LOS CORONA EN LA BOCA DEL LOBO


Por Gonzalo Cepeda //


- Bueno, les voy a ser bien directo. Ustedes van a salir a la cancha, a tocarle la puerta al virus. Van a meterse en la boca del lobo. El que no quiera hacerlo dígamelo ahora. Después no quiero quejas. ¿Alguien tiene algún problema?

La luz blanca ilumina toda la oficina del Ministerio. Está impoluta como el resto del nuevo edificio. Manteniendo la distancia entre ellos, se encuentran cuatro muchachos que no contestan nada. Solo asienten con la cabeza. Gustavo, quien acaba de hablar, les cuenta lo que pretende de ellos, para qué están ahí. Su rostro serio y la gran altura parecen intimidar a los chicos. Lo escuchan con atención.

El camino para convertirse en un “corona” tendrá sus pasos a seguir. Primero, hay que meterse en uno de los barrios más vulnerables de la Ciudad de Buenos Aires. La “boca del lobo” como dice Gustavo. Segundo, tener todos los sentidos bien abiertos para detectar algo más que el virus. Tercero, y mucho más importante, aceptar que durante unas semanas todo puede ser posible. La entrevista es para un puesto momentáneo de dos a tres meses en uno de los Ministerios con mayor peso en la Ciudad. El horario es de 9 a 16. Se comienza cuanto antes.

Un “corona”tiene que cumplir con ciertas características. En primer lugar, ser un joven desempleado con la imperiosa necesidad de trabajar. Tener fuerza y temperamento para resistir las tareas diarias y los cambios vertiginosos que se dan en el barrio La Carbonilla. En segundo lugar, debe poner en riesgo su cuerpo y, sobre todo, su salud en pos de ayudar a los vecinos del barrio en medio de una pandemia.

Hay que adentrarse por los angostos pasillos de asentamientos precarios, repartir bolsones de comida y visitar las casas de aquellas personas que hayan tenido contacto estrecho con algún infectado. Estar, literalmente, golpeándole la puerta al virus que tiene en vilo a todo el mundo. De lunes a sábado, casi 8 horas por día. Ser un “corona” no es un trabajo para cualquiera. Gustavo lo deja bien en claro desde el principio.

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Son las 09:00 de la mañana. A pesar de ser otoño el sol pega como en diciembre. Una trafic blanca del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires deja a varios voluntarios en una de las entradas que tiene La Carbonilla. Se siente el olor a chipa. Todos quedan sorprendidos por lo chico y alto que es el barrio. El asentamiento está ubicado sobre los terrenos ferroviarios, al lado de la estación Paternal del tren San Martín. Son solo cuatro cuadras. El último censo señaló que había 500 habitantes. Hoy, diez años después, se calcula que hay más de 4 mil personas.

Luego de unos minutos aparece un tal “Patota”. Es un hombre moreno de casi dos metros, con panza prominente. Guía a todos para que se pongan los elementos de protección. Mameluco blanco, máscara, barbijo y guantes descartables. Patota, con su estilo de barra brava, lleva sus dedos a la boca y llama a los médicos de un chiflido. Les presenta a los nuevos voluntarios mientras reparte varias hojas con las tareas a realizar.

El grupo, que está bajo su control –como casi todo-, se compone de seis personas. Dos son de una unidad de gestión, dos del Ministerio y dos voluntarios del barrio que rotan dependiendo del día. Los de la unidad se encargan de distribuir los bolsones con elementos de limpieza y alimentos. Por su parte, los chicos del Ministerio tienen que acompañar a los profesionales a las casas de aquellas personas sospechosas de Coronavirus.

Después de hacer base en la Escuela República de Ecuador, ubicada en la calle Espinoza al 2255, los médicos y voluntarios se disponen a comenzar con la recorrida diaria. Apenas ingresan a uno de los pasillos del barrio, una oleada de gritos les da la bienvenida.

- ¡Ahí vienen los corona! ¡Guarden todo! ¡Los corona!

El pibe que hace de campana grita desaforado. Todos corren. En pocos segundos, los “vendedores” guardan todo ante la aparición de los mamelucos. Las bolsitas blancas quedan escondidas en dos lugares estratégicos: dentro de los barbijos que llevan puestos y en los revoques de las paredes.

