VARADOS EN INDIA


Por Sofía Chaieb //


Suena el celular. Es 19 de mayo en Nueva Delhi, India. El corazón del segundo país más poblado del mundo dejo de latir. En las calles no se asoma ni un solo vendedor. Tampoco pasean los tuc tuc. Algunas ratas deambulan perdidas entre la suciedad. La imagen parece de película apocalíptica. 

Rosario atiende. Del otro lado del teléfono responde un idioma conocido. Es la embajada de Argentina en India.  

—¿Hola, Rosario? Mañana sacamos un vuelo hacia Argentina. Saliste sorteada, nosotros nos hacemos cargo de tus gastos. 

En las siguientes 36 horas Rosario dará la vuelta al mundo. Pasará por un millón de controles, firmará documentos, la reunirán con otros argentinos, viajará a Australia y regresará a su país de origen, después de dos meses sin novedades. 

El 15 de marzo India cerró sus fronteras y los vuelos quedaron cancelados; hay 300 personas varadas en India y Rosario es una de ellas.

La visa de turista solo le permite residir en el país por 90 días, pasado ese periodo tendría que salir del territorio. Apenas tiene unas rupias que le facilitaron desde la Embajada para sobrevivir un par de semanas. El sistema de salud no tardará en colapsar. Ahora los medios afirman que India superó los 100.000 casos positivos de coronavirus. En Argentina recién van por las 8.809 personas infectadas. 

No hay despedidas. Rosario se apura para armar las valijas. Tiene menos de un día. Solo alcanza a saludar a sus room mates. Junto con ella son doce. La mezcla de nacionalidades casi completa los 6 continentes: hay rusos, colombianos, franceses, mauricianos, brasileros e iraníes. El destino de los viajeros está en manos de cada gobierno. Algunos regresarán y otros no tendrán esa misma suerte.

Los días en Nueva Delhi se tornaron abrumadores y monótonos: la rutina es no salir de casa y no hay excepciones. La televisión difunde imágenes que muestran cómo los policías obligan a las personas a caminar en cuclillas o realizar flexiones por vulnerar la cuarentena. En las esquinas, los agentes esperan con tapabocas y bastones al costado del cuerpo. Si ven algún comportamiento sospechoso, no dudan en accionar. Aun así, la mayoría de los golpes se los llevan los nativos. 

Los rumores se propagan a la velocidad del Coronavirus. El gobierno de India estableció toque de queda y los extranjeros están en la mira de todos. Para los indios, la piel blanca es sinónimo de admiración, pero también es la principal causa de la enfermedad.   

En 36 horas volverán 150 argentinos, los que pueden pagar 2000 dólares del aéreo o los que tuvieron un golpe de suerte. Lo de Rosario es fortuna.

El avión es una comunidad de gente con distintas experiencias. Los pasajeros que regresan a Argentina estuvieron varados en India, Australia y Tailandia. Las situaciones son varias: mujeres embarazadas, personas en situación de vulnerabilidad y familias con hijos. Algo los une: todos son argentinos. La mitad ya está arriba del avión esperando ser repatriados. 

Después del 20 de mayo quedan muchas preguntas y pocas respuestas para el resto de los varados.  


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Eva toma su ghoonghaty se envuelve la cabeza dejando un pequeño espacio por donde se asoman sus ojos marrones. En el medio de la frente se coloca un bindi y, desde los hombros a los talones, un sari que cubre la mayor parte de su cuerpo. Debajo de la tela se esconden sus rasgos asiáticos y su tez oscura. También oculta el acento cordobés.

Camina por las calles de Varanasi como si fuera una más. La ciudad es un caos: animales, autos, rickshaws (carretas de dos ruedas para el traslado de pasajeros) y un gran número de personas que se acumulan sin un por qué. Su figura se pierde entre la multitud. Por las dudas lleva el pasaporte y camina junto a Milena. Es peligroso para las mujeres salir solas. 

Lleva puestas unas ojotas para evitar la tierra de las calles, aunque la mayoría anda descalzo. En el camino quizás cruza un mono, o una rata que le pasa entre los pies.  

Debajo del disfraz, Eva Ledesma. Su nombre se suma a la lista de los 23.000 varados en el mundo. 

Viajó a Asia con la idea de conocer África y el destino la detuvo en India. Desde febrero recorre media hora en colectivo para llegar a una pequeña villa. De un lado, la ruta y la soledad, del otro, un largo asentamiento de carpas, un bambú y un tumulto de personas. Fines de semana y días hábiles, sin excepción.

Eva es maestra y se está formando en Pedagogía de Emergencia. Asiste a un grupo de preadolescentes que viven juntos en un hogar. Ella dice que no entiende el idioma, pero sí de comunicación interpersonal.  

La experiencia fue mutando según las necesidades en el contexto de pandemia. La ayuda se transformó en un acompañamiento al médico, en préstamo de dinero o cocinar en caso de ser necesario. La solidaridad se organiza en pos de solventar cualquier inconveniente y no reciben ningún tipo de retribución económica. Ni siquiera la organización tiene un nombre. “Pasa por otro lado”, explica ella. 


