Grito de identidad



(Año XIV Número XIV - 2014)


Por Nicolás Blasotta

Prefirió entrar sin que nadie la acompañara. Dijo que los bebés nacen solos y que ella iba a hacer lo mismo. Era un 17 de Marzo del año 2014. Le hubiera gustado que fuera el mismo día pero del mes de octubre.

Se vistió de blanco. Como una novia o una nena que va a tomar la comunión. Aunque en verdad lo que quería era confirmarse. Estaba sostenida sobre unos zapatos blancos con taco que le agregaban diez centímetros más, a su ya de por sí, estirada humanidad. El pelo negro lacio lo dominaba con una cola de caballo y escondía sus ojos verdes detrás de unos enormes lentes tornasolados de doble marco.

Junto a las chicas había estado una semana buscando el atuendo perfecto para ingresar al registro civil. Estaba nerviosa. Dudó. “Sentí que me moría”, diría después.

Sí, notó las miradas. Quería ser vista, que cada uno de los que la rodeaba, tomara nota de la mujer que tenían delante. Ella, el faro de luz blanca en medio de ese sucucho oscuro donde la burocracia abría la boca, hoy exudaba libertad.

- ¿Cómo te querés llamar? - la pregunta la sacudió.
La jueza la miraba desde arriba. Y eso que era más bajita.
- Iara. Iara como mi abuela.

Su voz sonó mas ronca de lo que esperaba. Buscaba su tono. Volvió a sonreír. Su nombre fue su primera palabra. La jueza hizo acotaciones. Ahora, era un ser puro. Recién nacido. Tenía el alma limpia. “Muchas gracias”, le dijo y le apretó la mano. Suave y delicada.

Las lágrimas se le escapaban y las piernas le temblaban. Respiró hondo y buscó la salida. Los bombos y el papel picado la esperaban. Contra su pecho, el documento. Cuando llegó a la puerta y vio la luz, sus compañeras la miraron expectantes. Ella sonrió y elevó el pequeño trofeo celeste.

Ahí sí. La calle estalló en ruidos de bombos y cornetas. De aplausos y gritos. De arroz y papel picado.

La celebraban a ella, que había ingresado como Rubén y había salido como Iara. Iara de ojos verdes.

***

La veo llegar al bar antes de que atraviese la puerta. Es una mañana atípica de invierno en Buenos Aires. El sol hace salir a la fauna porteña que busca copar cada espacio de Plaza Serrano. Ella camina como si llevara la primavera en la mano. Se sienta delante de mí con una sonrisa en los labios. Su cara está perfectamente maquillada. Después me dirá que lo aprendió durante sus años turbios. Pero ahora me sonríe. Recién cuando el mozo toma el pedido, se quita los grandes lentes oscuros y veo sus ojos verdes. “Son de contacto”, me confiesa. Pero no por eso menos propios.

- Perdón, pasa que ayer tuve show.

Iara se dedica a realizar “performances” en varios boliches de la zona. Conoce la noche porteña. Dice que esto que hace no es nada comparado a “lo otro”. No durmió. Se le notan sus ojos cansados. Varias veces toca la pared revestida en madera cuando habla de su trabajo. Cabulera y acérrima seguidora de Gilda, me explica que nunca hay que tocar nada con patas. Por eso da pequeños golpecitos a la pared. Para que la buena racha no se corte. El mozo llega. Pido un cortado y ella té con limón. Además de bailar, canta y se está cuidando la voz. Es que Iara se hace oír. Sus ojos verdes se encienden a la primera pregunta.

-Para mí es una década ganada. Hay mucho ruido con eso pero hace diez años era impensado lo que está ocurriendo en el país. ¿Quién iba decir que yo iba poder casarme, tener hijos? ¿Qué yo iba poder ser yo?

Se la nota desafiante. Saca su documento de identidad. Nuevo. Reluciente. Lo guarda dentro de una bolsita plástica para que no se arruine. Es su tesoro. Iara Ortiz. Miro su foto y apenas si quedan rastros de la persona que fue. Es que Iara nació Rubén. Rubén de ojos marrones.

