LA MUERTE PESA
Por Loana Fiasche //
Me paraliza.
Me aterra.
La rechazo.
Ver a un muerto es mirarla a la cara. Te confronta con tu propia mortalidad. No quiero morir. No puedo morir. Pero, sí puedo escribir sobre ella. Eso me alivia. Me reconforta. Me aleja de mi finitud. Me pregunto: ¿es posible escribir una crónica sobre la muerte sin tener que ver a un muerto?
***
La muerte pesa.
El eco se hace extensivo en la nichera: un sarcófago de hormigón que se alza casi a tres metros de altura. Allí, se funden en su descanso eterno ochenta cuerpos, divididos equitativamente a ambos lados de un pasillo angosto. Cualquier turista sentiría claustrofobia. Mide menos de tres metros de ancho.
Inmiscuirse en los nichos del cementerio municipal General Villegas es una travesía para valientes. Para llegar a ellos hay que atravesar el abandono y la desidia: basura, pastos sin cortar, agua acumulada en floreros, tumbas quebradas, cruces caídas, roedores como parte de la fauna local y, en contadas ocasiones, hasta algunos huesos que yacen fuera de las tumbas. Un espejo de su propio partido: La Matanza.
— Seis caballeros por lado, por favor.
La fila se arma y tres familiares se paran firmes a ambos costados del cajón. El féretro espera para ser escoltado hacia el nicho que le corresponde por cuestiones de azar: tercera fila, columna cinco. Una altura medianamente manipulable.
A mitad del pasillo y con las manos entrelazadas hacia adelante, el sepulturero de mirada celeste aguarda la llegada de los seis caballeros. La postura erguida le permite lucir el overol que está algo desteñido. Lo abriga un pulóver de plush y la gorra negra ajustada con precisión combina con los pesados zapatos de seguridad. Está algo sucio y en su labor sólo lo acompaña una mochila de color azul eléctrico y una escalera de madera bastante añeja que espera apoyada sobre una de las tapas de los nichos.
—Cuando la familia lo desee, puede avanzar.
Los seis caballeros comienzan a caminar con pasos lentos y poco a poco se adentran en la nichera. Seis manos perfectamente alineadas en cada manija van transportando el cajón. Detienen la marcha. Dudan. No saben cómo maniobrar el ataúd que pesa. El peso puede jugar una mala pasada. No hay tiempo que perder.
Los féretros que tienen como destino final el nicho no son convencionales. Deben llevar una confección y preparación especial. Dentro de ellos, yace una caja metálica que recubre toda la madera. Allí descansa el cuerpo y sobre él, dos tapas: la de chapa y la de madera. La primera, es soldada con estaño por un especialista en soldar al vacío. La otra, es atornillada. Es que cuando el cadáver se adentra en su proceso colicuativo –las partes sólidas del organismo se licúan-, en el nicho no deben fluir líquidos. O por lo menos esa es la idea.
—Esperen, esperen. Yo los ayudo. Vamos, con fuerza. Primero derechito, derechito hasta la mitad del pasillo. Vamos, vamos, vayan girando, eso, eso. ¿Lo tienen? A la cuenta de tres, los seis arriba. Uno, dos, tres, ¡arriba! Eso, eso, ahí va, ¡empujen, empujen!
Sólo se escucha el ruido que produce el roce del cajón al deslizarse por el cemento y, de fondo, algunos sollozos que no llegan a retumbar en el pabellón.
—Bueno, ahora hagan si quieren una fila, así cada uno puede ir pasando y colocando lo que deseen.
La fila es bastante larga y no todos los familiares caben dentro del pasillo de la nichera. Algunos, esperan impacientes el turno para ingresar desde afuera. Los padres van a la cabeza. En silencio y con un caminar errante se acercan hacia el nicho que ahora alberga el ataúd de su hijo. Con cautela, los padres colocan arriba del cajón una corona y lo acarician por algo más de tres minutos. Por la altura, necesitan estirar todo el brazo. El pabellón está casi en silencio y los sollozos se mezclan con algunas campanadas.
