los incluye en el repertorio. Los leones saltan a través de puentes de acero y se mueven al ritmo de las indicaciones de su domador.
En esas giras con animales, organizaciones ambientalistas escrachan cada espectáculo. Carteles verdes y gritos a favor de los derechos y las libertades de los animales rodean al Houdini. Ni el mejor equipo de sonido calla los reclamos.
Antonio se esconde en un tráiler viejo. Cuando no está cobrando, o fumando y consumiendo cafeína, mira fotos de sus actos con leones. Lleva en su billetera la foto de Amatai, su preferido.
- No hay tipo más fiel que éste. Me conoce entero. Nos entendemos con sólo mirarnos- dice, mientras no le quita la vista a la imagen de su felino dorado y melenudo. 

***

La puerta del tráiler de Antonio se abre de golpe. Una anciana de cabellos envueltos en un rodete justo debajo de la nuca, vestida con una pollera gitana y un buzo rosa, se asoma. Sus manos están arrugadas y secas. Son de esas que trabajaron toda la vida. 
- No tenemos más maíz para los pochoclos. Nos quedan dos funciones hoy, y mañana es domingo ¿Dónde vamos a comprarlo?- Antonio la mira y la ignora- Deja, me encargo yo, como siempre- dice mientras cierra la puerta y susurra “viejo inútil”. 
Él la escucha, pero no responde. Una pitada más y de vuelta los ojos a los leones.
Carmen y Antonio se detestan aunque, alguna vez, se amaron. 
Se conocieron en los años sesenta. En ese entonces, la cultura de circo transitaba tiempos de gloria. En Argentina había más de 300 circos. El Circo Mágico Houdini era uno de ellos.
Los pueblos recibían el espectáculo con entusiasmo y las funciones eran muchas. El elenco era abrumador. Entre bailarinas, gimnastas, magos y payasos, reunían más de 50 artistas en escena. Domador, había uno solo, Antonio. 
En una de sus  giras, el dueño instaló el circo en un campo abierto de Mendoza, por recomendación de los vecinos. El terreno parejo y el viento calmo eran condiciones favorables para la seguridad de la carpa.
Era un lugar despejado y sólo había una casa próxima: la de Carmen.
Ella se enamoró de ese mundo de fantasía. Los colores chillones de la carpa, las figuras delgadas de las bailarinas y los cuerpos fibrosos de los trapecistas la impactaron. Pero fue el carácter desfachatado del jefe, lo que más la sedujo. Carmen se entregó a ese mundo. 
Nadie puede estar en un circo sin colaborar. Nadie, ni siquiera la mujer del dueño. Después de un curso acelerado y varias horas en el tráiler de vestuario, Carmen se convirtió en la responsable costurera de los trajes de los artistas.
- Desde entonces, no hubo un sólo día en el que no trabajé. Empecé como costurera. Ahora, además de coser lentejuelas de plástico a trajes de nylon, hago pochoclos, panchos, pirulines e inflo globos de muñecos. Y convivo con mi ex, que no es poca cosa.
Del amor de Carmen y de Antonio nacieron tres hijos. Todos ellos tuvieron su origen en provincias distintas, dependiendo de la gira, pero solo Gabriel siguió el camino de su papá. 
Carmen crió a sus hijos entre payasos, leones y trapecistas.
- Él no me trata bien pero, ¿Qué voy a hacer? Mi familia está acá. Sólo sé hacer esto. Ahora ignoro a este viejo. No me queda otra- entonces se acuerda y grita-  Marcos anda a buscarme maíz que no puedo hacer más pochoclos!
Un Sapo Pepe con un pucho en la mano la escucha y levanta el pulgar para confirmar que recibió el mensaje. Es el hijo de Gabriel, nieto de Carmen y Antonio. 
La mano que está desnuda sostiene un celular. Tiene 20 minutos antes que se empiece a escuchar “yo tengo un sapo que se llama Pepe” en toda la carpa. Ahora no tiene tiempo para dar vueltas dentro de un traje comprado en Liniers. Se lo ve nervioso.
El sapo pepe deja el teléfono en la mesa y patea una silla. Toma un sorbo de cerveza caliente y suspira. La mira a su abuela y sale a la calle. Va en busca del maíz, o eso parece.

