PALABRAS QUE ROMPEN CADENAS
Por Gabriela Barrios //
El ambiente está tenso. La luz parpadeante del pasillo apenas ilumina los rostros ansiosos que se amontonan en la reja. Las mujeres pegan la cara a los barrotes fríos. Tratan de entender qué sucede aquella noche. Los susurros se multiplican y crean un murmullo.
El eco de un sonido seco y repetitivo resuena en las paredes. Un ruido perturbador, como el de alguien asfixiándose, quiebra la noche. Las mujeres se miran entre sí y hacen preguntas sin respuesta, mientras el miedo se apodera de cada rincón. Nadie sabe con certeza qué está ocurriendo, pero todas sienten la misma inquietud, la misma opresión en el pecho.
De repente, aparece una figura imponente que se destaca en la penumbra. Se dirige con determinación a la celda. Hace un movimiento brusco.
—Ustedes, sin tele.
Ordena. Es la encargada del pabellón. El chapón metálico al cerrarse resuena como un trueno en el silencio. Se irá unos minutos y, cuando vuelva, va a hacer que salga Acuña, una de las reclusas.
—¿Qué te pasó en la cara?
—Nada, me golpié.
El rostro pálido y asustado refleja el miedo, mientras la encargada la mira con desprecio. Revisa las marcas.
—¿Qué te pensás? ¿Que soy boluda yo? Palavechini, salí pa’ afuera.
—¡Uy! ¿Y ahora qué? Señora, ¿qué onda? Si yo no hice nada.
—Contra la pared. Las manos atrás.
—Palavechini, vamos.
A Palavechini le tocarán cuatro días en los buzones. Buzones o leoneras es la denominación más conocida, pero se llama Pabellón de Separación del Área de Convivencia. Letrinas sucias, cuatro paredes de un metro por un metro con humedad permanente, sin luz natural ni artificial, sin ventilación. Solo tienen un camastro y un sanitario de hormigón. No hay agua caliente y las canillas con pérdidas. El objetivo de esos lugares es que permanezcan encerradas veintitrés horas al día. El calabozo tiene una puerta doble: una de rejas y otra metálica con un pequeño agujero rectangular del tamaño de un plato. Las reclusas carecen de todo contacto con el mundo exterior. El común denominador es mucho frío en invierno y mucho calor en verano.
Así es estar presa en una comisaría bonaerense donde la sobrepoblación es de 220%. Es decir, hay aproximadamente 4.415 personas detenidas en comisarías, mientras la capacidad real es de 1.003 plazas. Hoy, el 58% de los detenidos se encuentra en prisión preventiva, esperando decisiones judiciales. Otro 28% no tiene una resolución judicial, mientras que el 14% restante ya fue condenado, aunque permanece allí por la falta de espacio en las cárceles y alcaidías.
Palavechini, en medio del aislamiento, empieza a asociar los sonidos con la presencia de un fantasma. Primero, un jadeo leve, casi imperceptible, como si alguien tratara de tomar aire sin conseguirlo del todo. Luego, el ritmo se acelera, volviéndose más desesperado, acompañado de golpes sordos, como si manos frenéticas buscarán una salida en la oscuridad. Palavechini luego les dirá a otras reclusas que hay seres atrapados entre las paredes, almas en pena que no pueden descansar.
En esos buzones, el tiempo se dilata. Las horas parecen días, y los días, semanas. Sin embargo, se reconoce una pequeña ventaja: la comida. En la celda, los alimentos no tienen sabor, casi siempre fríos y de textura desagradable, algunas veces están crudos. Pero en los buzones, sorprendentemente, la comida es algo valorado. Los platos son básicos, pero al menos llegan tibios y con algo de sabor. El pan está menos duro que el que llega a las celdas.
Los cuatro días en los buzones están, según las reclusas, llenos de inquietantes sonidos. Es que la Comisaría 1ª de San Martín es solo un vestigio del pasado que se proyecta en el presente. Fue un centro de detención ilegal en los períodos dictatoriales entre 1956 y 1983. Incluso, en 1956, uno de los sobrevivientes de los fusilamientos en los basurales de José León Suárez estuvo detenido allí. A partir del golpe de Estado de 1976, sería testigo del secuestro y desaparición de militantes políticos. Los sonidos, tal vez, sean los que aún se escuchan en las paredes.
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El trayecto hasta el destino no es fácil. A lo largo de los barrios de José León Suárez, donde viven 450.335 habitantes, se alinean basurales y montañas de residuos, recordando constantemente la dura realidad. El olor penetrante del CEAMSE acompaña cada paso y revela las 214.188 toneladas anuales de desechos que se depositan en este lugar.
El cielo, pintado de un azul pálido y casi desvaído, se extiende sobre el paisaje mientras el sol de media mañana tiñe de dorado las fachadas desgastadas del complejo. Micaela, con una sonrisa, se acerca a la entrada principal. Extiende la mano y entrega el DNI a un hombre vestido de negro, que toma nota de los datos y el horario de ingreso. Sube la ventanilla del auto y sigue adelante.