Hija de un albañil. Rubén se descubrió Iara de muy chica. Lo supo siempre. Para ella era instintivo agarrar la ropa y las muñecas de sus tres hermanas y jugar toda la tarde. Por un tiempo fue divertido. Pero cuando llegó a primer grado tanto la familia como los compañeros de clase comenzaron a preocuparse. Para ella era natural pero lo entendió: su vida tenía que ser un secreto, que escondió en una caja de zapatos en el fondo del placard. Ahí guardaba su muñeca de trapo, aros con broche y un labial de color rosa que usaba a escondidas en el espejo del baño cuando nadie la veía.

Hasta ese martes de septiembre donde su padre la encontró probándose ropa íntima de mujer.

-Nunca nadie me golpeó tan fuerte. Y mirá que me fajaron, eh.

Lo cuenta entre risas, como si el tiempo lo hubiera transformado en algo anecdótico. La tristeza se le nota en sus ojos verdes. No quiere saber nada de Rubén. Rubén murió ese día, cuando su padre la echó a patadas semidesnuda a la calle.

-No sé cómo hice. Creo que dormí en la estación del tren. Ahí fue la primera vez que me acosté con un tipo por dinero. Por diez pesos. Me compré una coca y un alfajor.

Fue su primera vez, pero no la última. Conoció a Jesús, el dueño de la cuadra y de su cuerpo durante algunos años. Antes de subir al escenario, sus tacos se gastaron esperando la llegada del próximo cliente.

***

Camino por avenidas principales llenas de gente y bullicio. Mi alrededor se transforma en algo más rústico, de campo. Buenos Aires se torna ese límite gris donde abundan calles de tierra, casas de chapa y rutas de paso.

Viajar desde la Capital hasta el extremo oeste de la provincia es como transitar a la inversa el camino amarillo de Oz. Los Polvorines tiene ese no sé qué, que te lleva a correr antes de que se ponga el sol. Tal vez son sus calles mal asfaltadas, o las cortadas de barro y zanja o los ojos curiosos que te miran desde varias esquinas como calibrando tu peso en oro.

Sigo hasta encontrar la cortada que busco. Es de tierra y polvo. Intento imaginarla treinta años atrás. La sensación de barrio me acaricia. Nada cambia. Todo sigue igual. Busco el número. San Martín 648. Es una casa de paredes blancas y techo de chapa verde profundo. Entre la puerta principal y la metálica hay un jardín cuidado. Varios duendes de cerámica me clavan la mirada.

No soy bienvenido.
Clap clap clap
Mis palmas rompen el silencio de la tarde.
Clap clap clap.
Insisto con  blasfemia. Ni los perros ladran. Todos duermen. Es un barrio, es domingo. La siesta es un hecho. Miro el reloj. Son casi las tres de la tarde.

Cuando estoy por levantar las manos para un tercer encuentro con el silencio, una rendija se abre. Un par de ojos me miran desconfiados de arriba a abajo. Entonces, la puerta se abre y una mujer sale a mi encuentro. Su cuerpo robusto cubre otros dos que se asoman a un costado. De pronto me encuentro un cuerpo con tres cabezas. Pregunto por Iara. Seis ojos me miran inexpresivos. De Rubén no hablan, dicen. Rubén está muerto.

Me cierran la puerta.
¡Blam! Andate.

Me quedo con el sonido vacío del rechazo reverberando en mis oídos. Me detiene un chistido. Al principio pienso que es una cigarra. Son las tres de la tarde y es primavera en la Provincia de Buenos Aires. Busco el origen y me encuentro con una mujer que me hace señas para que me acerque en silencio. Está en diagonal a la casa de esa mujer de tres cabezas.

- Son tres brujas. Nadie las quiere.

