149 BANGLADESHÍES

 


Por Noelia Florencia Rebolloso //

— ¡Compra más, compra más!

— No, eso solo, con lo que está el dólar, ¿A cuánto se fue?

— Seis diez.

— En cualquier momento empezás a remarcar…

Hace más de un año que Joel atiende a Isaías en su local de electrónica en el barrio de Once en la Ciudad de Buenos Aires. Muchos de sus compatriotas tienen locales de electrónica en esa zona y la mayoría envía dinero a sus familias en Bangladesh.

Su país tiene una superficie similar a la de la provincia argentina de Córdoba y alberga a ciento sesenta y nueve millones de habitantes. Antes de la pandemia, acá, eran alrededor de quinientos bangladeshíes, pero ahora solo quedan entre ciento veinte y ciento cincuenta.

Joel vino a la Argentina hace veinte años, cuando tenía veintitrés. En uno de sus viajes a su país natal se casó con una joven que su familia le presentó y acá tuvo una hija. Muchos de sus paisanos, sobre todo los solteros, emigraron a Brasil o a Estados Unidos en busca de economías estables. Él duda. No quiere que su hija tenga que adaptarse a otra cultura. 

Después de charlar sobre la vida de Isaías en Chaco, Joel lo despide con un abrazo. Ya pasan de las doce, así que aprovecha para almorzar en casa, que está a pocas cuadras del negocio, y realizar su oración del mediodía. En total son cinco oraciones. Tiene que organizarse con el trajín comercial para poder cumplirlas.

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Bajan del uber y se encaminan directo al fondo. Rony lleva una campera inflable marrón; Morshed, una deportiva; y Arif, además de su campera negra, tiene una taqiyah, un gorro tejido blanco, según la creencia musulmana, la usaba Mahoma, su Dios.

En la vereda no se siente tanto, pero en el fondo el hedor es insoportable, típico de los camiones llenos de vacas o caballos que se huelen en las rutas argentinas. Una mezcla de bosta, barro, alimento balanceado y pelaje de animales húmedos impregna el ambiente.

Ese olor será testigo de la prueba de fe de Allah. Para los musulmanes, uno de los momentos célebres es el sacrificio de Ismael, un pedido de Dios a Ibrahim. Por la fidelidad del profeta, el ser supremo le perdonó la vida al vástago a cambio de un carnero. La misma historia se repite en la Biblia, pero con otros nombres: Abraham e Isaac. Así nació el Eid Al-Adha, celebrado en el último mes del calendario lunar.

Son las nueve de la mañana y suena La Konga. No es el monte Arafat.

— Y no te vo’ a mentir, que me va bien de nuevo, la noche, los trago', las gira', los ceros…

Una chica de rodete y botas de goma atiende a otra que entra a comprar pollo. Un perro negro con manchas blancas presta atención.

El piso está mojado, embarrado en algunas partes. Hay un mostrador de metal, algunos carros oxidados, una balanza colgante y una escalera de cuya baranda cuelgan banderitas de plástico de Argentina. Más allá, una cortina azul de friselina a medio cerrar permite ver las jaulas. Arriba, gallinas, patos y conejos. Abajo chanchos, cabras y en el fondo, corderos.

Conejos, dos mil quinientos. Patos, cuatro mil. Gallinas coloradas, tres por dos mil. Con marcador rojo se indican los precios en una pizarra blanca. El del cordero no aparece.

— Arriba de treinta, veinte poco. ¿No está duro, no?

Un señor de barba espera. Van a ser dos corderos. Deben estar sanos y tener entre uno y dos años. Una vez elegidos, la del rodete le acerca unas bolsas a Rony. Son para sus pies. Con el ceño fruncido, el señor corre la cortina azul. Sacan a los animales del corral por las patas traseras y los llevan a un cuartito.

Sólo Rony puede entrar. Tiene que degollarlo cumpliendo con el método Halal. La cabeza del animal debe apuntar hacia la ciudad sagrada de La Meca hasta desangrarse y el cuchillo tiene que estar tan afilado como sea posible para asegurar que el corte sea rápido y no sufra.