Cuando los cementerios surgieron en los albores de la Edad Media, se utilizaban principalmente fosas comunes o tumbas individuales para enterrar a los difuntos. A partir del siglo XIX, debido al crecimiento de la población y la urbanización, emergió la necesidad de encontrar alternativas al enterramiento, lo que llevó al desarrollo de métodos más compactos y eficientes de disposición de los cuerpos: la construcción de los nichos.
—Vamos, ya está, ya está. Chau hijo, chau. Te amo. Descansá.
Sin más palabras, se retiran y ya no vuelven. La gente, en fila, comienza entonces a pasar para dar el último adiós. Algunos, colocan flores, coronas, objetos o simplemente tocan el féretro dándole pequeños golpecitos. Treinta minutos después, más o menos, sólo queda en la nichera la escalera, que no fue necesario usar en esta ocasión y la mochila de color azul eléctrico con doble cierre negro, que oficia de caja de herramientas. Está entreabierta, tirada en el suelo, sucia con un poco de barro y manchada de grasa.
Con cuidado y respeto, el sepulturero saca todos los racimos de flores, coronas y objetos que los familiares y allegados colocaron dentro del nicho hace menos de diez minutos. Los tira en el piso y elige en qué orden ponerlos otra vez. Después levanta la tapa del nicho. Necesita ambos brazos porque es un rectángulo de mármol blanco de 90x70 centímetros que pesa 40 kilos. La presenta, coloca dos tornillos de ambos lados y retrocede dos pasos. Se queda observando de lejos, como si se tratase de una obra de arte.
Se acerca a la tapa y toma de la mochila una llave inglesa. Ajusta y revolea la herramienta sin mirar, que cae en el fondo y choca con las otras. Vuelve a observar. Pero, esa actitud contemplativa es interrumpida por la duda.
— ¿Esto va a quedar bien cerrado?
— Sí. Si no se hace bien se te pudre más rápido el cajón. Igual, vos mañana preguntá por mí en administración y te van a decir quién soy. Voy a estar por acá y hablamos sobre los extras. Ya sabés, la limpieza y esas cositas ¿viste?.
***
Después de que alguien muere, la piel delicada del rostro se seca, lo que hace que los ojos se hundan un poco y que los labios y mejillas se pongan más tensos. En este punto, esconder los rastros de la muerte, se vuelve un trabajo crucial. El funebrero tiene la responsabilidad de asegurar que los familiares y allegados no se lleven del cadáver una imagen perturbadora. Entonces, no hay opción: la muerte se maquilla.
El velatorio empezó. Una araña de tres tulipas irradia en la sala una luz fría y distante. De la calidez, se encargan sólo dos antorchas a los lados del cajón. Por momentos, pareciera que se esfuerzan por calentar un cuerpo que ya está frío.
Seis borlas negras cuelgan solemnemente, tres a cada lado del ataúd. Una cruz del mismo tono, con un Cristo blanco, complementa la escena sombría. La llama de una de las antorchas danza sobre la tapa del ataúd, que descansa con un sentido vertical en una de las esquinas de la sala. Todo está meticulosamente preparado y el cuerpo de Juan también.
La blonda hace su trabajo tapando las imperfecciones del cajón. Aunque la mayoría de los cuerpos llevan durante su reposo final una mortaja -debajo de ella puede ir ropa o no-, la familia de Juan eligió sólo vestirlo con lo que solía ser su indumentaria favorita. No obstante, estos preparativos son simplemente el preludio. Los pasos previos implican un nivel de acción considerablemente más sombrío.