Se llama Bety. Sus dos ojitos negros se mueven vivaces de un lado al otro detrás de unos lentes de media luna. Debe rondar los sesenta y cinco años pero parece tener más. Me deja entrar a su casa y me ofrece un té. Parece la vivienda de un enano. Prepara dos tazas. Salpica la suya con lo que creo es vodka. Me ofrece y lo rechazo. Empieza a hablar.

Eran las cinco de la tarde de un martes, me cuenta. También era primavera cuando escuchó los gritos. Todo el barrio los escuchó. Ahí vieron a Osvaldo con el cinturón tan desencajado como su cara. Puto, gritaba y bajaba la mano. Puto, volvía a gritar y la subía de nuevo. Yo te voy a dar vestirte de mujer. Puto. Iara lloraba, buscaba atajar los golpes y agarrar la poca ropa que tenía puesta. Clamaba, suplicaba, pedía perdón. No papá. Osvaldo calmate. No atendía. Osvaldo seguía subiendo y bajando la mano con ese látigo casero. La hebilla siempre por delante, para que aprendiera. Puto, le escupía como si pudiera exorcizar la imagen de su único hijo varón frente al espejo del baño jugando a ser la Barbie que no tenía. En sus manos de nena Iara llevaba la peluca que sus hermanas le habían conseguido de un cotillón. Era rubia. Como el pelo de Susana. Sus hermanas amaban a la Su. Era todo un juego. Puto, resonó en su cabeza.

Pero, el juego había terminado.
Bety me mostró una foto. Dijo que la tenía guardada desde entonces, por si alguna vez  Rubén volvía. Era una foto de la familia. Sus tres hermanas sonreían, Rubén aparentaba. Tenía la sonrisa aprendida casi de memoria. Su padre, Osvaldo, apoyaba su mano -pesada y curtida a cal y arena- en su hombro. La corbata le apretaba el cuello. La camisa lo hacía sentir ahogado y el saco le daba calor. Nadie lo nota. Pero un hilo de sudor le cae por la frente. Es la historia de Rubén. Nadie nota a Rubén.
Salvo sus hermanas.

***

-¡Pisen fuerte chicas!
La que grita es Marita. Iara responde mostrándole el DNI. Marita ve en ella su futuro. Tal vez pueda dejar la calle y ser la peluquera que siempre soñó. Iara ingresó este año a la Universidad de las Madres. Cuando lo cuenta no puede evitar llorar.
Se juntaron todas en la unidad básica, ubicada a pocos metros del centro de San Justo. Es apenas un local con vista a la calle donde faltan paredes pero sobran posters. Fotos de Perón, Evita, y Kirchner en su versión del Eternauta ocupan un lugar privilegiado. La fiesta empieza dentro de dos horas y la marcha es larga. Cuando llegan, la plaza de mayo las recibe de nuevo como una vieja amante. Con cada paso que dan resuena en la plaza la historia de la que ahora son bandera. Puto le gritó su padre. Puto le gritó Jesús. Puto le gritó el mundo.
Puto y Peronista les escupió ella de vuelta.
Los Putos Peronistas reivindican al puto de barrio, al invisible, al indeseable. Con ellos marcha Iara, con las pantaloneras, las costureras y las travestis de silicona barata. Con cada paso reivindican y transforman al puto en otra cosa. Ya no es un insulto. Ya no es un menosprecio. Es un orgullo. Es bandera. Es identidad. Es grito de guerra. Un grito que surgió en La Matanza, allá por el 68 con el Frente de Liberación Homosexual.

-¡Pisen con fuerza! ¡Esta plaza es nuestra!
La que grita ahora es Iara. El bombo le hace caso y redobla el esfuerzo. Las chicas braman y una docena de tacones se funden en el piso haciendo temblar los vidrios de la Casa Rosada. Buscan que las escuchen. Buscan ser parte de la historia.
Iara sabe que ya lo son.
Conoce a cada una de ellas. Son sus hermanas. Matices más, matices menos, ayer todas vivieron escondidas dentro de una caja de zapatos en el fondo de un placard. Nunca más.
Hoy están juntas, unidas, son militantes. Un ejército.
Hoy finalmente son.
Y todas tienen voz.