ONCE HERMANAS PARAGUAYAS



Por Rocío Sobrecasa //

A las 5:00 suena el despertador. Ysabel se levanta, se lava los dientes, se cambia y emprende camino. Recorre cuatro cuadras y abre la puerta del taller a las 5:40. Sale olor a hilo mezclado con encierro. Prende las luces. Hay solo un ventanal y ocho máquinas. Las paredes solían ser blancas, pero hoy están carcomidas por la humedad y la pintura se está descascarando. Es una mañana fría de junio, todavía no salió el sol. Prende las hornallas para poder calentar el ambiente y sus manos. Cuelga su campera de polar, que ella misma se cosió hace unos años, en un viejo perchero blanco que ya tiene la pintura saltada. Acomoda las bolsas de ropa que debe trabajar en el día y pone la primera pava para el mate de leche. 

Más tarde van llegando -a las 6:00, 6:15, 6:30…- el resto de las hermanas. Victoria, Máxima, Miriam, Ysabel, María, Margarita, Olga, Cipriana, Filomena, Apolinaria y Lucila. Son once.

—Koárapero'ysã, ¿ajépa?

—Koárapehasychéveapu’ahagua che tupagui

Las Velázquez forman parte del 5 por ciento de la población argentina que es inmigrante latinoamericana. Son casi dos millones de personas y de ese número el 27% son paraguayas. Si bien del 2001 al 2010 aumentó un 10 por ciento el número de paraguayos que vinieron a vivir a Argentina, del 2010 al 2022 el porcentaje cayó un 3, 5 por ciento, según el último censo.

Cuando ya están todas listas para iniciar la jornada laboral, se prende la estufa de pared, en piloto automático para que no gaste tanto. Las once se recogen el pelo, se ponen los anteojos y sus delantales desteñidos. Se sientan cada una en su silla y comienzan la labor.

Pasan horas encorvadas sobre sus máquinas en sillas de madera acondicionadas con una especie de almohadón para que sean menos incómodas. El ruido de la máquina es un “clac-clac” rítmico y metálico, sumado a un zumbido que proviene del motor. Este sonido se repite en cada puntada, multiplicado por cuatro o seis máquinas a la vez. Para una persona ajena al rubro, una hora de clac-clac puede provocar dolor de cabeza. 

Algunas cosen, otras pasan la overlock, otras ponen etiquetas, otras hacen ojales y botones, otras planchan las prendas y las meten en las bolsas de consorcio donde después las van a llevar a la fábrica. Entregan tandas de a 200 o 300 prendas.

El taller está ubicado en pleno conurbano bonaerense, la periferia de Buenos Aires. Exactamente en el partido de La Matanza. Con 1.841.247 habitantes este partido supera a provincias como Mendoza o Tucumán. Acá el colectivo generalmente no pasa a la hora que tiene que pasar, las calles pueden estar meses cortadas por supuestas reformas que luego no suceden, y entre las 9 de la noche y las 7 de la mañana se podría decir que es “tierra de nadie”. La gente se cuida sola. Ysabel está metida en un grupo de whatsapp de toda la manzana, donde los vecinos comentan cuando ocurre algún delito en su cuadra, o si ven alguna “actividad sospechosa”. Ya sea alguien merodeando, o algún vehículo estacionado con gente adentro. En el barrio hay una alarma vecinal que suena cada dos por tres los fines de semana.

Las bolsas salen de tierra de nadie y se van para Belgrano. Allá está el galpón central desde donde las prendas de sastrería se distribuyen a las sucursales de las marcas de ropa que las contratan ubicadas en distintos shoppings: Palmas del Pilar, Unicenter, Alto Palermo y Paseo Alcorta.

— ¿Te dijo algo Damián?

— Todavía nada, mañana lo voy a ir a apurar. 3 meses ya es una vergüenza.

— Yo no sé de qué se piensan que uno vive, no pueden demorar tanto. Encima yo le quiero hacer la pregunta que no tiene respuesta

— ¿Qué pregunta?

— Si tiene más cortes para mandarnos.

Filomena ajusta la lámpara que ilumina las puntadas. Cada una se compró su propia lámpara. Cuelgan con ganchos cerca de las máquinas y se complementan con los anteojos.