Minutos después, Rony sale con las bolsas salpicadas y un cuchillo grande de mango blanco cubierto de sangre. Mientras el señor le acerca una manguera para lavarse las manos, la chica va tirando desodorante de piso por todo el galpón. Arif y Morshed esperan afuera para volver más tarde a buscar la carne que se va a repartir en tres partes iguales: una para la familia que lo realizó, la segunda para amigos y seres queridos y la tercera para los más necesitados.

Si esto sucediera en Bangladesh, el padre de Rony sacrificaría una vaca para compartir la carne con su familia y los vecinos de las casas cercanas. Aunque las autoridades designan lugares para realizar los sacrificios, mucha gente continúa realizándolos en las veredas por lo que las calles se tiñen de rojo.

Al no poder consumir lo proveniente de una carnicería argentina, ya que no es halal y tener sólo dos carnicerías en Capital Federal que cumplen con el método, cuando desean comer carne durante el resto del año, también realizan sacrificios en diferentes frigoríficos alejados de la ciudad.

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Zapatillas, alpargatas, ojotas. Más de trescientos pares esperan a sus dueños en el piso del Centro Cultural Islámico Rey Fahd, más conocido como la mezquita de Palermo, un barrio de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Para entrar a la sala del rezo, hay que descalzarse y tener la cara, las manos y los pies limpios.

Según indica la tradición, se realiza una oración de unos veinte minutos justo después de la salida del sol en honor al Eid al-Adha. Pero en esta ocasión, se programó para las nueve de la mañana, para que los que viven más lejos puedan llegar. Entre ellos, Arif, que hace ocho años tiene un pequeño local de indumentaria hindú en la localidad bonaerense de San Justo, en el Partido de La Matanza. A diferencia de otros días, hoy usa un panjabi marrón, una túnica corta de tela de algodón típica del sur de Asia.

— ¡Eid mubarak!

Con abrazos, Arif les desea a sus paisanos una feliz fiesta en árabe. Aunque su lengua nativa es el bengalí, el árabe es el idioma con que está escrito el libro sagrado de su religión: el Corán. El Islam se profesa en muchos países que no son árabes, por lo que la celebración en la mezquita reúne tanto a descendientes de sirios, libaneses y palestinos como a senegaleses y nigerianos. Aunque se invita a toda la comunidad a participar del festejo, no hay mucha presencia de miembros de otras religiones.

Ya finalizado el rezo, todos se disponen a disfrutar de un día al aire libre con juegos para los niños y comidas típicas. El estofado de cordero con cúrcuma y comino, no puede faltar. Acompañado de una tortilla de trigo, es el deleite de la comunidad musulmana esta mañana.

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—¿¿Siempre usan picante??

— ¡Usan condimentos de la India!

— ¡La cúrcuma sana el cuerpo!

Un grupo de amigas de unos setenta y tantos se acomoda estratégicamente en una de las mesas del patio central del Mercado de Belgrano. Una galería donde se consiguen alimentos premium ubicada en un reconocido barrio de la capital de Buenos Aires. La Subsecretaría de Políticas Gastronómicas del Gobierno de la Ciudad ofrece los jueves una clase de cocina de una colectividad diferente cada semana.

Jilapi y Shingara. Un plato dulce y uno salado. En los folletos que reparte una joven de lentes, están las dos recetas con la preparación y los ingredientes necesarios.

Los jilapis son masitas fritas en forma de espiral. Están hechos con harina y se bañan con un almíbar muy dulce al que se le agrega colorante naranja, lo que los hace muy llamativos. Las shingaras son pequeñas empanadas fritas en forma de cono. Están rellenas de un puré hecho con cubitos de papa fritos condimentados con cebolla, morrón, comino y cilantro.

Mientras las mujeres preparan en silencio los utensilios, alrededor de diez hombres de la colectividad bangladeshí caminan sin parar por todos los rincones controlando que no falte nada. Quieren que todo salga perfecto.

