El pueblo que venció a Goliat

(Año XIV Número XIV - 2014)



El 15 de junio de 2012 los habitantes de un pueblo cordobés  se enteraron que una multinacional llegaba a su barrio para quedarse. Monsanto tenía antecedentes preocupantes. En cada lugar donde se había instalado, sembró enfermedades y cosechó  juicios por contaminación. Pero los vecinos de Malvinas Argentinas no se quedaron de brazos cruzados. Esta es una  historia de personajes valientes.

Por Marianela Ríos

En los pueblos del interior de Argentina abunda la tranquilidad. Allá, donde los campos de la llanura parecen no tener fin y la siesta es un ritual sagrado, no hay nada que perturbe a los lugareños. O eso es lo que se cree.

Malvinas Argentinas es una localidad del departamento Colón, en Córdoba. Al buscarla en un mapa es un pequeño rectángulo atravesado por dos rutas: la Nacional Nº 19 y la Provincial A 188. Alrededor de Malvinas, el horizonte se funde en interminables campos que son utilizados para la agricultura.

Esa vista es con la que se encuentra Esther Quispe todas las mañanas. Tiene 34 años y 26 de ellos los vivió en Malvinas. Sus labios marrones y su piel color arcilla no dan lugar a dudas, viene del norte. Nacida en Tartagal, Salta, confirma su documento. Vino a Córdoba a los ocho años y se quedó. Primero trabajó en un supermercado hasta que consiguió empleo como empleada administrativa en un colegio y allí se encontraba en la mañana del 21 de junio de 2012.

-Hola. Buen día señora. Hablo de Radio Nacional de Córdoba. Queríamos consultarle qué piensa la escuela primaria Héctor Valdivielso sobre la posible instalación de Monsanto.
La llamada no duró más de 5 minutos, recuerda Ester.

- Yo no sabía nada de lo que me estaba preguntando, así que le corté y fui a ver a la directora. Ella me llevó a la computadora, y nos pusimos a buscar qué era Monsanto. Todo lo que encontramos eran críticas. En medio de tanta información aparecimos nosotros.

Ese día Ester perdió la tranquilidad y también la perdió todo el pueblo. Porque el 15 de junio de 2012, seis días antes del llamado de la radio, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner había anunciado una megainversión de 1600 millones de pesos para la construcción de una planta de semillas en Malvinas. Esas semillas eran de maíz transgénico y esa planta era de Monsanto.

***

Los datos son claros. Según un informe realizado por la Fundación para la defensa del Ambiente de Córdoba, en 1901, un tal John Francis Queen fundó su pequeña empresa de venta de sacarina cuyo capital inicial pertenecía a la familia de su esposa, Olga Méndez Monsanto. En un acto de amor o compromiso, la compañía estadounidense llevó su apellido y comenzó a venderle sus productos a un gigante en potencia, Coca Cola. El éxito no tardó en llegar y cuando Monsanto se instaló en el mercado cambió de rubro y se dedicó a la fabricación de plásticos. Bajo esa identidad ingresó a la Argentina en 1956 y después comenzó con el acondicionamiento de semillas híbridas de maíz.

Lo que no está claro es el resto de sus antecedentes: Monsanto fabricó  Agente Naranja, desde 1965 hasta 1969, una mezcla de dos herbicidas, que se utilizó durante la Guerra de Vietnam para intentar quitar la vegetación y destruir cosechas de los vietnamitas;contribuyó al desarrollo de las primeras bombas atómicas a través del Proyecto Dayton y de Mound Laboratories y dejó una huella imborrable por cada país donde pasó: juicios por contaminación y enfermedades en los pobladores.

Sin embargo, el extenso currículum de Monsanto pareció no importarle al gobierno del entonces presidente Carlos Saúl Menem que en 1995 aprobó la utilización de la soja RR. Así, le dejaron las puertas abiertas a la compra de campos para el cultivo de transgénicos. El granero del mundo se vendía en cómodas cuotas.

***

Raúl no para de estornudar. Mientras se le llenan los ojos de lágrimas, aprieta el limón con fuerza y deja que el líquido caiga sobre el té. Es 24 de julio de 2012 y un llamado lo detiene. Era uno de los vecinos de Malvinas. Iban a organizar una reunión en el pueblo y querían que fuera. Raúl es presidente de la Fundación Nacional para el Medio Ambiente y su apellido, Montenegro, recorre también los pasillos de la Universidad Nacional de Córdoba y los sitios web de mundo, porque en 2004 fue Premio Nóbel Alternativo.

Al día siguiente, Raúl fue al barrio con un avanzado estado gripal. Sin embargo, ahí estaba, en el salón de fiestas donde habían acordado el encuentro. Unas 300 personas lo estaban esperando ansiosos.