Damián es el encargado del depósito, quien les manda los cortes y les hace los pagos que a veces se retrasan hasta seis meses. También es el encargado de clavarles el visto por whatsapp cuando preguntan por la fecha de cobro y de apurar cuando comienza una nueva temporada. Dejó de ir a buscar los cortes, porque gastaba mucha nafta. Así que ahora el Uber cargado de bolsas que va de Zona Oeste a Belgrano lo pagan ellas.

No se quejan. 

— Se hace lo que se puede con lo que se tiene-repite Ysabel.

La frase, como un mantra, parece ajustarse a todo…al frío, al ruido, a la luz, a la silla… 

El taller es un galpón de unos 60 metros cuadrados. El techo es alto y de chapa. Antiguamente ese terreno solía ser un estacionamiento para autos. El piso tiene baldosas bordó que no llegan a cubrirlo por completo. Hay una estufa de pared y una estufa eléctrica, pero esta última solo funciona en mínimo porque está conectada a una zapatilla de cable corto y hay riesgo de que se queme. Ya pasó con estufas anteriores. La de pared también está en mínimo. Si la suben el lugar se inunda de olor a gas que nadie sabe de donde proviene. Ya pasaron la esponja con detergente y en ningún lugar se deja ver la pérdida. 

Las hermanas Velázquez vinieron a la Argentina buscando un trabajo que demandara menos esfuerzo que la vida en el campo - el 67 por ciento de los inmigrantes paraguayos vino a Argentina por razones laborales dice una encuesta de Migraciones del CONICET -. Pero su rutina en el taller es la misma de muchos extranjeros que eligen este país para reconstruir su vida. El 62 por ciento de los inmigrantes sudamericanos se encuentra ocupado en las mismas cuatro ramas de actividad: servicio doméstico, comercio, construcción e industria textil.

El 74 por ciento de los paraguayos residen en el país desde hace más de diez años. Las once hermanas superan ampliamente esa cifra. María llegó en la década del 80 y, a partir de ahí, cada hermana fue alojando a la siguiente. Podría decirse que son un poco argentinas, pero el mate de leche, la chipa y la sopa paraguaya las delatan. 

Se hace la media mañana y ya van por la tercera ronda del famoso “té paraguayo”. Es una de las variantes más populares del mate y tiene su origen en la época colonial. Su historia está ligada al encuentro y mestizaje de culturas: la indígena guaraní y la europea española. La combinación de la yerba mate guaraní con la leche española dio origen a esta infusión que sostiene las mañanas en el taller. En la heladera de la pequeña cocina del fondo hay chipa hasta congelada. Lo que sobra, se congela para otro día. Es gomosa y con forma de anillo. Tiene una textura densa, pero lo justo y necesario. No se precisa bajarla con un vaso de agua. Según las Velázquez, esta es la verdadera receta paraguaya: leche, sal, manteca, huevo, almidón mezclado con sémola, anís y tres tipos de quesos: mar del plata, fontina y fresco.

La sopa, por otra parte, se mantiene fresca en tuppers. Es un pastel de queso y cebolla que se corta en cuadraditos y acompaña en los desayunos o meriendas del taller, ya que para el almuerzo, entre las 12:30 y las 13 todas vuelven a sus casas a cocinar y comer. La salida del almuerzo les lleva poquito tiempo. Todas viven en un rango de una a diez cuadras entre sí. Margarita, Apolinaria y Ciprianala tienen más fácil porque construyeron sus casas en el mismo terreno del galpón.

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No llegaron todas juntas. En marzo de 1986 llegó María. Después de su llegada, cada tres meses viajaba otra hermana. Venían a trabajar cama adentro en la casa de Loly, una mujer de 40 y pico de años que vivía en el barrio de Once. Le cocinaban, le limpiaban y le cuidaban a los hijos. 

Querida y recordada amiga Ysa…

Es octubre del 2000 y Esmelda le escribe a su amiga Ysabel desde Natalicio Talavera en Paraguay.

Te cuento que estamos muy bien de salud, trabajando. Elias acaba de cumplir 4 años y Fredy en noviembre 18 cumplirá 3. Los dos están bien grandes, juiciosos y cabezudos. Mamá está otra vez acá en Natalicio en su casita blanca. Todos los días nos vemos, estoy muy contenta por ella. Ada y su familia vendrán el sábado para la Fiesta Patronal. Acá están de lleno con la preparación…

Pero basta de hablar de mí, ahora vayamos a los tuyos, me estaba recordando por Ailén, seguro que ya se bautizó, era para septiembre ¿verdad? ¡Cuántas ganas de conocerla!

