Pequeña Eslovenia



(Año XIV Número XIV - 2014)

Solos, devastados por la Segunda Guerra Mundial, cruzaron el mundo para empezar de nuevo. A miles de kilómetros de su hogar,  supieron recrear comunidades en donde  las costumbres del Viejo Continente siguen intactas.

Por Agustina Pose




Con previo aviso del chofer del 174, me bajé del colectivo. Ahí, en Camino de Cintura, me estaba esperando. Belén, mi amiga, la que me introdujo en esta historia. Caminamos dos cuadras para adentro, a un barrio de casas bajas y calles tranquilas. Nada hacía pensar que estábamos entrando en la pequeña Eslovenia de San Justo.

- “Yo todas las noches sueño con estar allá”.

Francisca Tekavec es bajita y los años la hicieron encorvarse un poco. Esos mismos años, 91, también la llenaron de arrugas, de sabiduría, y de una mirada contenta que transmite calidez. El pelo blanco acompaña el paso del tiempo que se marca en su cuerpo chiquito y frágil pero de una entereza enorme. Con ojos vidriosos, me confiesa esa verdad.

- A mí me gusta contar, yo quiero que sepan –dice tranquila mientras sostiene mis manos entre las suyas.

Se sienta en una esquina de la mesa alargada del comedor. En las paredes cuelgan cuadros con fotos de distintas épocas. Dos de esos cuadros grandes son de una casa de campo.

- Era esa mi casa. Sigue estando. Cuando volví a visitar estaba destruida, quemada. La mesa estaba como siempre – dice y mira hacia arriba, como tratando de recordar más, con ojos tristes.

Francisca tiene un encanto particular. Arrastra las “h” cuando habla, piensa en esloveno y dice en español. De tanto en tanto, mira a su nieta o a su nuera para que la ayuden a terminar la frase.

- ¿Cómo se dice…? – se la escucha decir de a ratos. Y sigue.

En esa casa todos entienden el esloveno a la perfección. En ese barrio todos lo hablan. En la iglesia de San Justo las misas de los domingos a la mañana son en esloveno. Al principio fueron 15 las familias que se establecieron  ahí, eran todos vecinos. Se veían todos los días por el barrio y los sábados se juntaban en el club que armaron para estudiar, hacer deporte, socializar y para aprender las costumbres. Hoy, la tercera generación de eslovenos en Argentina es tan eslovena como los inmigrantes mismos. 

* * *

“NasDom” significa Nuestro Hogar y es el nombre del club esloveno de San Justo. Está en pleno centro, sobre la calle Yrigoyen, en un lugar por donde pasa todo el mundo pero sólo unos cuantos reparan en él. El club siempre estuvo ahí, desde su inauguración el 13 de octubre de 1956. En casi 60 años albergó a familias enteras, cada vez más numerosas, y se convirtió en el pilar de las costumbres de aquel lejano país, ubicado en el centro de Europa.

- Los sábados a la mañana hay escuela – cuenta Martha con naturalidad.

Martha Jamec es la nuera de Francisca. Viven juntas con el resto de la familia en la casa que alguna vez fue de Francisca, su marido y sus hijos.

La escuela eslovena no es como una escuela común. Enseñan historia, geografía, lengua, catequesis, música pero de Eslovenia. Allí es como entrar a un mundo chiquito en donde el único idioma que se habla es el propio. El castellano queda puertas afuera.

Belén, mi amiga, la nieta de Francisca, se levantó temprano todos los sábados de su infancia para seguir yendo al colegio. Durante ocho años aprendió del país y la cultura de sus antepasados como si fuera la de su lugar de origen. Creció conociendo a lo lejos ese pedacito de tierra que queda del otro lado del mundo, pegado a una punta de Italia, pero que se siente propio.

- No enseñan como acá – explica Francisca ­­– Los maestros acá no cobran nada. No quieren que se olviden las cosas de allá. 

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- Nací el 29 de “diciembre” del 23.

La memoria de Francisca es sorprendente. Con lujo de detalles describe su casa, su campo y Clada, el pueblito donde nació. En su familia eran siete. Algunos nacidos en el “austrohungarian”, como ella llama al Imperio Austro-Húngaro, luego Estonia, más tarde Argentina.

- Vine el 24 de Enerro del 49 – otra fecha que se acuerda a la perfección – en un barco, el Black.

Fue después de que tuvieron que huir a Austria, en donde permanecieron en campos de refugiados durante casi 4 años.  Al principio, dormían en la tierra, todos juntos. Con ojos tristes recuerda una anécdota particular.

