SER BOMBERO

 



Por Jorge Doria //

Le falta un quirófano para ser hospital. El Centro Asistencial Dra. Cecilia Grierson está ubicado en Lugano. De noche es muy tranquilo, por eso Nicolás elige venir acá. Es bombero superior y hace adicionales en el centro cuando el servicio queda vacante. Son horas extras, cuando el titular está de servicio ordinario se los pasa a él porque tienen confianza.
El trabajo no es una ciencia. Debe cerciorarse de que todo esté en orden. Los nichos hidrantes con sus mangueras y los matafuegos llenos. El recorrido se realiza rápido, una vez al llegar y una antes del relevo. En el medio, se aloja en su puesto de vigilancia para realizar lo que se denomina “guardia pasiva”, estar ahí. Las primeras horas transcurren sin sobresaltos, como es habitual. En el teléfono mira un capítulo de Rick & Morty. Más tarde, entre mates, repasa para un examen de historia.

***

Son las tres menos diez. El estruendo lo toma por sorpresa. Suena como una onomatopeya de historieta. El metrobus frente al centro asistencial es testigo del choque. Impactaron contra la estación de hormigón, después rebotaron contra el otro extremo como una bola de pinball. El vehículo, un Chevrolet Agile blanco, se encuentra irreconocible. Como un origami metálico mal hecho. La trompa reducida a la forma de un acordeón. Las ventanas y el parabrisas forman una galaxia de cristales en el pavimento. Eran cinco los ocupantes, tres hombres y dos mujeres. Cuatro deambulan fuera del coche, desorientados. La quinta permanece adentro, atrapada entre el asiento del acompañante y el panel de control.
— Se hicieron mierda.
Son solo unos metros. Se puede apreciar toda la escena. La calle está vacía, por suerte. A su auxilio también acude un oficial de policía. Está de servicio igual que Nicolás. Los de seguridad privada tienen prohibido abandonar las inmediaciones del lugar. Al corroborar que ninguno de los que deambulan tiene traumas mayores, pasan a asistir a la mujer atrapada. Tiene entre 20 y 25 años. Su airbag no se activó, pero milagrosamente no tiene heridas graves. Intentan contenerla pero la chica no escucha. Emite gemidos de dolor y confusión. Buscan que no pierda el conocimiento.
— Sino se rompió los dos brazos pega en el palo.
El policía susurra sin despegar la vista de la mujer.
Los otros cuatro llegan como pueden a los asientos del metrobus. Aguardan sentados en la misma estación donde se estrellaron.
Nicolás procede como fue instruido hace doce años para este tipo de situaciones. Con calma. Se comunica con el comando operativo de bomberos. La dotación es necesaria porque cuentan con las herramientas adecuadas para liberar gente atrapada como la chica. A lo lejos, las sirenas ya se empiezan a escuchar. En menos de diez minutos, los bomberos, el SAME y la policía están en el lugar. Las luces intermitentes deforman las sombras del personal. Las alargan. Los compañeros del cuartel de Lugano traen la weber, una pinza hidráulica multipropósitos. Tiene una mordedura voraz. Corta el metal como si fuera papel. La chica queda al fin liberada. La estabilizan en una tabla rígida amarillo flúor mientras la policía toma datos. Los cinco ocupantes son derivados al Santojanni. Necesitan un hospital.
Más tarde el SAME informa que todos los heridos estaban alcoholizados. Se notaba.
Los conos naranja, testigos en la quietud de la noche, brillan en la oscuridad. Desvían a los colectivos hacia los carriles comunes. El poco tránsito que circula es indiferente a la escena. De a poco, la situación se va normalizando. Los móviles parten. El auto, o lo que queda de él, no puede ser removido aun. Hay que esperar 12 horas, pero eso es problema de los peritos.
Ahora solo queda redactar lo ocurrido en el acta, antes del relevo. Donde suele escribir “S/N”, sin novedades, hoy hay dos carillas manuscritas. Para nada habitual, porque el centro es muy tranquilo.