***

El único que no pasa la noche en los trailers es Antonio. Cuando comienza la última función del día cierra la boletería y se sube a su Renault 4. Ese auto lo acompaña hace más de treinta años. Tiene varias pinturas encima. Las fotos lo muestran en color blanco, verde y amarillo. Desde hace un tiempo, es celeste. Hay más de un rayón en su carrocería y el tapizado está sucio y su andar parece una orquesta desafinada. 
- Nunca me dejó tirado en la ruta ¿Por qué lo cambiaría?
Se baja del auto y mira el reloj antiguo de malla marrón chocolate que lleva en su muñeca. No anda muy bien, pero él  le confía como si fuera el Big Ben. 

***

Son las 18 en punto. Parece estar aliviado porque llegó a tiempo. 
Toca bocina y dos rejas de hierro gris se abren cuando  saluda a los guardias.
- ¿Cómo estamo’? ¿Todo bien querido?
Finge una simpatía exagerada. Tiene que hacerlo. Al fin y al cabo, eso le ahorra pagar la entrada diaria. 
Apura el paso, mientras se apoya en el bastón. Se agita. 
La gente lo saluda cuando atraviesa los senderos.
- ¿Cómo le va Antonio? Pensábamos que no iba a venir- le dice una cuidadora mientras vierte alimento balanceado en un balde de hierro viejo.
- ¿Cuándo no vine en estos 13 años?
En la antigua vida de circo, el tráfico de leones era moneda corriente. El trueque entre carpas, trajes, y animales se practicaba entre todas las comunidades circenses. Inca y Pampa nacieron en un circo chileno y Antonio los consiguió a cambio de  una de sus carpas más grandes, pero él asegura que valieron la pena.
- Hola chicos. Ya estoy acá. Ya llegué. No saben el día que tuve hoy.
Asoma su cabeza entre los barrotes de la jaula y chifla. Dos leones inmensos y adormilados abren sus ojos y se aproximan lenta y pesadamente hacia el encuentro. El movimiento les cuesta. 
A diario, cientos de familias los visitan y se sacan fotos sonriendo con ellos dentro de sus jaulas. Los más arriesgados se animan a acariciar su melena. Los leones permanecen casi inmóviles porque están sedados.
Al reconocer a Antonio, el primero arrima el hocico contra la cabeza de su antiguo domador que lo acaricia, mientras el  otro espera paciente su turno.
Tenían apenas dos años, eran casi cachorros, cuando los arrancaron de la familia circense. Sin embargo, los tres parecen reconocerse.
- Dejame un ratito más hoy. Ayer me sacaste muy rápido. Hoy quiero estar acá, tuve un día largo- le dice Antonio al cuidador, quien  le apoya la mano en el hombro y le abre la puerta de la jaula.
- Diez minutos. Ya sabes que no puedo dejarte más- le contesta el guardia y se aleja unos cuantos metros para darles privacidad aunque no les saca los ojos de encima.
Antonio entra a la jaula y  los dos leones lo siguen hasta un tronco cortado. Camina y les acaricia los lomos. Parece haber olvidado su renguera. Se mueve erguido y tranquilo, escoltado.
Se sienta en un extremo del árbol mientras Inca se acuesta a su lado.
- Estas viejo eh, mira que canoso tenés el pelo! Está bien. Los años no pueden pasar solo para mí- mira al otro león, que sigue caminando- Dale, veni che. Que me echan en un rato. 
Los diez minutos se desvanecen en aquella conversación íntima entre los tres amigos.
- Perdón, te tengo que sacar- irrumpe el guardia.
Antonio lo mira y asiente. 
- Hasta mañana- dice mientras sale de la jaula- pórtense bien.
Los leones lo ven irse y vuelven a sus lugares. Se recuestan, cada uno en su sitio, como si fueran presos que acaban de recibir una visita.