Lo más difícil de irse es dejar tu casa, tu familia, tus amigos y vecinos, tus mascotas y tus cosas. Hay que armarse de fuerza y meter la vida adentro de un bolso. Y al llegar acostumbrarte a otra carne, a otra leche, a otro pan. Al principio esos nuevos sabores son difíciles, pero con el tiempo uno los va sintiendo como propios. Con el paso de los años, a las Velázquez ya les costaba imaginar su vida en otro lado que no fuera Argentina.

Lo positivo de todo el proceso para ellas fue que siempre que una llegaba, había otra que la estaba esperando. El hogar es donde está la familia. 

Las hermanas se comunicaban por carta con Paraguay. No faltaban los comentarios sobre lo bien que se vive en Buenos Aires. Llegar a la gran capital fue en su caso llegar a un lugar con las puertas abiertas y trabajo asegurado. Cada una tuvo “su hueco” desde el primer día. 

La única negada a dejar el campo era la madre, María. La pudieron convencer de venir 4 días, viajando dos días en micro, pero su estadía no llegaba a la semana porque quería volver a cuidar su campo. Era la única mujer en la familia que no se dedicó a la costura. Cuando María falleció en Paraguay, las once hijas viajaron en avión por primera vez. 

El mundo textil se metió en su vida cuando a Filomena, la quinta en llegar, la dueña de la casa le ofreció trabajo en su taller de costura. Ahí trabajó por unos largos meses y fue adquiriendo más y más experiencia. Hasta que se anotó a estudiar moldería y se animó a independizarse. No sin antes enseñarles el oficio a sus hermanas, claro. 

Con el tiempo lograron alquilar una casa en Zona Oeste, en Villa Madero. Donde iban solo los fines de semana, salvo Filomena, quien volvía todos los días después del trabajo.

Los sábados a la mañana eran sagrados. No parecía suficiente pasar toda la semana entre prendas de ropa, así que cada sábado a la mañana iban juntas de compras a Once. Todas volvían con al menos una prenda. Y a la noche estaban de estreno. Se tomaban el colectivo de la línea 92 en la esquina de su casa y a la una de la mañana entraban a “Bamboche”, un famoso boliche de Flores. Hasta las 5 no se iban, aunque solo tomaran agua. Fue en el boliche donde la mayoría conoció a sus maridos. Otras en el barrio. Las once se casaron con hombres argentinos y poco a poco se mudaron a Villa Madero. Las cosas se iban ordenando. Poco a poco aprendían el oficio y compraban algunas máquinas, hasta que llegaron a pagar el taller.

Lo que más las motivaba de este nuevo trabajo era la idea de que podrían criar a sus hijos mientras trabajaban, 15 horas por día pero sin el grito de ningún jefe, en un taller lleno de juguetes, chupetes, baberos y pañales.

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No pasar. No es puerta de salida. Prohibido el ingreso. Respete la fila. No se atiende sin turno previo. No dejar la puerta abierta. No se aceptan reclamos. No. No. No. Esa es la bienvenida de la Oficina de Migraciones a quienes llegan para iniciar un trámite. 

2,8 estrellas es la calificación del lugar en Google: “Si quieres que te traten como basura de forma rápida y sencilla ve a este lugar”, dicen las reseñas… “la atención desde el vigilante en la puerta de ingreso es como si estuviera llegando a una prisión”… “De todos los sitios donde estuve en Buenos Aires, de hecho, es lo peor”… “Creen que porque uno viene de afuera tienen que tratarnos como animales”.

La oficina está en el barrio de Montserrat, en Capital Federal. La entrada es por Hipólito Yrigoyen 952. Es un barrio emblemático de Buenos Aires, principalmente por su cercanía a distintos puntos históricos y turísticos: la Avenida de Mayo, el Cabildo, la Plaza de Mayo y el Congreso. Es una zona en la que abundan los turistas. También hay variedad de negocios gastronómicos llenos de oficinistas de camisa hablando por teléfono que contrastan con la gente en situación de calle o pidiendo comida. Muchos terrenos están abandonados, hay baches de desolación en algunas cuadras donde en hora pico colapsa hasta la bicisenda.