Con el infalible pegamento “La Gotita”, los párpados de los ojos y los labios se pegan. Nadie querría que, debido a la relajación muscular, la boca o los ojos de Juan se abran en medio del velatorio. Un pequeño detalle: si el difunto no tiene dientes, hay que rellenarle la boca con algodón para disimular el aspecto cadavérico. Juan usaba dientes postizos.
El siguiente paso, es corregir con una sólida base de maquillaje cualquier tipo de mancha que se haya presentado, ya sea en aquellas zonas donde se empezó a decolorar la piel o algún hematoma que presente el cadáver, siempre que éste lo permita. Por último, se lo peina y en algunos casos se afeita -lo cual no es conveniente porque si se corta la piel, la falta de sangre hace que la herida quede abierta-. En el cuerpo de Juan, el cáncer lo hizo perder su color natural hace tiempo. No hay base sólida de maquillaje que pueda recuperarlo.
—Mamá no te acerques más, ya te lo dije. Estás muy cerca. Ya desde dónde estás parada seguro le ves la nariz. ¿Le ves la nariz? Bueno, si tenés ganas de verlo y lo sentís hacelo, pero después ya sabés, te pasa lo mismo que a mí.
— No se queden con esa imagen, está muy amarillo, mostaza diría. Igual tiene cara de paz. Yo tengo la capacidad de borrar esa imagen, ustedes no.
—¿Lo acomodaste vos al cuerpo, Silvia?
—No, yo no pude. Llamé a otro colega para que lo vinieran a vestir y lo preparen en el cajón. Además, Tito tampoco lo pudo ir a buscar a la clínica, llamamos a otra ambulancia. No, hasta ahí no me dio. No nos dio. Con él, no.
Acomodar un cuerpo podría considerarse todo un arte. Un arte algo macabro. Cuando llega a la funeraria, el cadáver se posa directamente en el cajón donde se lo desinfecta adecuadamente para garantizar que esté en las mejores condiciones posibles. No siempre llegan de los hospitales o clínicas debidamente sanitizados.
Después, se lo viste con la ropa elegida por la familia y se lo acomoda en el cajón. Este ritual se ejecuta mientras el cuerpo permanece en reposo de forma horizontal, para prevenir cualquier tipo de exudación. La ropa se adapta al cadáver mediante la realización de cortes estratégicos: todas las prendas superiores se abren en la espalda, colocándolas como si descansaran sobre él, apoyadas. Lo mismo ocurre con los pantalones, son hendidos por detrás y luego se colocan en el cadáver. Todo se realiza con profunda dedicación y respeto.
—Al final le pusieron la camisa violeta. Para todas las reuniones importantes él se la ponía. Y en este bolsillito, guardaba los lentes y el pañuelo a cuadritos.
—Sí, y también tiene sus clásicos zapatos negros.
—Para que se vaya prolijo, como a él le gustaba.
Una voz interrumpe el silencio de la muerte. El destino final acecha.
—Familia, por favor. Es momento de retirarse. Es hora de trasladar a Juan hacia el cementerio.
Unos veinte minutos después, la sala queda vacía. Las antorchas siguen prendidas. Tito, el ambulanciero de la cochería, ingresa a la sala. Trae en su mano izquierda un atornillador inalámbrico Bosch. Con cuidado, agarra la tapa del cajón y la sostiene por un momento. Se decide a mirar por última vez la cara de Juan.
—Ya estamos, Juancito.
Presenta la tapa en el cajón y la nariz de Juan ya no se ve más. Con un paso apresurado, rodea el ataúd y se fija que los ocho tornillos coincidan. Mientras tanto, una corona se posa en la tapa y un listón color rojo la asegura con una atadura desde la base del cajón. Llegó el momento. Tito empieza a atornillar. Ocho veces. Ocho atornilladas que retumban en el silencio de la sala. Ya está bien cerrado.
Antes de iniciar el camino hacia el camposanto, Tito golpea dos veces la tapa del cajón.
—Buen viaje, viejo, buen viaje.