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En La Carbonilla, las casas se elevan unas sobre otras como si fueran jengas. La luz del sol no entra. El poco cielo visible está cubierto por cables negros que se enredan entre sí. También están las nuevas obras de elevación del tren San Martín que, para colmo, provocaron un desfile de ratas por el asentamiento. En los pasillos del barrio, el distanciamiento social es una utopía. De un pasillo se pasa a otro, más angosto que el anterior. Son laberintos infinitos. Los médicos y voluntarios tienen que caminar uno detrás de otro,en fila india, mientras buscan los domicilios que están anotados en una pequeña planilla. Una vecina los interrumpe.

- ¿Por qué no me llevaron con el resto de mi familia? Por favor, háganme el hisopado así estoy con ellos. No quiero estar acá sola. Por favor, se los pido. ¡Llévenme!

- Quédese tranquila señora, necesitamos tomarle la temperatura, por favor.

- ¡Quiero estar con mi familia, se los suplico!

- Si quiere la podemos hisopar, pero debe quedarse acá aislada unos días más. Nosotros vamos a venir todos los días para ver cómo está. Los chicos le van a dejar comida.

- ¿Mi familia cómo está?

- Están junto a otros contagiados. Quédese tranquila porque están bien, fuera de peligro. Todo va a salir bien. ¡Créame!

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Sabina Olmos es un local político de La Carbonilla. Afuera está ploteado completamente de amarillo, con el logo del PRO. Pero, una vez adentro, las paredes muestran con orgullo varios cuadros de Evita y Perón. Desde 2007,las lealtades cambiaron. En la actualidad, el local cumple con la función de una base estratégica, donde los distintos actores del barrio discuten los pasos a seguir.

Hay una reunión. Los invitados: voluntarios de la Unidad de Gestión, algunos médicos y el jefe del CESAC (Centro de Salud Porteño). También “punteros” y “comuneros”. No discuten sobre salud pública. Por lo bajo, se peleanpara ver quien recibe más bolsones de alimentos y por otros beneficios. Tratan de no elevar la voz. Con el paso de los minutos, la charla se transforma en un bullicio molesto.

- La semana pasada te quedaste con tres bolsas de más vos. Siempre lo mismo la puta que te pario.

- No hables boludeces que acá se arregla todo de palabra eh. La repartija se acordó entre todos.

- Yo hablo lo que quiero. Ya estoy cansado de que me tomen de boludo.

La discusión termina con un grito seco de Patota. Estaba a un costado escuchando con atención. No hay absolutamente nada en el barrio que no pase bajo su órbita. Desde la entrega de alimentos, el manejo de los voluntarios, hasta favores a distintos punteros que después estarán en deuda. Y nadie quiere estar en deuda con Patota. Con su cuerpo de patovica le basta una mirada fija para imponer respeto.

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Mediodía. Llegan unos fotógrafos de Clarín.

El objetivo es sencillo. Conseguir algún vecino que se preste para unas fotos junto a los voluntarios del Ministerio. El problema es que nadie quiere mostrar su rostro para la escena que están montando los periodistas. Los gritos e insultos no se hacen esperar cuando un político pisa las calles de La Carbonilla. Patota, además de convencer a los vecinos para que se dejen sacar unas fotos, tiene que calmar a los dealers. Los muchachos no están muy contentos con la presencia de la prensa a metros de donde ellos hacen su negocio. Los fotógrafos lo saben.

- ¿Qué carajo están filmando ustedes? ¡Váyanse a la mierda! Nadie los quiere acá. ¡Rajen!

Como si los gritos no fueran suficientes para demostrar el enojo, los dealers empiezan a revolear piedras. Los fotógrafos quieren irse cuanto antes, pero Patota les recomienda que saquen fotos en el tercer sector del barrio. Allí, según él, la delincuencia y venta de droga está “controlada”.

Con mucha amabilidad, Patota los custodia en todo momento, como si la escena anterior no hubiese ocurrido jamás. Sin ocultar nada.