Es la primera vez que tienen un evento público para compartir su cultura en este país. Si bien en febrero de este año, el canciller Santiago Cafiero reabrió la embajada en la capital extranjera, Daca, en Argentina no existe un consulado para ellos. Si tienen que realizar algún trámite, envían los documentos a la embajada de Brasilia.

Del techo cuelgan globos verdes y rojos, los colores de su nación. Una música enérgica y vibrante carga el ambiente de alegría. A la derecha de una de las mesas que ellos decoraron con la bandera de Argentina, el público observa un video con imágenes de paisajes y comidas típicas.

Zara, de catorce años, comienza a explicar el paso a paso. Habla español a la perfección. Vino al país cuando apenas tenía dos años. Lleva puesta la camiseta de la selección de Bangladesh y en su mano izquierda tiene un mehndi, una decoración hecha con las hojas de la planta de henna.

La madre de Zara, Nazum, junto a dos mujeres más, cocinan con suma delicadeza. Están perfectamente maquilladas. Sus saris llaman la atención de todos. Son túnicas largas con estampas en rojo y negro decoradas con lentejuelas. Los aros y pulseras en dorado, no pueden faltar.

Con un rústico castellano pero con una sonrisa cálida, Rony anima a las señoras a hacer preguntas. Arif no para de filmar desde todos los ángulos posibles. Las señoras se miran entre sí.

Llega la hora de la degustación. Una mujer con un enterito estampado de animal print prueba una shingara. Asiente con gusto mirando a sus amigas. Parece que no son picantes.

***

Con flores y un gran aplauso, la pequeña comunidad bangladeshí argentina recibe a Jamal Buyhan, el capitán del equipo nacional de fútbol de su país.

— Nunca imaginé que iba a venir un jugador de mi país a jugar acá.

Sazal, el presidente de la comunidad, agradece desde el micrófono al club de fútbol rionegrino Sol de Mayo por hacer realidad un sueño impensado en los veintidós años que lleva en Argentina. Además de Jamal, el club cuenta con cinco jugadores extranjeros más, dos brasileños, dos serbios y un ruso.

Jamal sonríe y se saca fotos con todos. Casi todos los bangladeshies que habitan el suelo argentino están presentes esta noche. Las sonrisas iluminan el salón del hotel porteño que alquilaron especialmente para darle la bienvenida.

Tras unas palabras de agradecimiento de Jamal, los hombres se disponen a servir la cena. Ensalada, huevos con cúrcuma y biryani: un plato de arroz amarillo acompañado con pollo. La mayoría no usa cubiertos, comen con la mano.

Parece un cumpleaños de quince, pero sin música. Sólo se oyen los murmullos en bengalí y las risas de los niños. Tanto las mujeres como los hombres, llevan sus mejores vestimentas. Cada mesa tiene como centro una banderita verde con el círculo rojo. En pocos días esas mismas banderas flamearán en la ciudad de Viedma. Su jugador estrella disputará el primer partido con este equipo de la tercera división. Será un evento histórico. Luego de apoyar incondicionalmente a la selección argentina en el último mundial, por fin tendrán su primera hinchada alentando a un jugador de su nación.

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Arif y sus compatriotas tienen muchas razones para quedarse. Encontraron en este rincón del mundo un hogar. A pesar de las diferencias culturales, se adaptan a la vida en Argentina manteniendo su fe religiosa y sus tradiciones.Establecieron su negocio y tejieron una red de lazos familiares que los acerca a su tierra natal. Aman a la comunidad argentina, su gente, su diversidad cultural y, por sobre todo, su fútbol. Pero la crisis económica sacude, como a las familias argentinas, a las bangladeshies y ensombrece el futuro. Asif, el hermano menor de Arif, está por llegar a Buenos Aires. Viene de visita, como en otras oportunidades, pero con la intención de animar a Arif a buscar nuevos horizontes. Una decisión difícil para un bangladeshi celeste y blanco.