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Eva le hace señas a la señora que espera sentada en la esquina del sanatorio. En un breve intercambio de gestos se hacen entender y al fin, Eva le cede su lugar. Hace cuatro horas que espera por un turno ginecológico. Sus ojos verán ingresar un sinnúmero de personas más antes que ella. En un país en donde se estima un déficit de 600.000 médicos y 2.000.000 de enfermeras, los ambulantes no alcanzan a dar servicio a la demanda. 

La sala de espera está repleta y muy pocos tienen el lujo de llevar barbijo. Por las calles de Varanasi deambulan los positivos que nunca serán diagnosticados. Según los expertos, la incongruencia de las cifras se debe al bajo número de testeos y a la imprecisión para confirmar la causa de decesos. 

Hay mucho más que Coronavirus en India. En el país asiático preocupa la sobrepoblación, la pobreza generalizada, el analfabetismo, la desnutrición infantil y las enfermedades desencadenadas por la suciedad. La higiene es un bien al que solo pueden acceder unos pocos y el papel higiénico, un producto de las clases más altas o de los turistas. Para encontrar algo tan sencillo como un elemento de higiene femenina, Eva tuvo que recorrer más de un mercado. 

Como si fuera una ficción, Varanasi está suspendida entre el mundo terrenal y el divino. Desde lejos los turistas se asoman desconcertados por las columnas de humo del Manikarnika, el crematorio donde gente de toda India trae a sus muertos. Otros, directamente realizan el ritual por sí solos y se acercan a morir a la ciudad. Para los hinduistas, el alma es inmortal y forma parte de un ciclo constante entre la vida y la muerte, que debe reencarnar en otros seres. Tal como lo profesa su religión, para alcanzar la liberación de este samsara, los hinduistas deben morir a orillas del río Ganges, en Varanasi. 

Cada día los turistas del mundo se acercan con una distancia prudencial para observar ese rito. La muerte se presenta tan franca, directa y abierta que difícilmente los occidentales puedan olvidar este momento en su vida. Para los ojos indios, la muerte no es una tragedia. 


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Algunos nativos pasean con barbijo por el mercado de Baja Dharamshala. Cada tanto aparece algún monje tibetano que todavía predica la espiritualidad. Los demás descansan en el encierro. 

—“Ghar par raho” repiten los policías por altoparlante.  

Un vecino que entiende un poco de inglés traduce y Ariel ya no se anima ni a asomarse. Tiene todo para que lo deporten: nacionalidad extranjera, una visa vencida, poco dinero y orientación homosexual. En India recién despenalizaron la homosexualidad en 2018.

Lo separan 2.800 kilómetros de las Islas paradisíacas de Andamán y Nicobar - donde vacacionaba seis meses atrás, cuando se empezaba a hablar del Coronavirus-, y 16.300 kilómetros de su casa en Unquillo, Córdoba. Le quedan 300 dólares en la cuenta bancaria, menos de la sexta parte de lo que vale un pasaje de vuelta. Tiene un perro, un colchón y un scooter que le prestó un amigo. Duerme en el piso de un estudio de danza con vistas a los picos nevados del Himalaya. Anda descalzo y come bien. En Argentina nunca tuvo tanta suerte. 

Ariel evita salir a la calle para no convertirse en el blanco de las miradas. Los nativos se tapan la cara, le ponen distancia o hablan en hindi para que no entienda. 

Desde su ventana alcanza a ver una larga ruta por donde se fugan los indios solitarios. Por detrás y a lo lejos, un paisaje con elevaciones y la residencia de su santidad Dalai Lama, también aislado por la pandemia. Bajo el hermetismo de un complejo de fachada amarrilla, este líder espiritual de 85 años predica la transitoriedad. Cuando le preguntan sobre la pandemia, responde que no tiene poderes mágicos. 


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De este lado del mundo, la señal escasea. Ariel busca mantenerse comunicado con su familia. Se prepara un Chai y se sienta junto a su perro, como si esperara que las cosas se resolvieran solas. 

Cruzando el Atlántico, el canciller Felipe Solá da por terminada la operación de repatriación. El Gobierno habla de “vuelos especiales” para regresar al país y de un grupo de personas que “no aclaró su voluntad de volver”. En el país asiático todavía quedan al menos 150 dispersos, algunos de manera ilegal, otros con visa y muchos sin dinero, pero varados al fin. 

La suerte golpeó la puerta de Rosario. Eva regresará recién en septiembre con un préstamo de su familia. Ariel abre la ventana y se pierde en el silencio. Juega a escaparse, a ser libre entre tanta restricción. Sale de su casa, se fuga en el paisaje de viviendas humildes, senderos y animales. El cielo es el mismo en todos lados. El aire de montaña se asemeja al escenario cordobés y percibe ese aroma a naturaleza que le recuerda a su casa, pero sabe que no va a volver.