Después de un trayecto de mil metros, un cartel grande y desgastado por el tiempo anuncia el destino: "Complejo Penitenciario". El paisaje cambia bruscamente, de los residuos a la rigidez de los muros y los alambrados. Las banderas ondean al viento como un último vestigio de esperanza en ese paisaje de desolación.
Micaela toca el timbre. Saca nuevamente el DNI, que será retenido por cuatro horas. Un guardia del Servicio Penitenciario Bonaerense está vestido con un uniforme negro. Desbloquea el pasador para que ingrese al penal. La chaqueta ajustada del guardia tiene un escudo ovalado con un borde dorado, centrado en una torre de vigilancia y una balanza, que simbolizan la justicia y el control.
El manojo de llaves suena al compás de los pasos firmes del guardia, cuyas botas altas y robustas de cuero negro acompañan el trayecto hacia el portón principal de hierro. El viento juega con el cabello de Micaela mientras se acerca a la entrada, llevando consigo el olor de los basurales cercanos.
Micaela cruza la puerta. Psicopedagoga y amante de la literatura imparte talleres de escritura. Cada taller es una oportunidad para que las internas aprendan; algunas a leer, otras a escribir, otras a expresar sus sentimientos. Dicen que las palabras tienen el poder de transformar realidades.
El impacto de la alfabetización se refleja en estudios y experiencias en múltiples contextos. En Argentina, el 50% de las personas privadas de libertad no terminaron la escuela secundaria, lo que limita las oportunidades de reinserción social y laboral al salir de prisión. Así, se disminuye la probabilidad de reincidencia. Un informe del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de Argentina señala que las personas que participan en programas educativos dentro de las cárceles tienen un 43% menos de probabilidades de reincidir en delitos, en comparación con aquellas que no estudian. Además, la educación es un derecho garantizado por la Constitución Nacional Argentina en el artículo 14, que incluye a las personas privadas de la libertad. La Ley de Educación Nacional N° 26.206 refuerza esta garantía, asegurando la continuidad de los procesos de aprendizaje y la certificación de estudios en contextos de encierro.
Son las 09:50. El taller debe comenzar a las 10:00. Micaela avisa para que traigan a las reclusas y solicita la llave del aula. Desde el pasillo del pabellón observa el césped verde y las plantas detrás de los catorce barrotes de hierro que las separan. Es un pequeño oasis en medio de la dureza del lugar. Destraba la puerta, abre las ventanas y comienza la ventilación para ahuyentar roedores y acondicionar el espacio. Son las 10:20 y aún no llegan. Reclama a los empleados del servicio penitenciario por la demora. Vuelve al aula. Carga el agua para el mate, enciende la estufa y espera. La Unidad 47 está ubicada en el mismo predio que ocupan las Unidades 46 y 48 de San Martín, sobre el Camino del Buen Ayre y la calle Debenedetti, en la localidad de José León Suárez. Entre las actividades laborales se encuentran talleres de carpintería y tornería, así como programas del INTA donde se desarrollan viveros y huertas orgánicas. También existen talleres de costura, servicio de cocina y armado de bolsas de papel. En materia cultural, están disponibles espacios de teatro, música, grupos de lectura, traducción de libros al sistema Braille, producción de artesanías y tallados en madera.
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"Al cruzar la puerta del taller, dejamos todos los problemas afuera y nos concentramos para trabajar sin violencia"
Esas palabras, impresas en un cartel de bienvenida, presiden el espacio como un mantra silencioso. Junto a ellas, un extenso reglamento enumera normas estrictas: horarios, asistencia, uso de materiales, cuidado del espacio y los bienes personales. La hoja de papel escrita a mano recuerda que, al ir al baño, las reclusas deben pedir permiso, como en la escuela. No se puede fumar, ni consumir “sustancias prohibidas”. No se puede, no se puede y no se puede. Así, las mujeres se acuerdan de que están en la cárcel.
Como en cualquier institución, la desobediencia tiene consecuencias. Quienes no cumplen son desafectadas de los talleres, sin excepciones. Aunque, si el grupo lo decide, pueden volver. El extenso cartel finaliza con una propuesta: traer ideas o proyectos para trabajar en los Talleres con Sentido. La asistencia a estos espacios otorga un certificado de concurrencia.
La vida en la cárcel es una contradicción constante. A veces, todo puede estar bien; otras, todo mal. Por eso, los talleres de literatura se convierten en un santuario, donde por un rato se olvidan de todo y sueñan con lo que vendrá.
Justicia Restaurativa Argentina es una organización civil sin fines de lucro, compuesta por un equipo de voluntarios y voluntarias dedicados a desarrollar programas integrales para personas en situación de encierro. Las condenas no se pagan, se cumplen. Bajo esta premisa, el objetivo es facilitar la reintegración social, ayudando a las reclusas a rediseñar sus vidas fuera de la violencia, a partir de la asistencia a talleres en las unidades penitenciarias de la provincia de Buenos Aires.
