El orgullo de la changa


por Ornella Mariño

Víctor, Ambrosia y Gabriel tienen cosas en común: la calle, la gente y la necesidad. Esa calle que les permite comer. Esa gente que los quiere y les da una mano. Esa necesidad que los saca adelante. 
El olorcito inunda la calle, entra por la nariz, despierta al estómago y te roba un suspiro. Irresistible.  215 gramos de harina, 28 de grasa y 17 de sal. No hay como la tortilla santiagueña.  El sabor de la masa, ese crujir al morderla, la textura suave que regocija al paladar. 
Víctor, que nació en la misma provincia de las tortillas, las cocina sobre una parrilla tambor hecha con sus propias manos. Una mitad, cubierta por un mantel raído, funciona como mesada. En la otra ocurre la magia. Una pala, un cuchillo y el palo de amasar. A un par de metros, crepita el fuego en un tacho del que saca leña. 
Los bollos blancos ganan color en 15 minutos. Los estira hasta que queden chatos y ya como tortillas, “el negro” les da cuatro vueltas. Vende alrededor de 70 por día. 
Víctor es morocho. Bien morocho. Aunque las canas ya se apoderaron de su pelo crespo y de su barba desprolija, esa que lleva varios días sin cortar. 
Siete años de trabajo ininterrumpidos lo convirtieron en un ícono del barrio. Autos y motos le tocan bocina. Los transeúntes le gritan desde la vereda de enfrente. Gente que detiene la marcha sólo para saludar. Negro, negrito, diablo, diablito, amigo, amigazo, papi, papucho, te quiero, yo a vos. 
Todos lo conocen. Todos lo quieren. Víctor es GPS y páginas amarillas. Todo en uno. Abraza, grita y no le afloja a la lengua. 

***

- Andá a comprarme cigarrillos, le dije a mi señora, y me contestó, ¿con qué plata? no hay más plata. Ahí vine y le dije a mi papá, prepárenme la vereda, vos limpia acá, vos allá. Voy a vender tortillas.
Víctor amasa quince kilos de harina 0000 por día. Más bien, amasaba. Hace dos años una operación de vesícula le dijo “Basta negro, no podés hacer todo solo” y tuvo que recurrir a una máquina que ahora hace la fuerza. También debió involucrar en el emprendimiento a su mujer, Stella, y a sus cinco hijos.
- El secreto está en administrar. Hoy decís: bah, me tomo un cajón de birra, pero mañana, ¿qué comes? ¿qué tomás? Al otro día te piden la leche, te piden el pan.

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Sin abandonar el vehículo, con la ventanilla baja, la clientela hace el pedido. Parece un AutoMac. Es un AutoTortilla. Desde Duster, hasta 4x4, pasando por el 147 y el Renault12. Todos paran en la vereda de la calle Matienzo. En siete minutos Víctor vende cinco tortillas. Cada una a 35 pesos. Hay dos variedades: con chicha o sin chicha.
Con el resultado de las PASO y la subida del dólar, los aumentos arrasaron y la masa santiagueña no fue la excepción. 
Los vecinos no se sorprenden. Incluso se adelantan.
- ¿Ya subió?
- Si papucho
- Ay, este Macri me dijo come de a una. Sino mucho gasto 

Entre bromas que esconden quejas, las tortillas vuelan. Santiago corre ante el grito de su papá. Corta dos servilletas, envuelve las tortillas y las mete en bolsitas de nylon color verde para dárselas al mandamás. Víctor interrumpe la cocción para entregarlas y cobrar. La sonrisa y el afecto son el valor agregado.
- A mí no me falta nada. Soy feliz. Esto no es un trabajo. Es juntarte con cada amigo. 
Y aunque dice darse todos los gustos, hay algo que tiene bien en claro. 
- Yo le digo a mis hijos que estudien. Mírame a mí. No quiero que sean como yo. 

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Ambrosia es boliviana. Sin embargo, dice que Argentina es su país. Destellos de canas iluminan su negra cabellera que está decorada por dos trenzas bien finitas y prolijas. La conocen como “Doñita”. Tiene sobrepeso y movilidad reducida. Con la pierna derecha renguea. Pero el dolor de los huesos no le impide estar detrás de la máquina de coser durante muchas horas al día, esa máquina que, dice, agarró de grande y de metida. 
Hace poco tenía una mesa de caballetes en la vereda de su casa, donde vendía todo lo que cosía: pijamas, pantalones, buzos y camperas. Hasta que cayeron los inspectores y la corrieron.
- Me lo cerró el presidente. Mucho control.
Ahora cose a escondidas del Estado. Tiene un taller que está repleto de máquinas. Rectas, cintureras, overlocks, collaretas y sillas, muchas sillas que antes solían estar ocupadas por vecinos del barrio. El miedo a las denuncias y a los juicios laborales la obligó a concentrar la producción en dos personas: ella y su hija. 

