Cholita y luchadora




Por Florencia Adamarczuk

La mala se tira de espaldas contra los elásticos y se da impulso: los cuerpos de mujer colisionan. Toma a su rival por las caderas y logra que la larga pollera se despliegue como un abanico color amarillo. Dos anchas piernas se descubren en el aire y las dos trenzas de la buena rozan el piso mientras la cara le hierve. El público, entre gemidos de dolor y carcajadas, disfruta del espectáculo
por el que abonó 8 bolivianos: 20 pesos argentinos.

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Las cholitas son mujeres de nacionalidad boliviana, descendientes del pueblo originario coya que solía asentarse alrededor del Titicaca. Hoy habitan las altitudes de La Paz y todas hablan castellano, pero entre ellas es posible oírlas hablar en aimará.

Su cabello es largo y oscuro. Lo peinan en trenzas bien definidas que les llegan por lo menos hasta la cintura. Sobre su cabeza, un sombrero con forma de hongo. Visten polleras largas de colores estridentes como fucsia, verde, dorado y azul marino. Sobre sus anchos hombros en forma de curva,
un chall tejido de un color que les hace juego.

—En casa no usamos tanto color. Para las presentaciones vamos de gala y nos quitamos el sombrero, la manta, las joyas, pero nunca la pollera-, explica Marta la Alteña, y hace gestos de quitar de sus manos anillos que ahora no están. Las joyas son para ocasiones especiales.

El traje tradicional tiene su origen en la moda española de fines de siglo XVIII, y fue adoptado por las mestizas e indígenas que buscaban ascender socialmente imitando la cultura española.

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Marta La Alteña hace más de 10 años que es parte de la lucha libre de Bolivia. Asegura que pelea para ganar, los moretones no le duelen. Se la nota grande, fornida. Tiene ojos negros y largas pestañas que desbordan de rimmel. Su mirada profunda se clava en un semblante de amabilidad.

Dentro de su familia y en el barrio, es Jenny Mamani Herrera. Un ama de casa de 35 años, madre de 4 hijos, que a la mañana les hace un desayuno bien nutritivo para comenzar con energía el día: cereales, fruta, y que nunca falte la leche. Doce de cada quince cholitas luchadoras son madres y un
80% tiene más de dos hijos. Ellas limpian, hacen los mandados, preparan la comida. Cosen y preparan esos trajes que luego de cada pelea, quedan destrozados.

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Tanto para Marta como para muchas de las cholitas, sumergirse en el mundo de la lucha libre fue una forma de comenzar a progresar en su vida, conseguir más estatus, más dinero
y, sobre todo, más respeto.

—A veces a nosotras no nos paran ni los taxis. Nos ven con la pollera y las trenzas, y ya ni que nos paran.

La Alteña ha tenido la posibilidad de visitar otros países luchando. El espectáculo de Cholitas Wrestling ha intentado llevarse hacia otros países latinoamericanos como Perú, Chile
y Argentina, pero no fue más que eso: una gira esporádica. En el año 2012 la Cholita Beatriz fue invitada a España para representar a Bolivia en el campeonato de lucha libre femenina
y le ganó a Lady Star, su contrincante estadounidense. Desde ese momento, su exótica imagen comenzó a ganar repercusión en el país europeo.

—Casi todos los años alguna viaja. Yo fui el año pasado con dos compañeras. La gente me preguntaba si era actriz, o algo. Cuando les decía quién era, hacían “aaaay, es boliviana!”

Marta estaba sorprendida por la ternura con la que fue recibida, porque esto no suele ser así.

—A veces por ser un país un poco humilde, por ser bolivianos, y más en nuestro caso por tener polleras, en cada frontera nos revisan todo. Piensan que somos… ¡no sé! —hace una pausa y se quiebra- Soy boliviana, de La Paz. –y grita en un orgulloso aullido- ¡Soy boliviana, peceña, bolita,
mascacoca!

Pero Marta es de armas tomar: el año pasado protagonizó la campaña Fuck the Wall en contra del presidente estadounidense Donald Trump, quien en ese momento se jactaba de que iba a construir un muro que separe su país de los mexicanos que querían cruzar la frontera.

La campaña para la cholita del Alto fue tan importante como movilizante. Pero también sintió miedo:

—Estaba diciendo palabras fuertes, pero necesitaba decirlas como latinoamericana.

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La ciudad de El Alto se encuentra a 4150 metros sobre el nivel del mar. Es una de las ciudades urbanas con más rápido crecimiento económico de Bolivia y la segunda más poblada de ese país. Allí, en un recóndito y humilde espacio pero muy bien publicitado en la plaza a viva voz, se encuentra el ring donde todos los domingos pelean las cholitas.

El Multifuncional de la Ceja del Alto es como el patio de un colegio primario: un espacio vacío con gradas alrededor, cubierto por un techo de chapa a dos aguas y de paredes blancas, visiblemente sucias. El calor ahí adentro hace transpirar a cualquiera, y la cerveza y gaseosa que allí venden
sólo incrementa la imagen de suciedad: vasos y botellas de plástico proliferan en el piso, en las gradas, e incluso en el cuadrilátero.

—En el ring después se ve: basura, comida, hasta huesos de pollo- dice Marta mientras tuerce la boca en una mueca de lástima.