En la vereda de Migraciones, debajo de la bandera desteñida y el cartel que aclara que los turnos se sacan de manera virtual, 30 personas forman una fila desde las 7 de la mañana. Saben que con las explicaciones necesarias se puede conseguir un turno presencial, aunque son solamente 20 por día, y como más de la mitad de los inmigrantes viven en territorio bonaerense, la fila se completa temprano. Con un poco de suerte en una hora van a poder llegar a los 25 boxes de atención divididos por sectores: solicitud de turnos, DNI, residencias... En un cuarto sin puerta, 10 policías toman mate con la mirada fija en el celular. 

A las 11 de la mañana hay más policías que gente realizando trámites dentro del establecimiento, pero basta con que alguien se detenga 20 segundos en la puerta del edificio para que algún oficial se acerque a recordarle que todo es con turno previo.

La burocracia de este espacio no es algo nuevo. Ya en la década del ‘80 las hermanas Velázquez eran habitués del lugar. Cada una, al llegar al país, dedicó una mañana entera a la Oficina de migraciones. O varias mañanas.

Conseguir turno para gestionar el DNI argentino es un tema que les quitaba el sueño. A las 5:30 se tomaban el 94, y viajaban durante una hora. Ysab el, Victoria y María llegaron a ir hasta 5 veces sin que las atiendan. Los turnos se daban de manera presencial, pero cuando terminaba el horario de atención les bajaban la persiana en la cara. Igual que hoy. 

La atención en el lugar es muy hostil también en aquél entonces. Siempre una acompañaba a la otra con un tupper en la cartera lleno de chipa para la espera. Se sabe que la fila es larga y las horas no pasan. 

Margarita probó hacer el trámite del DNI con una gestora. Por varios pesos prometió ahorrarle varios dolores de cabeza, pero cuando quiso hacer la residencia, le dijeron que el DNI obtenido era trucho, y la gestora nunca más contestó el teléfono. Tuvo que armarse de paciencia y volver a empezar. Otro mantra del inmigrante latinoamericano.

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Es domingo y hoy las hermanas se juntan sin telas ni hilos de por medio. Suena el timbre, Margarita corre por el pasillo largo que rodea el taller, a abrirle al resto. El pasillo da a un comedor con una mesa redonda, una tele y un sillón. De la cocina sale el olorcito a chipa que está lista para salir del horno y la pava con leche ya está hirviendo. Llegan Apolinaria, Cipriana y Lucila. Lucila viene del hospital, en la guardia le hicieron una tomografía porque últimamente tiene pinchazos en la cabeza.

  • Es una contractura nomás, seguramente por trabajar en la máquina.

Aunque pagan el monotributo, toda la vida se atendieron en hospitales públicos. Saben que existe el sindicato  pero nunca se afiliaron. Las Velázquez aseguran que son sus propias jefas y que no necesitan que nadie las defienda. A sus hijos, en cambio, les inculcaron otra cosa. Los motivaron a estudiar en la universidad pública y a buscar trabajo en blanco con obra social y jornadas de 8 horas. Y salió bastante bien. 

Detrás de las once hermanas hay 32 sobrinos: un politólogo, una ingeniera agrónoma, dos abogados, una instrumentadora quirúrgica y varios estudiantes universitarios. Dos emigraron a España, 18 tienen trabajo formal en Argentina y los demás están en la búsqueda o con su propio emprendimiento. Todos heredaron algo en común: la creencia de que trabajando se consiguen las cosas y reconocen el costo de lo que tienen hoy.

—Eso es jodido Luli, no te tenés que dejar estar.

—Yo por eso todas las noches me pongo la bolsa de agua caliente en la cintura y no sabes cómo me alivia, por más que a veces no me duela, para prevenir más que nada.

—Lo importante Lu es no tomar ninguna pastilla. Después dependés de eso para que no te duela todo, es un lío tremendo.

Sus juntadas son siempre en la casa de alguna. En Argentina nunca fueron a comer a algún lugar solas, a menos que sus hijos hagan plan y las inviten.

—Nosotras no vamos a perder el tiempo, a tirar la plata por ahí. Siempre fuimos muchas y nos arreglamos juntándonos en una casa. Tomando una gaseosa, un jugo y algo para picar. Para conversar nomás no es necesario ir muy lejos.