En 2012, un grupo de personas comprometidas dio el primer paso hacia lo que se convertiría en un movimiento transformador dentro del sistema penitenciario argentino. Comenzaron con talleres en la Unidad Carcelaria N° 46 del Complejo Penitenciario Bonaerense de San Martín, impulsados por una pregunta crucial: ¿Cómo contribuir a cambiar el destino de quienes cumplen condena en las cárceles?
Basaron esta labor en la legislación vigente, como el artículo 133 de la Ley Nacional N° 24.660, que promueve la participación de la sociedad en el tratamiento educativo carcelario, y el artículo 168, que alienta a los internos a establecer vínculos útiles que favorezcan su reinserción social. Además, la Ley N° 12.256 refuerza la necesidad de programas que minimicen las diferencias entre la vida en prisión y la vida en libertad, fortaleciendo los lazos familiares, educativos y laborales.
Las paredes del taller están decoradas con cuadros que exhiben mensajes inspiradores: "Sueña en grande”. “Dale un giro a tu vida”. “Enamórate”. “Date un capricho”. “Canta y baila”. “Ríete hasta llorar”. “Viaja por el mundo”. “Arriesga”. “Observa el amanecer”. “Sé agradecido”. “Sé tú mismo”
—Cada una va a tomar su cuaderno, una lapicera, y vamos a reflexionar sobre lo que significa para cada una el amor. ¿Quién lee? —pregunta la profe Micaela.
—Los componentes fundamentales del amor son el respeto y la no violencia. No elevar la voz.
Comparte Gladys, una mujer de cabello atado con sus labios pintados de rojo. Es de pocas palabras, pero cuando habla, siempre lo hace con firmeza y apelando a evitar la violencia. Siempre observa a las demás antes de intervenir, espera a que otras hablen primero.
—El amor es la atención y el escucharse mutuamente.
Interviene Carla. Es madre. Siempre da su punto de vista, extrovertida y estudiante de Trabajo Social.
—Yo a mi perro le daba todo. Y él estaba ahí. Eso es amor
Recuerda Lucía con un tono melancólico, mientras peina su largo cabello negro. Siempre maquillada. Usará cada día la misma campera verde. Interviene de forma tranquila en la actividad.
Un recorte pegado en una carpeta forrada con tela, confeccionada por las internas en los talleres, habla de los sueños: "Soñar es entrar en un trance maravilloso en el cual podemos hacer realidad nuestros más anhelados deseos".
—El amor es tranquilidad —confiesa Liz. 18 años. De flequillo corto y pelo colorado. La más sonriente del grupo.
—Mi casa. La celda con las chicas. Mi nieto. Eso es el amor para mí.
Reflexiona Moni. Los ojos se le humedecen al recordar los momentos con él. Baja la mirada al cuaderno para disimularlo. En 7 meses podrá disfrutarlo todos los días y cocinarle el guiso que tanto le gusta.
Lucía escribe en un cuaderno amarillo a lunares una frase que resonaba en el aire: "Las crisis son oportunidades".
Rodeada por otras seis mujeres, todas con diferentes historias y cargas, levanta la mirada y comparte una reflexión. El aula, aunque pequeña, se llena de un silencio reflexivo, como si todas estuvieran considerando las palabras de Lucía. Algunas llevan años asistiendo a los talleres, otras apenas unos meses, pero todas encontraron en este espacio un respiro en medio de su encierro.
—Un acto de amor es lo que hace mi hermana. Es un sacrificio venir a visitarme con los chicos chiquitos. Es un acto de amor hacia mí. También hacer una manta, sabiendo que no es para venderla en la calle, sino que va a ir a un hospital para una criatura que lo necesita. Eso es un acto de amor para mí.
La clase termina con las últimas palabras que escribió Palaviccini. La profesora mira el reloj. Son las 13. Con voz firme pide a las internas que guarden los cuadernos y las lapiceras en la caja forrada con telas de colores. Lo que se trabaja en el taller, queda en el taller. Nada de lo escrito puede ir a las celdas. Una a una, las mujeres se despiden con besos y abrazos, conscientes de que les espera un fin de semana engomadas. Siete días más hasta el próximo encuentro, una espera que siempre parece interminable.
La profesora sigue con la mirada a las internas mientras salen, escoltadas por el personal del Servicio Penitenciario, hasta que la última cruza la puerta. Cierra el aula con llave, el sonido del cerrojo se mezcla con el silencio que va invadiendo el espacio. Mientras camina por el pabellón, el eco de los pasos se funde con el murmullo distante de las reclusas que ya se dispersan por el penal. Al llegar a la oficina, entrega la llave a la encargada, que la recibe con una sonrisa amable. Afuera, el día sigue su curso, pero adentro, queda el peso de las historias por contar y las palabras que esperan ser escritas en la próxima clase.