Hormonas para llevar

Por Magalí Grinovero

Como una postal, en una esquina arbolada de Pellegrini al 622 del partido de Morón se levanta un gran edificio rectangular con escasas ventanas que parece un bloque de concreto sucio. Centenares de hojas amarillas salpican el piso de la vereda. En la fachada, un mural con los colores del arcoíris, cada uno de ellos está representado por la silueta de una persona. Sentado en el cordón un pibe espera a su novia. Un hombre pasa silbando y lee en voz alta un cartel descolorido que dice “consultorio inclusivo”.

Adentro, las paredes caen en forma de escarcha y el dispenser de preservativos está vacío. Un médico trapea el piso del pasillo enorme que conforma la columna vertebral de toda la edificación. La recepción es una habitación de un metro cuadrado, con una ventana pequeña cubierta por barrotes.

—Los viernes se atienden los trans. Acá nos conocemos todos- informa una rubia platinada de unos 60 años. No levanta la mirada, está muy concentrada jugando al CandyCrush. El techo del pasillo es tan bajo que agobia. Cuelgan de las paredes un centenar de afiches que ya nadie lee. Algunos datan del año 2015, otros más actuales informan de la realización del test de VIH. Al final del recorrido se encuentran los baños, uno para varones y otro para mujeres cada uno con su respectivo cartelito.

Todos los viernes funciona el “Espacio para la diversidad sexual”. En él se desarrolla un sistema integral de atención para personas trans, lesbianas, gays y bisexuales. Allí se articulan las áreas de psicología, infectología, y medicina integral.

Ese día Emily va a la psicóloga. Se inyecta hormonas. Charla con su grupo. Pasa largo rato en consulta con el médico clínico.

—Decime Emily. Emily Estar.

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Mide como un metro ochenta. Se toca el pelo con la mano izquierda, lo hace cada cinco minutos. Se acomoda el pañuelo violeta que lleva sobre la cabeza. Hoy tiene los labios naranjas, exceso de rubor y los ojos delineados. Luce pollera de jean y medias de licra negras.

Desfila en el pasillo vacío como si fuera una pasarela, a la espera de que la llame el médico que le inyecta cada semana las hormonas necesarias para continuar el tratamiento.

—Vine al consultorio por necesidad. Necesitaba el tratamiento. Realmente me gustaría haber nacido una mujer con vagina. Me gustaría sentir en mi cuerpo la posibilidad de llevar una vida, de tener un periodo, me hubiera gustado experimentar eso pero no. Tengo una relación un poco conflictiva con mi cuerpo. Hay partes que me gustan mucho, que son básicamente mi pelo, mis pechos y mis piernas, y quizás podríamos agregarle mi cola pero hay partes que no me gustan.

Poco antes de llegar al consultorio, que desde el año 2014 funciona en el barrio de Morón, Emily fue a otros profesionales pero no dio en el clavo.

—Sufrí una situación en una clínica privada cuando me fui a hacer el tratamiento de hormonas. El endocrinólogo me negó la atención al decirme que no tenía un problema hormonal sino psicológico. Un clínico en el mismo lugar, en la clínica del Pilar de Ciudadela, cuando le dije que quería hacer el tratamiento hormonal lo primero que hizo fue agarrar su cuadernito con las hojitas y mandarme a hacer un estudio de HIV poniendo abajo “factor de riesgo”.

En cuanto al uso de hormonas en el ambiente hay mucha automedicación. Emily habla de su blog en donde plasma todas las cosas que le ocurren. Dice que es su manera de descarga y de expresarse libremente. En un post de julio de 2015 explica cómo se realiza el TRH (tratamiento de reemplazo hormonal).

En su caso, se inyecta estrógeno y progesterona, hormonas femeninas, y además se realiza el bloqueo de la hormona masculina por medio de los “anti-estrógenos” lo que provoca la llamada “castración química”.

—Llevando casi diez meses de tratamiento el cambio más notable y esperado fue el crecimiento de las mamas, la piel más suave, el reacomodamiento de la grasa, la disminución del vello corporal. También mi cuerpo experimenta una sensibilidad al frío y mucho cansancio.

Ella no lo nombra pero su voz es sumamente femenina. Sus manos delicadas y pequeñas acarician su pelo rojizo lleno de ondas.