Le entrega el dinero a una vecina, que acepta el pago y posa con su mejor sonrisa. Rodrigo, uno de los voluntarios, está vestido con un chaleco amarillo del Gobierno de la Ciudad. Simula tomarle la temperatura en la frente. Ahoratodo se transformó en un book de fotos. Las imágenes aparecerán subidas en el portal web del diario en menos de una hora. Será la excusa para que los médicos y voluntarios bromeen entre ellos.

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La Carbonillaheredó su nombre de un gran depósito de carbón abandonado desde hace años. Tiene tres entradas principales. En dos de ellas hay postas de prevención, ubicadas en los puntos norte y sur del barrio. Son garitas improvisadas con un toldo transparente. Adentro, hay voluntarios del barrio. Tienen la tarea de ponerle alcohol en gel y tomarle la fiebre a todo aquel que ingrese por las calles del asentamiento. Algunos, también, se encargan de tirarle agua y lavandina a las ruedas de los autos.

Pero no son sólo vecinos y voluntarios los que entran. Hay días donde llegan funcionarios de todos los colores políticos.

Bajan de sus autos, de alta gama, generalmente. Caminan junto a un guardaespaldas. Hablan con algún puntero conocido. Saludan a los vecinos con una sonrisa,pero sin acercarse demasiado. Se sacan fotos que, en unas horas, aparecerán publicadas en varios portales de noticias. Se van en menos de diez minutos, sin antes pedirle a los voluntarios que les limpien las gomas de sus vehículos. Audis o Mercedes se estacionan sobre una de las pocas calles asfaltadas que tiene el barrio. Rara vez tienen contacto con el barro y polvo característico de La Carbonilla.

Una mañana todos se sorprenden. Aparece una Ducati de rojo intenso. El motociclista se baja. Se quita el casco y deja ver su rostro. Se trata de un importante funcionario. Como en una película de Alejandro Gómez Iñárritu, la moto italiana resalta en el medio de las casas de ladrillos sin revocar.

A diferencia de los demás, no tiene inconvenientes en manchar sus gomas deportivas con un poco de barro. Saludos afectuosos, diálogos amistosos con punteros y vecinos preparados para la ocasión. Muchas selfies y fotos para los medios. Antes de irse deja que unos nenes se suban a la Ducati brillosa. Ellos hacen ruidos con sus bocas mientras simulan estar manejando. Eso sí, antes de dejar La Carbonilla detrás, el visitante le pide un favor a uno de los voluntarios.

- Pibe, tírame un poquito de agua en las ruedas, por favor.

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Rodrigo, uno de los jóvenes que estuvo presente en la entrevista con Gustavo, tiene 24 años y estudia medicina en la Universidad de Buenos Aires. Como millones de argentinos, está desempleado desde hace meses, por eso no dudó ni un segundo en aceptar el puesto. No solo significa un ingreso fijo, sino que también una buena oportunidad para sumar experiencia.

Desde hace un año y medio está haciendo la residencia en el Hospital Vélez Sarsfield, ubicado en Monte Grande. Nunca había brindado asistencia en un barrio. Por eso, se entusiasma. Esa emoción inicial le dura poco. Gustavo le había anticipado el peligro del trabajo. En aquella primera charla pensó que estaba exagerando. Sin embargo, con el paso de los días, sabe que se había quedado corto.

La boca del lobo asusta mucho a Rodrigo. Ahora piensa en su madre. Ella es paciente de riesgo y vive con él. No puede imaginar que se contagie. Menos por su culpa.

Decide hablar con Gustavo para presentar la renuncia.

- Mira Gus, todo bien pero no me parece arriesgarme tanto teniendo a mi vieja en casa. Me parece un riesgo al pedo.

- Rodri, yo estoy desde que arrancó todo y nunca me pasó nada. Si es por un tema de plata te puedo aumentar un poco. No te vayas.

- No es por la plata. Me parece muy peligroso.

- Tranquilo. Vos quédate. Te aumento un poco más. No te va a pasar nada.

Rodrigo había entrado a la oficina con la idea de irse. La decisión estaba tomada. Pero Gustavotiene un gran don para convencer a punteros, dealers, políticos y vecinos. También puede con él. Patota, su mano derecha, se encargará de darle un aumento en la semana para que siga. Nadie se puede enterar.