A LA SOMBRA DE UNA FÁBRICA

 







Por Diego Abregu //

— Queremos inventar una nueva historia.

Virginia Costa abre una tranquera de madera pintada de marrón, con un cartel que reza “propiedad privada”. Le quita la cadena. El portón da paso a un patio delantero, el sol le da de lleno. El pasto está prolijo, no tiene más de tres días de cortado. Dentro del predio, hay una propiedad antigua, pero bien pintada. Del piso al techo, mitad gris, mitad blanco. Tiene puerta doble faz de madera con vidrios. Del otro lado de la puerta, un salón vacío. Se escucha el eco de los pasos. El piso resalta, tiene unos azulejos perfectamente intercalados, dos rojos, dos negros, dos rojos, dos negros. Las paredes están cubiertas con azulejos color beige, casi hasta el techo. Al costado, una mesada con puertas de chapa. Parece una cocina detenida en el tiempo. En efecto, es una cocina detenida en el tiempo.

Es la cocina del ex restaurante de “Gándara”. Allí, hasta casi dos décadas atrás se llenaba de trabajadores de la homónima fábrica de lácteos, que no podían u optaban por no volver a sus domicilios y almorzaban o cenaban en el lugar.

Pegado a este sitio, una propiedad completamente abandonada, en una esquina, que es la continuación de la casa que abrió Virginia. Es el ex restaurante. Ella alquiló solo una pequeña porción de todo ese predio. Del otro lado, chapas oxidadas, una galería con el piso partido de una punta a la otra, los vidrios rotos que dejan ver heladeras antiguas y demás chatarra. De este lado, una nueva historia.

***

Gándara tuvo épocas doradas. Solían haber fiesta, familia y trabajo. Para los turistas que iban de vacaciones de verano a Chascomús, el Partido de la Costa o Mar del Plata, era un ritual parar a las orillas de la Ruta Provincial 2. En la entrada al pueblo, cientos de familias frenaban sus autos para que las promotoras vestidas con remera amarilla, short blanco y una canasta en mano les regalaran muestras de yogurt y dulce de leche. 

Pueblo adentro, día a día salían de su fábrica casi tres decenas de camiones que abastecían con sus lácteos a gran parte del país. También exportaban a Estados Unidos, Israel e Italia. Gándara llegó a estar entre las tres empresas lácteas más poderosas de Argentina.

— Hemos trabajado hasta un día completo sin cruzar a nuestras casas.

Oscar habla con la expresión de quien recuerda con felicidad. Él vivió y sigue viviendo frente a la fábrica. Fue uno de sus más de 600 operarios.

La fábrica llegó producir las 24 horas, solo parando en algunos momentos para la limpieza, más de 600 mil litros de leche, 25 mil litros de yogurt y casi media tonelada de dulce de leche por día.

Muchos operarios vivían cerca de la fábrica. Los que eran solteros vivía juntos. Los casados, casa quieren. Entonces el dueño de Gándara se las daba para que vivan con sus parejas. Si se necesitaba algo, la fábrica estaba.

Una calle separaba a Oscar de su trabajo. Compartía unos mates por la mañana con su esposa Stella Maris. Caminaba unos pasos y se dedicaba a fabricar lácteos. Al mediodía volvía a comer a casa y seguía trabajando. Estuvo treinta años con la misma pasión: la industria láctea. Un día, todo cambió. 

***

31 de enero de 2006. La ruta está dividida. Por un lado, los que quieren llegar a disfrutar de unas merecidas vacaciones. Por otro, aquellos que no se las pueden tomar porque hace seis meses que no cobran su salario. Deciden reclamar.

Seis kilómetros de fila de autos detenidos. Redoblantes de manifestantes y bocinas de turistas enojados se combinan en un tempo perfecto. Cientos de trabajadores de Gándara, muchos de ellos con remeras amarillas del sindicato ATILRA, otros con su uniforme blanco en medio de la ruta. A los lados, decenas de policías a pie y a caballo. Están esperando la orden.

De repente, gas, golpes y sangre. Una historia, que supo ser grandiosa, se acerca a un triste final. Gándara se convierte en una fábrica sin productos, con trabajadores que no pueden hacer nada.

Un fraude financiero por malversación de fondos resuena en los medios de varios países porque Parmalat, la empresa que adquirió Gándara en 1998, es un gigante internacional. O era. Entró en quiebra y su dueño y ejecutivos terminaron presos. En ese contexto, Sergio Taselli, un empresario vinculado a la privatización poco transparente de los ferrocarriles en Argentina, comprará la empresa para iniciar un proceso de conflictos gremiales con acta de defunción. 