***

No hay bomberos petisos. La altura mínima es uno de los requisitos básicos para ingresar a la fuerza, junto con ser soltero sin hijos y tener entre 17 y 25 años. Estas condiciones están dentro del artículo 140 de la Ley para el Personal de la Policía Federal. Nicolás cumple. Su metro 78 alcanza.
La oficina de incorporaciones está en Garay al 520. Es primero de marzo y Nicolás se anota en el escalafón Bomberos, entra casi de casualidad. Siempre son pocos los cupos. Allí, realizan los análisis psicotécnicos requeridos. Dibujos. Le piden que dibuje un hombre armado. Él lo dibuja con una pistola enfundada, su compañero de banco dibuja a Rambo, con músculos, vincha y ametralladora. También es puesta a prueba su inteligencia. Entre juegos de ingenio y problemas de matemática y lógica se somete al test de Bender, que  consiste básicamente en copiar figuras geométricas. Las desviaciones en la copia de las formas pueden proporcionar información sobre el desarrollo cognitivo y emocional del individuo, o eso escuchó de un compañero del profesorado de Historia. 
Después de una entrevista con un psicólogo, lo vuelven a llamar. Ya es junio, día 21, un lunes. La cita es, esta vez, en la escuela de Suboficiales Don Enrique O’Gorman para control físico. Nicolás trota alrededor de una cancha de fútbol 11 durante cuatro minutos sin parar a una velocidad constante. Abdominales y flexiones de brazos, como en la secundaria. Por último, velocidad, 100 metros llanos. No es Usain Bolt pero para el cuerpo de bomberos es más que suficiente.
El 28 de septiembre lo llaman para confirmar que fue seleccionado. Tiene que estar a las 7 de la mañana, puntual, en el Departamento Central de la Policía Federal.
Lo derivan a Villa Crespo. Su primera parada en el mundo de los bomberos es la Estación VI. Hogar perpetuo de Ariel Gastón Vázquez y Maximiliano Cruz Firma Paz. Ambos morirán en un incendio ocurrido en  junio del 2020 en una perfumería del barrio. Para ello falta una década. De todas formas, como dirá un cartel colocado en las paredes del cuartel días después de lo sucedido, los bomberos nunca mueren, simplemente arden para siempre en el corazón de las personas a las que salvaron.

***

El sol se asoma tímidamente. Es el primer día y promete ser inolvidable. A medida que entra en la estación, Nicolás se da cuenta de que este no es un trabajo común. Aquí aprenderá lo básico, los fundamentos de una labor que requiere coraje y dedicación.
El instructor habla, él escucha. En su cabeza imagina de forma detallada cada palabra. Al cabo de hora y media, dejan la teoría para pasar a la práctica. El peso de la manguera en sus manos, como una pitón con boca de bronce, es un recordatorio constante de la responsabilidad que está a punto de asumir. La manguera es la línea de ataque utilizada por los bomberos para llevar agua o agente extintor desde la fuente de suministro hasta el lugar del incendio. Es la principal herramienta para combatir el fuego.

El sol ya quema y se mueve marcando el paso del tiempo. Es el momento del ejercicio físico. A Nicolás le duelen los pies. Las botas están demasiado ajustadas. Piensa que debería haber pedido un talle más, por las dudas, como cuando su madre le compraba zapatillas un número más grande para que le duren. El cansancio es tan palpable como satisfactorio. Se sorprende de su propia capacidad para superar límites.

Como parte de la Policía Federal, al bombero se lo instruye para operar como fuerza de contención en manifestaciones. Nicolás levanta un escudo de policarbonato. Pesa menos de lo que aparenta. Los oficiales de más experiencia desfilan mostrando las diferentes formaciones eficientes a la hora de contener muchedumbres. Luego, él y el resto de los novatos repiten la coreografía. El impacto de las suelas al unísono sobre el pavimento le genera un extraño sosiego. 

Las luces de la calle reemplazan al sol. La ducha es un momento para enfriarse y reflexionar sobre cómo el agotamiento se mezcla con la gratitud de pertenecer a algo más grande que uno mismo.