Guarda el destornillador y se dirige hacia la tecla de luz. La aprieta.
***
El ataúd reposa sobre el descensor de féretros y se inmiscuye en un debate entre la vida y la eternidad. Cada segundo bajo el cielo abierto es un suspiro final. Solo basta que el sepulturero comience a girar una manivela ennegrecida para que la tierra gélida lo reciba y lo envuelva en su negrura. Sin embargo, entre tanto desasosiego se respira paz. No es casualidad que el cementerio se llame “Lar de Paz”. Es lo que vende. La muerte se paga.
La paz de un cementerio se paga, aún más en un cementerio parque. Paz visual. Tranquilidad, serenidad, prolijidad. Qué maravilloso que la despedida final tenga como sonido ambiente el trinar de los teros, un eco melancólico en el paisaje sepulcral. Pero, para gozar de esta paz eterna, se necesita comprar un cajón de unos 130.000 y una parcela de, al menos, 291.000 pesos. Con el tiempo, la acompañará una placa de mármol identificatoria “sin epitafios” de 176.000. En estos 597.000 pesos iniciales, está incluida la apertura y cierre, el florero, los impuestos y el primer mantenimiento semestral, porque el segundo implicará otros 30.000.
El entierro es un ritual funerario de la especie humana que convive con tantos otros, porque las actividades funerarias son prácticas socioculturales que varían entre una cultura y otra. Velorios, rezos, cremaciones, momificaciones, edificación de monumentos, danzas, banquetes y sacrificios humanos tienen un código simbólico sobre el que se construye la realidad social, sobre el cual las personas dan sentido a fenómenos externos que no controlan.
El entierro tiene orígenes indígenas que se mezclan con elementos sagrados de origen español. Como todas las tradiciones funerarias mantiene dos premisas fundamentales: la búsqueda de la vida eterna y la atenuación del dolor que la muerte trae consigo -mientras se espera, en muchos casos, la tan ansiada resurrección-.
— ¿Alguien quiere acercarse a despedirse por última vez?
Unos minutos de prórroga. Nadie contesta. Nadie se acerca. Los familiares se abrazan entre sí y lloran. Se agota el oxígeno para el cajón, que respira los últimos minutos de aire puro mientras espera impaciente por adentrarse en un pozo de dos metros de profundidad. Una carga de 1500 kilos de tierra hará presión sobre él ya que ocupará el primer nivel de la parcela. Cada una tiene espacio para tres ataúdes. Mingo va en el primero, sin inquilinos por ahora. Abrirle las puertas al descanso eterno a otra alma, implicará un desembolso adicional de 196.000.
— ¿Quieren que traiga un poco de tierra?
—Sí, por favor, un poco está bien.
Parece cortesía, pero está incluida en el servicio. Uno de los sepultureros se retira con la carretilla. En menos de 5 minutos trae un poco de tierra negra, pura. Un familiar agarra un puñado grande con ambas manos y empieza a ofrecerlo al resto. El otro sepultador rompe el silencio.
—Con el permiso de las familias, vamos a proceder a descender.
Sin esperar respuesta, empieza a girar la manivela del descensor de féretros, que rechina un poco por el óxido. Los llantos desconsolados inundan el ambiente. El cajón, lentamente se sumerge en el pozo cada vez más oscuro. Retumba el golpe seco del primer puñado de tierra. La cruz del cajón se tapa. Empieza a ahogarse. El descenso lleva diez segundos. Largos. Cae otro puñado de tierra, otro y otro. El barniz caoba ya no se ve.
***
Por más elementos simbólicos con los que rodeemos a la muerte, para el psicoanálisis no existe una representación mental acerca de la propia muerte, ni la de otros. Por eso no la comprendemos. Por eso le tememos. Porque implica lo desconocido y sabemos que las vastas explicaciones que tenemos sobre ella las construimos nosotros, los vivos -aunque finitos- sujetos terrenales.