***

La ilegalidad y la mentira la trajeron hasta Buenos Aires. Ambrosia fue madre soltera a los 18. Como el papá de su bebé no se hizo cargo, decidió dejar atrás su vida de “cholita”. Prendó sus aretes de oro para que no le falte nada al recién nacido y se subió al tren desde Santa Cruz. Un atado de ropa fue todo su equipaje.
- Para no lastimar al tipo, me vine con mi hijo, para nunca más verlo a la cara. Voy a venir prontito, le dije a mi hermana, y prontito nomás llegué. 
Ambrosia estuvo retenida una semana en Pocitos hasta que logró obtener el salvoconducto para el bebé, quien no podía salir del país sin la autorización del padre.
- De noche tuve que pasar, como un ladrón, mintiendo, mi marido está accidentado en Córdoba, dije. 
La doñita desembarcó en Retiro. Durante el día, vendía “ajo limón” en la puerta de un supermercado.  Durante la noche, el piso de la casa de su hermana se transformaba en su colchón. Los vecinos le regalaron ropa, y alguno que otro quiso comprarle el pelo. Tanto la querían que una pareja quiso adoptarla, a ella y al bebé. Pero Doñita rechazó semejante proposición y continuó vendiendo sus verduras.  La solidaridad de la gente la hizo amar Argentina.  
Al mes de llegar, conoció a su marido actual con quien tuvo tres hijos más.
- Vivía pegadito. Mi hijo se encariñó primero con él. Mi hermana no lo cuidaba bien y él se metía en su casa. Por necesidad, por refugio, no sé por qué.
El alcohol y la violencia fueron el karma de Ambrosia. Durante años puso el cuerpo.
- A los chicos él nunca les hizo nada. 
Por consejo de su tío, Ambrosia llegó a González Catán, cuando no había ni “paisanos”. Por las calles de tierra arrastraba su carro repleto de verduras dos veces por día. Por las frutas que regalaba, se le acercaban los chicos del barrio y la ayudaban a empujar. 

***

- ¿Más cosas quieres saber?
Ambrosia es cerrada. Sus silencios son el complemento perfecto para el ruido de las máquinas. Con el ceño fruncido “pega” infinidad de puños a las mangas de buzos color rojo. Tiene una pila que parece nunca acabar. En el taller hay tela por todos lados. Los hilos decoran el piso. 
Doñita es exigente con su trabajo. No le gusta que le reclamen ni le devuelvan la mercadería. Sola, a los cincuenta y largos, empezó a adentrarse en el oficio que hoy le sirve para pucherear. 
- Qué va a alcanzar con la jubilación. Mientras que yo tenga platita. Esta es changa mía. 

***

Gabriel tiene las manos agrietadas de tanto cartonear. Cada dos cuadras toma un descanso. Los pulmones le reclaman aire, y es que hace 78 años no paran de respirar dióxido de carbono. Es el aire de Catán, donde las montañas de basura de la CEAMSE crecen desde la última dictadura militar. 
Gabriel es uruguayo. Vive en el barrio La Loma sobre calle de tierra. Para evitar el barro puso alfombras de autos sobre la vereda. Los rectángulos negros contrastan con el rosa chillón de la pared.
- Si las ruedas están infladas, llevo el carro con un dedo
Mentira. El abuelo –así lo saludan todos- necesita de ambos brazos para arrastrar su carro de chapa. Gabriel y el carro son inseparables. Hace pocos años se cayó arreglando unas maderas y el brazo izquierdo se le durmió. Aunque la neuróloga se lo prohibió, Gabriel se encargó de convencerla.
Que las pastillas valen un disparate. Que me entretengo. Que, si no, ¿qué hago? Que yo me llevo todo de acá, que la carne, que la leche, que la servilleta.Por cansancio, por lástima, por lo comprador que es, o por todo eso junto, la doctora le dio el alta y Gabriel, contento.

***

Siempre una sonrisa. Pura educación. El “gracias” a cada ratito. Gabriel tiene una manía por recordar las calles y no se olvida de ningún nombre. Es menudito y tiene ojos color miel. Su peinado a la gomina le hace honor a su pasión por el tango. Anda de zapatos y pantalón de vestir. Un pasador con forma de caballo le sostiene el pañuelo que lleva al cuello.
- Si andás arregladito, aunque sea ropa sencillita, la gente te regala cosas.
Al abuelo le dan ropa, comida, juguetes, diarios, botellas, chapas, muebles, colchones y hasta electrodomésticos. Lo que le sirve, se lo queda. Lo que no, lo vende.
- No come el que no quiere, los vagos que están en las esquinas, drogándose, tomando alcohol, tremendos lomos...
Su físico reducido y su edad avanzada lo obligan a hacer 2 o 3 viajes hasta el depósito. Luego de años de reclamos, en 2017 asfaltaron Pío Collivadino y le aliviaron el camino. A las calles de tierra las zigzaguea, sino las ruedas del carro, finitas, como las de las bicicletas viejas, se le traban en los pozos. Una vez en el depósito los muchachos le descargan el carro y pesan la mercadería.
- Abuelo, ellos le tienen que dar plata a usted. No usted a ellos.
- Para la coquita.
Gabriel le da 10 pesos a un joven grandote que no le alcanzan ni para un Guaymallen.
Para el final del día, cobrará el trabajo de toda la jornada: 100 pesos. Juntó once latas de tomate, trece trapos viejos, dos kilos de plástico, seis petacas blancas, casi tres kilos de vidrio y tres de film. Pese a que en Argentina no pudo concretar su mayor anhelo, el abuelo le agradece constantemente a Dios.
- Siempre quise estudiar, pero no pude y así toda la vida arrastrándome, pero, honradamente porque ¿deshonra ganarse el pan?  A mí no me da vergüenza ser pobre.