En el año 2012 se sancionó la Ley 26.743 de identidad de género que establece que todos los tratamientos médicos de adecuación a la expresión de género sean prestados por el Estado. Este hecho conlleva una disminución en los tratamientos ilegales como por ejemplo el uso de silicona industrial para intervenir mamas o glúteos. Estos procedimientos son muy dañinos para la salud, y representan la segunda causa más importante de fallecimiento en la comunidad LGBT.

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Irrumpe en el corredor de la salita Agos.

—Necesito preservativos.

Agos tiene el pelo rubio hasta la cintura, los ojos maquillados de azul y veinte capas de máscara de pestañas. Viene lamentándose desde la puerta, se le rompió la pantalla de celular y no tiene plata para arreglarlo.

—¿No le preguntaste al doctor si no te daba?

Emily frunce el ceño. Cuenta que hace dos años atrás los insumos no faltaban, que se publicitaba más la posibilidad de asistir al consultorio.

—Yo difundo este espacio con la gente que sé que necesita un tratamiento hormonal.

Durante el último año el Ministerio no estuvo tan comprometido con este proyecto como al principio. Estoy preocupada con el tema de las hormonas, no sé hasta cuándo nos van a proporcionar el tratamiento.

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Emily nació el barrio de Liniers donde transitó toda su infancia y adolescencia bajo el cuidado de su mamá y su abuela. Durante ese tiempo jugó a escondidas a las muñecas, le robó a su mamá las pinturas y sufrió. Sufrió mucho porque no sabía quién era realmente.

—Yo fui a una escuela en donde la pasé muy mal porque era la mariquita del curso. La pasé muy mal. Considero que mi familia son mis amigas. Esto lo tendría que haber reconocido antes porque mi familia nunca estuvo para mí, nunca reconoció mis necesidades, nunca me acompañó. Yo viví una infancia y una adolescencia muy violenta, básicamente por mi madre. Pide más café y habla del clima.

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Recorre de punta a punta la estación de tren mientras dos señoras cuchichean por lo bajo, un pibe la observa con asco, y un hombre con sobretodo y sombrero le grita “Ay mamita”. Dentro del tren sostiene su metro ochenta de la baranda ante la mirada de curiosos y sorprendidos. Un día decidió formar parte de ese 3% de la población trans que asiste a la universidad. Eligió la carrera de Comunicación Social para contribuir en la tarea de modificar la forma en que los medios muestran a las mujeres.

—Elegí estudiar Comunicación Social porque me parece importante el generar contenidos acerca de las temáticas trans. En general porque siento que hay una falsa representación acerca de las ideas que tiene la sociedad para con las mujeres.

Cuenta que la mayoría de sus amigas son prostitutas, que no hay nada gratis y que les cobran por pararse en una esquina.

—Tengo compañeras trans que están terminando el secundario, tengo compañeras trans que han terminado el secundario y tengo, sobre todo, conocidas que están viviendo de la prostitución. La prostitución es un medio de vida, para muchos el único. Pensé muchas veces en vivir de la prostitución, pero no lo hice porque me parece que los riesgos son más que los beneficios.

Según el último informe realizado por la Organización Mundial de la Salud en el año 2014 la expectativa de vida de las personas trans en la Argentina es de 41 años. Sus causas principales de muerte son el uso de silicona industrial, los homicidios y el abuso policial.

—Lo que más sufro es el acoso sexual callejero. Es algo que no lo puedo evitar, me parece muy violento y no es algo que me ponga en un lugar cómodo. Nos matan por nuestra condición de mujeres, de travestis, nos matan por ser, por portar un género. Por eso nos matan y nos asesinan, no hay otra. No quiero estar dentro de la media de vida trans. Yo quiero vivir.


Se desploma en un asiento vacío dos estaciones antes de llegar a destino. Toma su cabeza con ambas manos y mira fijamente a un par de nenes que juegan en el asiento de al lado. Lleva una mochila abarrotada de apuntes y proyectos por concretarse. El tren llega a la estación de Liniers y el sonido de las vías opaca el barullo. Cuando Emily pisa el andén se oyen silbidos y abucheos. Zarandea su pollera violeta mientras canta una canción en voz alta. Su figura se pierde entre la multitud...