- Repetí una y otra vez la importancia de estar bien organizados. Proporcioné elementos generales de lucha, propuse varias líneas de acciones de resistencia y cité algunos casos exitosos.- recuerda Raúl en su casa, uno de los pocos días en los que se encuentra en ella. Las luchas ambientales lo llevan por todo el mundo.
La reunión duró un poco más de cuatro horas y hubo más preguntas que debates. Todos estaban seguros de que no querían a Monsanto en su barrio, y la atención con la que tomaban nota, lo avalaba.
- Acomodé mis papeles, saludé y me fui. Todo el recorrido fui pensando que Monsanto no se instalaría en Malvinas Argentinas. Era cuestión de tiempo.
Por la noche, una misma pregunta dejó sin dormir a más de uno. ¿Cómo hacerle frente a una multinacional, a un Estado?
El 21 de agosto de 2012, un grupo de madres encontró la respuesta: la condena a un productor agropecuario y un aerofumigador por contaminar y enfermar a los pobladores del Barrio Ituzaingó Anexo, un pueblo a 20 de kilómetros de Malvinas. La salud de las personas importaba y, los vecinos de Malvinas vieron, en ese caso, una esperanza.

***

Vita tiene 60 años y vive en Barrió Ituzaingó desde hace 36 años. Sobre sus ojos caen parte de sus párpados obligándolos a ofrecer una mirada tierna y amable. Pero su altura y su presencia no dejan que nadie se confunda. Tiene firmeza y lo demostró el día que se enteró que su vecino tenía leucemia.

-No podía no hacer nada. Era el marido de una de las mujeres con que formamos el grupo de Madres de Ituzaingó. Los casos de cáncer en el barrio eran cada vez más y culpábamos al agua pero, en realidad, era algo mucho peor.

En el 2002 comenzaron los reclamos. Vita vive a 50 metros del campo y primero veía como llegaban los camiones mosquitos para fumigar. Después fueron avionetas. Una verdadera lluvia de químicos caía sobre el barrio.

-Nosotros ni nos dábamos cuenta que eso nos hacía mal. Los chicos corrían detrás de los camiones fumigándoles en las caras. Y encima comíamos esa soja porque nos dejaban llevar los restos de la planta que las máquinas no podían levantar.

Primero, era irritación en los ojos, en la garganta, erupciones en la piel. Cuando los casos de cáncer y malformaciones comenzaron, se dieron cuenta que había algo más.
-Nos estaban envenenado.
Pasaron 10 años hasta que alguien escuchó los reclamos. Pero antes, Vita tuvo que escuchar cómo los políticos las trataban de locas. Un día, en una de las tantas reuniones que tuvieron con el entonces ministro de Salud de Córdoba, Roberto Chuit, escuchó algo que le quedaría grabado para siempre.

-Queremos que nos saquen a esos que nos fumigan en la cara todos los días. ¡Nos están enfermando!

La respuesta las dejó heladas.

-Mire señora, vayan a donde vayan el problema ya lo tienen. Y, la verdad, yo prefiero mantenerlos a todos juntitos en el mismo lugar.

Y es así, el daño está hecho.

***

Actualmente, Monsanto posee cinco plantas en el país. Todas en Buenos Aires y con el aval de cada uno de los intendentes. En Malvinas, la historia no fue distinta.

Es un sábado de julio de 2014 y debería ser invierno, pero el calor impone una cita obligada con la sombra. Vanesa juega con su hija en la plaza. Tanto ella como Ester forman parte de la Asamblea Malvinas Lucha por la Vida, una organización integrada por vecinosque se formó en resistencia a la  instalación de Monsanto en el barrio. Organizaron varias marchas y la mayoría de ellas tenían un destino: la municipalidad. Y allí Vanesa entró varias veces.

-La primera reunión que tuvimos con el intendente Daniel Arzani le dijimos que sabíamos que esto era perjudicial, que ya estábamos asesorados. Pero él no tenía muchos argumentos. Nos decía: “no, está todo bien, no pasa nada, quédense tranquilos. Malvinas necesita trabajar”.
Y pese al rechazo de los vecinos,  el 15 de enero de 2013, la planta comenzó a levantar estructuras de metal gigantes en un predio a la vera de la Ruta 88.

La Ley General de Ambiente, la 25.675, dice que antes de otorgar un permiso para que se construya una obra como la que Monsanto, primero hay que hacer un estudio de impacto ambiental. Pero en Malvinas fue al revés: primero se dio el permiso y después se hizo el estudio.

También los vecinos pidieron que se declarara la ciudad como “zona de resguardo ambiental”, pero el Concejo Deliberante la rechazó.