2007 es el año de la muerte de Gándara. Del pueblo y de la fábrica. Cientos de trabajadores terminan en la calle. Ya no volverán los buenos tiempos en que se producían 136 mil litros de yogur, 42 toneladas de dulce de leche o 28 semirremolques de leche en una fábrica que llegó a tener, en los años 60, 

máquinas pasteurizadoras de avanzada y líneas de embotellamiento automáticas de primera. Gándara supo ser un sello de modernidad, una de las tres empresas lácteas más poderosas del país. 

***

Ya no es lo mismo. Cuatro gallinas circulan por sus calles de tierra en busca de comida. Se escucha el canto de los pájaros, el ruido del viento pasando por los eucaliptos. Paz. De repente, un ladrido de algún perro en la lejanía. Quizás de un lote cercano. A simple vista, todo parece ser campo. Hoy no queda nada. 

A Gándara se ingresa por una calle de asfalto que termina en la puerta de la fábrica. Como si toda su historia se relacionara con ese lugar. Todos los caminos conducen a Roma. En este caso, a la fábrica abandonada.

Un edificio de tamaño colosal parece desentonar con el verde del pueblo. Tiene el techo con las chapas oxidadas. Son incontables las ventanas, algunas tienen persianas blancas cerradas. Otras ya no tienen persiana.

— Pónganse ahí.

La mamá les grita a sus nenes bajando de un Jeep Gris. Parecen ser los únicos habitantes del pueblo, pero no. Los niños obedientes, se paran al lado de un muro con unas letras despintadas sobre un fondo blanco: GANDARA. ¡Clic! 

Los turistas disfrutan visitar las ruinas de la fábrica o su monasterio abandonado que parece digno de una película de Tim Burton. Al lado, unos galpones tienen las paredes descascaradas, las persianas rotas por la mitad. De ahí salían los camiones repletos de lácteos. Se observan a la distancia unos tanques viejos oxidados, chatarra, lo que tenía algún valor ya no está. Robado o destruido, no queda nada.

Del otro lado de la calle, hay una hilera de casas. Muchas no tienen portones ni puertas. En su reemplazo hay alambre de púas. Casas grandes, casas pequeñas, todas abandonadas, excepto una, que tiene rosales y malvones, un portón sano, ventanas conservadas y una parabólica de TV digital. Es la única propiedad viva. Es la casa de Oscar, que no cambia la tranquilidad del pueblo por nada, aunque cruzando la calle encuentre uno de sus peores recuerdos. Se resiste a dejar que la llama de Gándara se apague.

— Quiero morir acá. 

***

La resiliencia es algo en lo que Virginia es experta. Se crió en pleno apogeo de la fábrica de lácteos y el cierre de Gándara, como a decenas de familias, la obligó a cambiar de rumbo. Se mudó a la capital, entró a trabajar en una aerolínea y conoció a Sebastián mientras volaba. La pandemia y la quiebra de LATAM interrumpieron sus planes familiares. Otro cambio de rumbo. Decidieron volver al pueblo de su infancia. Con la indemnización construyeron dos cabañas en Gándara para trabajar del turismo rural. La idea de la pulpería llegó después.

—No queremos ser un pueblo fantasma, ni la sombra de la fábrica.

La pulpería de Gándara es el proyecto más reciente de Virginia y Sebastián. Buscan reactivar la región, volverla nuevamente atractiva para los visitantes, para fomentar el turismo en una tierra que supo ser próspera y muy concurrida.

Al final del salón vacío, hay otra puerta doble faz con vidrios. Da a un pasillo pequeño. A la izquierda, un baño. La bacha está destruida, el inodoro parece más conservado. A las paredes les faltan cerámicas.

—Hasta los picaportes se robaron.

Por un pasillo que conecta con el baño se puede acceder a un patio grande con el pasto igual de prolijo que el de la entrada. A lo lejos, árboles de laureles y unas vacas que pastan. Allí, será la futura cafetería al aire libre. En el medio del patio reposa un tanque de quinientos litros, lleno de tierra. Es imposible levantarlo pero hay que sacarlo del medio. La solución es romperlo. Sebastián golpea con fuerza y quiebra el silencio de Gándara.

***

Bajo el recuerdo de ese grupo de tamberos que crearon en 1896 la Sociedad Anónima Unión Gandarense, la marca buscará resucitar un siglo después y empezar a producir nuevamente en una planta en Pilar, que a pulmón intentará reposicionar en el mercado a la empresa láctea adquirida hoy por Inversiones para el Agro (IPASA).