El ojo de la mariposa


Por Luciano Magliocca

No existe lugar más conurbano que La Matanza. El cielo gris se confunde con el frente de las fábricas, quizás las más golpeadas cuando llegan las malas. La universidad emerge entre los restos de una automotriz y es el símbolo de la esperanza y la educación. A pocas cuadras, Florencia Guimaraes se funde con el paisaje matancero, a la salida del colegio que le tendió una mano para salir del pozo. Ella se jacta de ver la realidad a través de su ojo travesti, que no es más que un ojo igualador. Lejos de las plumas y los estereotipos, espera en la puerta con un jean y una campera liviana que acompaña los primeros días del invierno. En sus espaldas porta una mochila cargada de apuntes, de expectativas y de pasado.
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De su grupito de secundario, sólo quedó Romina. Fue la que la bancó en los cambios y la que camina junto a ella desde aquel entonces. De la primera salida, se acuerda de todo. Como si estuviese hablando de su propia vida.
- Florencia ya se había montado (travestido) otras veces. Tampoco era la primera vez que se rateaba de la escuela para ir a bailar. Pero ese día era especial –cuenta su amiga-.
El Sol iluminaba radiante en pleno invierno. Florencia eligió la mejor ropa que tenía, respiró hondo y abrió la puerta. Se maquilló cuidadosamente, dio el primer paso y se mandó por la vereda.  No estaba fresco, pero el viento envolviéndole las piernas le puso la piel de gallina. Escuchó los primeros silbidos, algunos halagos y otras tantas burlas. Fueron los primeros metros del principio de su vida.
- Denle, maricas ¿Les doy vergüenza? –preguntó, amenazante, Florencia-.
- Me encanta verte así, pero es raro. Entendé que para los demás no dejás de ser un pibe vestido de mujer –retrucó Romina-.
- No pasa nada, si algún machito me dice algo, ya sé quién va a saltar.
Romina y Florencia son inseparables desde aquella época. Las dos saben lo que significó el cambio en la familia. A Romina dejaron de invitarla a comer y ya no se hacían juntadas en la casa de los Guimaraes. Las cosas no volvieron a ser iguales.
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En la pequeña casa de Isidro Casanova hay pocas fotos de la familia. Los padres de Florencia son como una rosa: la delicadeza de la flor y la firmeza de las espinas. En el desorden se pueden ver distintos materiales y herramientas de la construcción, y en las paredes diplomas de algunos cursos de estética. Según Susana, la mamá, en el último tiempo es de lo que más charlan con Florencia. En cambio, su padre casi que no emite palabra.
- Nosotros siempre nos preguntamos qué hicimos mal. Es lo que hacen todos los padres ¿O no?
Rubén habla y se espesa el aire. Busca el consentimiento de su mujer con la mirada, pero está seguro de cada palabra que dice.
- Parecemos los papás de las estrellas de rock, que cuentan que bancaban a sus hijos tocando la guitarrita todo el día, pero los mandaban a laburar. Nos descolocó, pero nunca cambió nuestra forma de ser con ella –amplía Susana e inmediatamente busca la aprobación de su marido-.
En la voz de Rubén se puede escuchar el dolor y la decepción. Susana no sólo suena arrepentida, sino que aprovecha los intervalos en que su esposo se abstrae mirando el partido para hacerlo carne. Al igual que el rosario que cuelga de su pecho, carga con la cruz de haberse distanciado.
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No todas las historias de superación tienen finales felices. Florencia había encontrado el rumbo, pero con el envión no alcanzaba. Todas las puertas se le cerraban, pero su gran amiga Lohana Berkins tenía un puño repleto de llaves y le recordó que los tibios no hacen historia.
– Oíme marica, mirá si vas a dejar de hacer lo que te gusta. Tenés que seguir, metete en todos los lugares como hizo Diana Sacayán, como hice yo y muchas más. Peleá por lo que querés -solía decirle la mayor exponente trans argentina, fallecida el 5 de febrero de 2016.
Las arengas de quien fuera su referente la impulsaron a hacer distintos cursos de estética, fotografía y a terminar la secundaria.
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Desde afuera, la única diferencia entre la casa de una abuela y la sede de la CTA de San Justo son algunos carteles desteñidos con horarios y actividades de todo tipo. Una de ellas es el colegio para adultos en el que Graciela da clases de Derechos Humanos.
- Florencia aprovechaba todas y cada una de las clases para concientizar a sus compañeras. Decía que Lohana Berkins era trava, antiimperialista, abolicionista y comunista igual que ella –repite de memoria la profesora-.
El abolicionismo concibe que la prostitución es una consecuencia del avasallamiento de la sociedad patriarcal amplificado por el sistema capitalista. Pero una de las compañeras de curso de Florencia no lo entendía de esa manera y naturalizaba la práctica prostituyente por ser el trabajo más antiguo del mundo.