- Un día me agarró una lluvia y estaba empapada con mis ropas, mis trapos. Cerca del lugar había un… ¿cómo se dice?

- Lago.

- Lago. Dejamos secar la ropa en el prado y nos lavamos en el lago. Pero era muy peligroso porque si te agarraban te llevaban de vuelta a Eslovenia y te mataban.

Francisca se vuelve frágil cada vez que habla sobre aquel tiempo. En su memoria se ven claras las imágenes de las matanzas atroces, del hambre, del frío. De cómo los hicieron irse de sus casas y les sacaron todo, de los vecinos asesinándose entre ellos. La única vez que volvió a Eslovenia, hace ya veinte años, las fosas comunes seguían estando y todavía olía a muerte.

Se inclina sobre la mesa y hace esfuerzo por recordar más. Mira hacia arriba. “La guerra… ¿los chicos qué culpa tenían?”

* * *




Venir a Buenos Aires no fue una decisión difícil. Ya no podían volver a su Eslovenia natal y su camino se dividía en dos opciones: Canadá o Argentina.

En Canadá admitían sólo a las personas jóvenes que estuvieran sanas y, considerando las heridas de guerra, para muchos refugiados esa no era una posibilidad viable. Siempre pensando en mantener a la familia unida, se embarcaron con muchas otras familias eslovenas hasta el otro hemisferio.

El Hotel de Inmigrantes (“inmigrant hotel“, como todavía lo llama Francisca) los recibió con las puertas abiertas. Francisca viajó durante meses con su madre, su padre,sus seis hermanos y cientos de personas más. Algunos conocidos, como quien años más tarde sería su marido, y muchos otros se encontraron en esta ruidosa ciudad buscando trabajo y casa.

Durante su estadía en el famoso hotel les hicieron los documentos y así fueron empezando a mezclarse con la cultura local. San Justo, Ramos Mejía, Morón, San Martín, Carapachay, Lanús, Berazategui y Capital son los centros más grandes en donde se fueron estableciendo como comunidades.

Con los ahorros de lo trabajado, la familia de Francisca compró un terreno en San Justo, “a dos cuadras de acá”, y en poco tiempo se fue llenando de otros eslovenos. Era así: primero se instalaban unos y, enseguida, otros grupos compraban los terrenos vecinos. Así se fueron armando comunidades de inmigrantes que vivían en dos, tres o más manzanas de cada barrio, y que todavía siguen allí.

- Inclusive entre todos los vecinos ponían plata y así compraron un terreno e hicieron un club social que es de los eslovenos propiamente – cuenta Martha.

El club. Ese núcleo que unifica a todos los inmigrantes y descendientes de inmigrantes de la zona. En cada localidad hay uno. Igual de escondidos y visibles a la vez. Para ser un club, es grande, en eso coinciden todos. Planta baja, dos pisos y un subsuelo, todo parece nuevo. Un patio enorme para deportes, recreación y actos; un teatro, un salón de eventos, un bar y muchas aulas. Todo destinado a mantener a la pequeña Eslovenia intacta.

Además de la escuela de la comunidad, las actividades van desde deportes  y torneos entre clubes eslovenos de otras zonas, hasta coro, teatro y talleres de recreación para jóvenes y adultos. También celebran fiestas típicas o festejan las tradicionales pascuas o la navidad, a la manera en la que lo hacían en su país de origen.

En todo se nota el esfuerzo por resguardar esos recuerdos intactos. Es como si la pequeña Eslovenia entrara en esos souvenirs de bolitas de vidrio que se agitan, pero adentro todo se mantiene en pie.

*  *  *

Entrar al club es abrir las puertas a un universo escondido que hace más de medio siglo que está en pie. Es la base de sus relaciones con otras familias, es el principio de su vida en sociedad. Nacen y crecen con una doble nacionalidad cultural que convive cada vez con mayor facilidad, a medida que avanzan las generaciones.

- Yo digo sí, me gusta vivir acá. Pero extraño mucho allá – dice nostálgica Francisca –Yo le estaba diciendo a mi hijos, a veces, que si pueden nunca se cambien del lugar donde naciste. Quedate ahí. Dicen que está lindo en otro lado pero donde creciste es más lindo siempre, para todos.

Con ojos vidriosos me mira y veo pasar un montón de recuerdos por delante de ellos. Quiere contar todo con detalles. Quiere que sepan que un 24 de enero de 1949 (las fechas no se las va a olvidar nunca, dice ella) ancló un barco en Buenos Aires con cientos de inmigrantes. A pesar de haber dejado su casa del otro lado del océano, supo reconstruirla y armar un club, un hogar.

Nas Dom. Nuestro hogar.