Un señor boliviano de unos 30 y largos años, aparentemente asiduo espectador de las cholitas, alza los brazos y grita, putea. Termina de un sorbo su cerveza y la arroja con fuerza al ring. ¿El objetivo? Pegarle a la chola que se encuentra en el piso, boca abajo, inmovilizada por su atacante.

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Las luchadoras no tienen obra social ni seguro médico. Si se lastiman, cuentan con una pequeña caja de primeros auxilios con lo básico: gasas, desinfectante, algodón, alcohol.

—Cuando se pone difícil y hay que correr, ahí no tenemos para nada en la cajita.

Usualmente es el entrenador o algún esposo de las cholas quien las puede cargar en el auto y llevar a un Hospital público del Alto para que reciban atención médica. Marta cuenta que en su familia ya están acostumbrados a que venga con algún que otro golpe, pero que ella nunca se queja.

—Yo en la casa tengo que estar fuerte. Soy macha. Las penitas se lavan con agua y sal.

En la casa de Terry la dulce, el tema de los golpes es distinto. Terry tiene 24 años y hace sólo dos que forma parte de la lucha libre. Es más pequeña de edad, estatura y contextura. Pero es fuerte: vive con su madre y sus cuatro hermanos, de quienes se hace cargo tanto económica como emocionalmente.

—Madre me dice que no pelee más, que mire cómo estoy... a veces llego con la cara golpeada y el traje roto, con dolor. Son las cosas que vienen con esto de la lucha, y gracias a la lucha estamos bien.

Sin embargo, lo peor es cuando pelea contra hombres.

—Si sé que me toca con un luchador, a mi madre le digo que no vengan a verme.

La joven recuerda haber salido del show, contenta de haber ganado, y no cruzar palabra con su madre. Ya en su casa una pregunta la dejó knock out:

—¿A tí te gusta que te peguen?

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La dulce abre la puerta. Entra, y todo está en penumbra. Trata de no hacer ruido, no quiere molestar. Había estado en la casa de su mamá, pero llegó tarde y sabe lo que pasa cuando no hace caso.

—Él me decía, me estás traicionando. Yo me sentía mal porque no había podido avisarle.

Con ella inmersa en tal estado de culpa, el ex prometido le proporcionaba su castigo.

—Ese día me saltó de la oscuridad, como un oso, y me empujaba,me empujaba y preguntaba dónde había estado.

—En lo de mam...

No pudo terminar la frase. El ex prometido le había dado una piña en la sien que la dejó tumbada en el suelo.

—Él me llevaba de los pelos y yo no podía defenderme.

Pero un día dijo basta. Lo dejó, se refugió en su madre y comenzó a entrenar.

—Me puse fuerte, por dentro y por fuera.

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Cuando las cholitas pelean con hombres, el público enloquece:

—¡Maricón!, ¡Maricón!-, gritan furiosos al Gitano, quien luce como un luchador mexicano de antaño: bigote largo, serio, fornido. Pero el hombre enmascarado y con mallita parece pequeño
al lado de la gran chola.

El Gitano le toma la cabeza y le da patadas en la cara. Los espectadores gritan y lo insultan. La chola logra salir de la toma y consigue un cajón de manzanas. Lo toma y lo alza con los brazos extendidos: el público se ríe, ya sabe lo que va a pasar. Aunque el Gitano intente esquivarla, el cajón de madera suena contra su cráneo. Una, dos, tres veces.

—Siempre dicen que los hombres son el sexo más fuerte, y yo les pregunto: ¿ustedes son el sexo más fuerte?, ¿ustedes pueden tener hijos? Ustedes no pueden parir un hijo, a ustedes les duele fácil una gripe. Ustedes no son el sexo más fuerte.

Con sus trenzas y su pollera desplegadas en el aire, la chola vuelve a cobrar vuelo. Cae de costado y aplasta al pobre hombrecito, que yace en el piso junto al cajón roto de manzanas.

—Si yo le gano al hombre, le digo: es que yo soy más inteligente. Tampoco menospreciarlo, porque su ego de varón es más fuerte- cuenta Marta como una picardía.

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En Bolivia, 6 de cada 10 mujeres trabajan de manera informal y los hombres siguen ganando entre 1 y 5 veces más que las mujeres por el mismo trabajo. Por pelea, las cholitas ganan 700 bolivianos, alrededor de 1.700 pesos argentinos. Teniendo en cuenta que el salario medio mensual en Bolivia es de 3.100 bolivianos, el ring es una gran opción para estas mujeres en continua lucha.

—Hay que ser valientes. En la vida vienen problemas, ¡pero si fuera todo dulce uno se aburre! La vida es para los machos, para los fuertes, y así tiene que ser -afirma Marta.

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Brazos cruzados, rostro desafiante. Cuernitos con las dos manos y la lengua afuera. Un puño en alto y enseñando los dientes. Las cholas posan con gestos desafiantes en una esquina rodeada de banners, preparada especialmente para ese fin. Los celulares se alzan y los flashes esperan sacar la mejor foto.

—Qué pasa, ¿no se animan? -invitan al resto y los grupos de amigos se acercan, divertidos. La mayoría son jóvenes turistas, pero también familias enteras. Los idiomas se entremezclan,
entre comentarios y risas.

La chola agarra al varón del grupo, alto, pelirrojo, gringo. Lo dobla hacia atrás y le estampa un beso furioso. ■