- Nunca contó cosas de su vida privada, sabíamos que tenía una historia de vida complicada, pero ese día nos sorprendió a todas –cuenta Graciela-.
Cansada de argumentar en vano y sólo recibir a cambio frases hechas del sentido común, Florencia se apoyó con las dos manos en el escritorio, levantó la vista, y escupió todo.
- ¿Tenés idea lo que es tener que hacerte las tetas cada vez más grandes para que te elija un gordo que no sabés ni el nombre? –preguntó inquisitoriamente y con la mirada encendida-.
La profesora recuerda que lo único que se escuchaba en el gélido salón eran respiraciones entrecortadas y dientes haciendo fuerza contra tensas uñas.
- ¿Vos sabés lo que es sentir la transpiración y los gemidos de los hombres más feos? ¿Ser golpeada, violada y descartada en el asiento de atrás de un marido borracho y depresivo?
Silencio de misa. Con los ojos vidriosos, Florencia pidió permiso y se retiró al baño. A la vuelta, sonrió a sus compañeras y se sentó mirando al frente, rememora Graciela.
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En la notebook edita las fotos para su próxima muestra fotográfica, que se llama igual que el portal de noticias que maneja en internet: Furia Trava. Desliza el mouse lentamente para dar los retoques finales. Esa delicadeza se contrapone con lo grotesco de las manos morenas y agrietadas.
– Descubrí un mundo a través del fotoperiodismo. Hace diez años, mi mundo era una esquina. A través de mi ojo trava puedo demostrar que podemos ser tapa de una revista por lo que hacemos y no porque nos asesinaron o para reírse de cómo estamos vestidas.
Se escucha la puerta cerrarse con cuidado y una voz grave se mete en la conversación.
- Nosotros pensábamos que nos iban a recibir como héroes y nos entraron al país a escondidas. Cuando nos largaron, la gente nos miraba con lástima y vergüenza.
Marcelo traspasa la puerta y toma a Florencia por la cintura. A su lado, parece más alto y delgado de lo que en realidad es. Se besan discretamente, como todas las parejas cuando hay visitas. Él sabe lo que es vivir la crueldad sin reglas, el hambre, el frío y la decepción de ver la cara de la sociedad cuando uno está disfrutando, por fin, de ser libre. Durante Malvinas, Florencia tenía 3 años. No se imaginaba que iba a conocer a quien hoy es su pareja y mucho menos compartir dolorosas historias.
Mientras se ponen al día sobre sus cosas, la pava pide a gritos que la saquen de la hornalla. Fidel vigila la escena desde un póster en la pared, custodiado por banderas cubanas y emblemas del Partido Comunista. La casa no tiene más que lo necesario y eso la hace más acogedora, aunque las manchas de humedad y los muebles prestados ponen en evidencia cierta estrechez económica..
Al lado de unos bocetos de lo que será su primer libro autobiográfico, hay una fotografía de una marcha por los travesticidios. Mientras que la agarra para mirarla de cerca, su rostro enrojece y se le hinchan de bronca las venas de las manos.
- Si todos pusieran el mismo énfasis que ponen cuando matan a una "mujer", "niña" o "adolescente" por las travestis asesinadas y si realmente se indignaran ante otra trava más asesinada por este sistema patriarcal y capitalista, qué diferente sería el mundo...
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Para todo militante político, las elecciones generan una mística particular. Florencia va de un lado para el otro, ordena las boletas –donde Romina escolta la lista de concejales- y le saca fotos a todo. A Marcelo se lo ve un tanto incómodo, pero colabora desde su lugar. Como si ella supiera lo que le pasa a su compañero, cada tanto se acerca y le acaricia la cara. Si están distanciados se persiguen con la vista. La mirada de Florencia es intensa y, por momentos, hipnótica, llena de contenido. Siempre dice algo.
- Está contenta de poder votarte –le confía Marcelo a Romina.
- Yo la veo más bien histérica –responde ella, que también la conoce bastante-.
A pesar de los nervios, ese domingo 13 de agosto era especial. Volvía a la escuela con ganas. El Sol parecía saberlo e iluminaba radiante en pleno invierno. Florencia eligió la mejor ropa que tenía, respiró hondo y abrió la puerta. Se maquilló cuidadosamente, dio el primer paso y se mandó por la vereda. Entró a la escuela, se presentó ante la autoridad de mesa con el orgullo de tener documento e identidad de mujer. Uno de los fiscales la observaba, hipnotizado. Ella lo sentía. Esperó que ubicaran su nombre para firmar el acta.
- Acá tiene, señor.
- ¿Cómo me dijiste?
- Que ahí tiene… Señor Guimaraes.

Se mordió el labio, apretó el puño y contuvo el llanto. Recibió el sobre, hizo algunos pasos y se metió en el cuarto oscuro. A la salida, depositó el sobre en la urna, sonrió y caminó hacia la salida con la frente en alto.