***

Son las ocho menos veinte. Nicolás es puntual. Estaciona su moto en el lugar de siempre. En el playón, lo reciben dos autobombas en reparación. Son modelos viejos, de los setenta, y necesitan ser puestas en marcha de vez en cuando para que los motores no se atrofien. La entrada a la oficina de coordinación y control de flota está a la izquierda, al final de un pasillo largo, frente al comedor. Es una habitación de cinco por cinco con dos escritorios. El turno comienza a las ocho y termina a las ocho. Se toman decisiones que afectan la eficiencia y seguridad de cientos de bomberos.
Lo trasladaron acá hace un año. Después de una década en cuarteles un trabajo de oficina no sonaba mal. Sobre todo para su familia. La preocupación que significa para ellos su profesión de riesgo pesó a la hora de aceptar el traslado. Ya les había hecho un favor cuando entregó su Bersa nueve milímetros, arma reglamentaria de la Federal. ”Primero sos policía, después bombero", le habían dicho.
Nicolás sabe que parte de crecer es entender que tenemos que vivir nuestras vidas pese a que para nuestros padres siempre seremos niños, pero esa también debe ser la parte más difícil de ser padre, aceptar que los hijos no son una extensión propia sino personas totalmente distintas. 
La comodidad nunca fue una elección. Desde un inicio a Nicolás le suplicaron que no se enlistara. La televisión sugestiona a los padres, les pone ideas en la cabeza. Esas súplicas finalmente parecieron haber llegado a alguien, porque en 2016 el personal de bomberos pasó a pertenecer a la Ciudad de Buenos Aires, separándose de la Policía Federal. La angustia de la madre de Nicolás al imaginarlo salir muy temprano de la casa en uniforme se terminó. 

***

En la tele, un partido de rugby repetido de fondo. San Martin, colgado de la pared, observa. Coordinación y Control de Flota es uno de los centros neurálgicos de los bomberos de la ciudad.  Están a cargo de 52 autobombas y de 96 vehículos en total. Su responsabilidad primaria es la recepción de los pedidos de reparación de los móviles, el establecimiento de las causales del desperfecto en el material rodante y la inspección de los arreglos efectuados.
Cinco personas monitorean el destino de las autobombas de toda la ciudad. Nicolás es el que sabe de mecánica. El jefe, Javier, confía en su juicio, apenas sabe poner en marcha su auto. Cree que no necesita saber mucho más.
— Nos quieren enchufar nueve motores de náutica.
El Comandante no aparta la mirada de la computadora donde lee el mail con la orden.
— ¿Para qué?
Nicolás pregunta reclinándose hacia atrás en su silla.
— El jefe de cuerpo los quiere acá, que los prendamos todos los días.
— Está en pedo.
Son motores fuera de borda. El motor viene por un lado y, por otro, el tanque de combustible. Se debe montar en el bote, un semirrígido, y una vez enchufado el tanque, se pone en marcha. Estando el bote en el agua, claro. En este caso, se deben montar en tanques, de esos que se usan para hacer parrillas. Ahí, el motor en funcionamiento se puede refrigerar como si estuviera en un río o, en su defecto, en una calle inundada. 
Prenderlos cada día es todo un tema. No fueron usados en mucho tiempo y suelen tener problemas. Lo ideal sería que se queden en sus dependencias, donde suelen ocurrir las inundaciones, cerca de la costanera, tal vez La Boca, lejos de donde se encuentra la oficina. En caso de ser necesarios sería una pérdida de tiempo precioso llevarlos de un lugar a otro.
Cada minuto es crucial en esta profesión, Nicolás lo aprende desde el primer momento. El desplazamiento de material de forma desorganizada y la burocracia detrás de tal despropósito lo irrita. En las paredes del pasillo resuena el desenlace del partido de rugby. Entre mates y mails se debate si ir o no a la compañía de logística, un eslabón por encima de su oficina, para decirles que no tiene sentido alguno lo que proponen. Tal vez, hacerlo en persona le permita expresar mejor algo que no puede ser escrito. 

 El partido termina. El día sigue. En su pared, San Martín fiscaliza. Él actúa.