Tanto la municipalidad como el Gobierno provincial también se negaron a hacer estudios sobre la salud de los habitantes. Pero los vecinos recurrieron a la Universidad Nacional de Buenos Aires. Los resultados fueron contundentes. Siete de cada 10 personas en el barrio tiene restos de plaguicidas en la sangre. El dato es aun más escalofriante al leer la letra chica. Todos los plaguicidas encontrados están prohibidos y ya no se utilizan. Pero persisten. No sólo en las personas sino también en el ambiente.

***

La Real Academia española define la desesperación como la pérdida total de esperanza. Y en Malvinas las caras eran de desesperación. El 19 de septiembre del 2013, el pueblo participaba de un festival. Primavera sin Monsanto era el nombre que habían elegido para el encuentro, pero ese día el frío intimidaba. Mientras tanto, por lo bajo, todos murmuraban algo. 

Corría un rumor.  Al final, se convocó a una asamblea y se tomó la decisión. Había que acampar. La ecuación era fácil. Si les cortaban el paso a los camiones, la empresa no podía seguir ingresando el material y la construcción quedaría paralizada. Esa misma noche más de 15 carpas se instalaron bloqueando las entradas. La desesperación les dio un respiro o, mejor dicho, solo una bocanada de aire.

***

El 28 de noviembre de 2013, Ester se levantó de la cama. En esa semana había estado en el acampe varios días pero esa noche  había dormido en su casa. Sólo le faltaba atarse los cordones cuando vio el reloj, eran las 7.15 y eso la distrajo hasta que sonó su teléfono. “¡NOS ESTÁN REPRIMIENDO!!!” fue lo que alcanzó a leer en un mensaje de texto. Si bien en el acampe ya habían sido atacados, ahora había algo diferente y Ester lo percibió en esas palabras en mayúscula.

La desesperación había logrado agitarla. Cuando logró llegar, el panorama era aterrador. La policía protegía con un cordón a un grupo de desconocidos que habían  llegado en colectivos en los que se leía: Gobierno provincial - José Manuel de la Sota. La violencia tenía nombre y apellido, y actuaba a cara descubierta. Entre ellos había dirigentes de la UOCRA, quienes iban de un lado a otro, supervisando el violento operativo.

El cordón policial se abrió y el enfrentamiento fue cuerpo a cuerpo.

-De acá no nos van a correr. ¡Malvinas es de nosotros! Hace meses que estamos acá, conocemos las caras de todos los empleados de la empresa porque nunca negamos la entrada a los trabajadores. Y sabemos que ustedes no son de acá – reprochaban los acampantes.

La pelea se detuvo. Ester divisó algo a lo lejos. Algo grande. Una caravana de camiones. La empresa amenazaba con ingresar al predio. Entonces empezó a correr. Por momentos cerraba los ojos. No veía, pero sentía la violencia de los golpes: una patada, una piña, un tirón de pelo.

Fue la primera en llegar al camión y se tiró al piso delante de él sin dudarlo. Después llegaron más mujeres que se unieron a Ester.

-¡Paren un poco loco! ¡Los están matando!, gritaba un hombre que manejaba uno de los camiones.

Mientras se escuchaban balas de todo tipo, Ester se enlazaba en el suelo cada vez más fuerte a sus compañeras. Todas hacían lo mismo.

A las 11, ya la golpiza había terminado. Pero faltaba algo. Los agresores, antes de subirse a los micros para volver a la capital, quemaron todo. Las carpas rotas se volvieron cenizas en el viento.

Pero dos meses después, la lucha, finalmente, había dado sus frutos. La justicia falló en enero a favor del amparo y le dijo a Monsanto que sus permisos eran inconstitucionales. Finalmente se frenó legalmente la obra y también se rechazó el estudio de impacto ambiental.

Tras la noticia, muchos de los habitantes que estaban en el acampe volvieron a sus casas, para continuar la lucha a partir de una consulta popular. Sin embargo, algunos se quedaron ante el temor de que volvieran.

***

Es 26 de julio de 2014 y faltan casi dos meses para cumplirse un año del acampe. Ester está cortando tortas. Las acomoda una a una en el stand. Atiende a los que se acercan a comprar, les sirve gaseosa, busca cambio y mientras da la espalda a los clientes se puede leer en la parte de atrás de su remera: Fuera Monsanto de Malvinas. Alrededor, la mayoría de la gente viste la misma remera de diferentes colores. Están en una feria de intercambio de semillas en el Centro Educativo La Salle y aprovechan la ocasión para vender comida y recaudar fondos para la asamblea.

Los colores de las remeras hacen juego con los banderines que atraviesan el patio de la escuela de lado a lado. Adentro, el mensaje es claro. “Ya es tiempo de soberanía alimentaria”, dicen varios carteles hechos por los chicos del colegio. Otras cartulinas recalcan: “semillas libres para ser libres”. Una mano gigante de color verde te detiene a la salida y reza “Chau Monsanto”. Cumple su objetivo. Detenerte, pensar.